feb16 2018
Enviado a la página web de
Redes Cristianas
Fuente: Teología sin
censura
El conocido historiador de la cultura religiosa
de la Antigüedad, el profesor Peter Brown, en su reciente y conocido estudio
sobre la riqueza y la construcción del cristianismo en Occidente (Por el ojo de
una aguja, Barcelona, Acantilado, 2016), ha estudiado detenidamente y a fondo
cómo se produjo el asombroso enriquecimiento de la Iglesia primitiva en los
años en los que se vivió más intensamente la transición de la Antigüedad a la
Alta Edad Media. Concretando más – a juicio del citado Peter Brown – estamos
hablando de los años que transcurrieron desde finales del siglo IV hasta
comienzos del siglo VI.
En aquel tiempo se produjo un fenómeno de unas
consecuencias inimaginables. Por supuesto, la Iglesia dejó de ser “un ejército
de desheredados”, como lo había sido en los siglos II y III (E. R. Dodds). Pero
el paso decisivo consistió en que aquella Iglesia, que se enriquecía con
notable rapidez, supo armonizar la riqueza económica con la espiritualidad. Es
decir, desplazó el cristianismo desde el Evangelio hasta convertirlo en “mera
religión” (cf. Max Horkheimer). Como indica el profesor Brown, quizá se pueda
decir que así “los budistas y los cristianos tal vez hayan encontrado el modo
de llegar a una solución común”.
¿Qué tipo de solución? Tanto los budistas como
los cristianos sabían que quienes comían con el diablo de la riqueza
necesitaban una cuchara larga. Sin embargo, quizá era precisamente la longitud
de la cuchara lo que les daba una ventaja. El ideal de despego de las cosas
mundanas dejó a la riqueza sin glamour, pero no la hizo desaparecer; de hecho,
reforzó sutilmente la idea de que la riqueza tenía una razón de ser: estaba
allí para usarla, para administrarla con eficacia y sensatez en beneficio de la
Iglesia.
Así, el “giro decisivo” – en la historia de la
Iglesia – no se produjo en el s. XI, en los pontificados de León IX (1049-1054)
y Gregorio VII (1073-1081) (Y. Congar), sino mucho antes. Ya, en el s. V, se
produjo el “giro determinante”. Porque el cambio, que lo modificó todo, no tuvo
su clave en el ejercicio del poder para el gobierno de la Iglesia. Ese cambio
estuvo en el desplazamiento del Evangelio a la Religión. Es decir, cuando lo
que define a un cristiano no es ya el “seguimiento” de Jesús, sino la
“observancia” de lo sagrado (templo, sacerdotes, rituales…). Todo esto, como es
lógico, representa tener un personal “profesionalizado”, unos edificios,
centros de estudio bien cualificados. Todo esto, además, dotado de un “poder
sagrado”, que conlleva y se traduce en una serie de poderes jurídicos,
sociopolíticos, económicos, doctrinales, etc., que necesitan mucho dinero,
mueven abundante riqueza y justifican manejar importantes capitales.
Las consecuencias, que todo esto ha motivado,
legitima y justifica son bien conocidas. La más importante, de esas
consecuencias, es que, si se aceptan estos cambios y se consideran intocables,
la Iglesia no tiene más remedio que vivir, en cosas muy fundamentales, en
contradicción con el Evangelio. Por supuesto, la Iglesia se esfuerza y trabaja
incesantemente por estudiar, comprender y explicar el Evangelio. Pero no puede
vivir en coherencia con él. Ni puede ser consecuente con lo que el Evangelio
enseña.
Concretamente, Jesús prohíbe a los apóstoles
llevar dinero para anunciar el Evangelio (Mt 10, 9-10 par). Jesús estaba
persuadido de que el dinero, no sólo no es necesario para hacer presente el
Evangelio. Además de eso, si Jesús prohibió a los apóstoles llevar dinero, eso
nos viene a decir que – a su juicio – el dinero es un impedimento para anunciar
su mensaje.
Por lo demás, en la sociedad de todos los
tiempos y más aún en la cultura en que vivimos, tener y manejar dinero es un
condicionante que lleva consigo estar de acuerdo con los poderosos y
adinerados, con el gran capital y con los medios, instituciones y
procedimientos que utilizan los ricos y acaudalados para mantener y acrecentar
su riqueza. Si la Iglesia es una institución rica y prepotente, ¿cómo va a
tener libertad para decir a los ricos y prepotentes lo que les tendría que
decir?
Y quede claro que aquí no vale el argumento de
la caridad y la limosna, que la Iglesia practica en abundancia y con notable
generosidad. Pero no olvidemos nunca que las desigualdades e injusticias, que
tanto abundan, no se resuelven con limosnas, sino con la justicia y el derecho.
Vivir “de limosna” es una de las cosas más humillantes que hay en la vida. Lo
que necesitamos es un mundo más justo e igualitario.
Por todo esto, por lo que estoy diciendo, ¿cómo
nos va a sorprender o escandalizar el hecho de que la Iglesia se calle ante
tantos escándalos de corrupción como los que estamos viendo y soportando?
¿Quién puede exigir a los demás lo que él mismo no practica? ¿Por qué el actual
obispo de Roma, el papa Francisco, está teniendo las más fuertes resistencias,
no de parte de las masas populares, de los pobres, de las gentes marginales,
sino de los prepotentes de este mundo y, sobre todo, de una notable parte del
clero y de la Curia Romana?
Aceptemos, de una vez para siempre, que
mientras la Iglesia no se ponga a vivir el Evangelio, de forma que todo el
mundo lo vea y lo palpe, esta Iglesia nuestra tendrá buenas relaciones con los
poderes públicos y con los más poderosos de este mundo, pero por eso mismo
vivirá como una institución religiosa, que difícilmente podrá estar, en este
mundo, como lo que realmente tiene que ser, el “recuero peligroso” de Jesús.