Cristianismo,
iglesia y vida consagrada
STEFANO CARTABIA, Oblato,
stefanocartabiaomi@gmail.com
URUGUAY
(Imágenes añadidas por blog
www.todo-uno.org)
ECLESALIA, 09/02/18.- Aunque el título
del presente artículo hace referencia a tres grandes temas: cristianismo,
iglesia y vida consagrada, lo central de mi aporte va en la dirección de la
vida “religiosa” (prefiero, y ya veremos por qué, llamarla “consagrada”).
Tocaré de rebote “cristianismo” e “iglesia”,
convencido que la crisis de la
vida consagrada es mucho más amplia y profunda de lo que suponemos y que hunde
sus raíces en la comprensión misma de la fe cristiana y de la manera de ser
iglesia. Centro mi reflexión en la vida consagrada porque me parece un buen termómetro
para evaluar el estado de salud del cristianismo y porque no me encuentro – tal
vez es mi ignorancia – con aportes y reflexiones que logren aplicar a la vida
consagrada la evolución de la conciencia que, desde muchos campos del saber,
apremia para salir a luz.
El mío es un aporte y una reflexión que
surgen de una experiencia, de tiempos de silencio, estudio, oración. Es una
reflexión tal vez osada en muchos de sus aspectos. Pero creo necesaria. Una
reflexión que, como todo, está abierta a correcciones y modificaciones. Una
reflexión que pide al lector lo que sería bueno pedir en cualquier relación
humana: una escucha libre de prejuicios. Sé que es difícil, pero confío
plenamente en quien me lee. Gracias desde ya por este esfuerzo.
Por “vida religiosa” se entiende una
forma de vida adentro de la iglesia católica que hace referencia a algún tipo
de consagración: en una orden, una congregación, un instituto secular, una
elección también personal. Teológicamente encuentra motivo de ser en la vida de
Jesús de Nazaret. La “vida religiosa” sería un estilo de vida al “estilo de
Jesús”: vivir las opciones del Maestro. Opciones que se concretizan y resumen
en los tres votos: pobreza, castidad, obediencia (hay congregaciones que añaden
un cuarto voto, dependiendo del carisma). Históricamente la “vida religiosa”
nace con los primeros monjes del desierto en los primeros siglos del
cristianismo.
La “vida religiosa” a mi parecer está
en crisis –y no solo por la famosa falta de vocaciones– y necesita una profunda
relectura, aggiornamento y reinterpretación. A comenzar por el nombre. Vida
religiosa se conecta etimológicamente a religión. Y más allá que el significado
etimológico del latín expresa simplemente la idea neutra de una conexión
(religare, “unir fuertemente”, aunque hay otras interpretaciones de la
etimología de religión) con la divinidad, históricamente se entendió y entiende
casi exclusivamente como una serie de ritos y conductas morales con las cuales
el ser humano se propicia la divinidad. La Real Academia Española se hace eco
de esta visión y en su definición de “religión” se lee:
“Conjunto de creencias o dogmas acerca
de la divinidad, de sentimientos de
veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta
individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el
sacrificio para darle culto.”Esta idea tan fuertemente marcada en la
espiritualidad del cristiano común, poco o nada tiene que ver con el Dios de
Jesucristo y el evangelio.
Además la gran mayoría de los
cristianos de nuestras parroquias están lejos de entender cabalmente que
significa la expresión “vida religiosa”. Y muchos siguen sin entender después
de las pertinentes explicaciones. Hemos complicado lo sencillo, como a menudo
sucede.
Tal vez podríamos hablar de “vida
consagrada” que expresa más claramente un estilo de vida y tiene un eco
evangélico más genuino. “Consagración” sugiere pertenencia, amor, exclusividad,
fidelidad.
Más allá del nombre intentamos
comprender los motivos de la crisis y damos unas pautas para su renovación a
partir de su reinterpretación. Esta reinterpretación que llevaría a una
renovación, parte de una visión. La llamaremos “visión mística”.
La evolución de la conciencia de la
humanidad es imparable y nos conduce a otro modo de ver. Ver y comprender van
de la mano. Viendo la realidad de otra manera, la comprendemos también de otra
manera y, por ende, nos lleva a vivir de otra manera.
Todas estas consideraciones valen
también en su conjunto para toda la vida de la iglesia y el cristianismo en
general. Cada cual las podrá traer a su propia realidad y sensibilidad.
1
.-La comunidad: Uno de los ejes de toda forma de vida consagrada es el
aspecto comunitario.
También las formas de vida más eremíticas tienen alguna
forma de vida común. Vida común que encuentra su raíz y su motivo de ser en el
evangelio y en la experiencia comunitaria de Jesús, a nivel humano con sus
discípulos y a nivel divino con la Trinidad.
Más allá de tantas experiencias
positivas la vida comunitaria necesita un salto de calidad y una
profundización. Y esto no solo pensando en la vida consagrada, sino también en
la institución iglesia en su conjunto. Hablamos de las parroquias como espacios
comunitarios e intentamos que la iglesia en todos sus aspectos sea escuela de
comunidad y comunión. En realidad a mi parecer hay muy poco de auténticamente
comunitario.
¿Dónde está el problema o, mejor dicho,
el desafío?
· En primer lugar en el hecho que damos por supuesta la
comunidad y la damos por supuesta por nuestra asombrosa superficialidad.
Creemos que por el hecho de vivir bajo un mismo techo o de participar de la
misma Eucaristía la vivencia comunitaria está servida. Creencias: eso son. Y
las creencias son mentales, no reflejan lo real.
· En segundo lugar por nuestra tendencia a universalizar y
espiritualizar la fe. Nos falta encarnación. “La comunidad” no existe. Existen
personas concretas con sus heridas y fragilidades, su historia y sus proyectos.
Desde la autoridad se intenta muchas veces imponer estilos de vida comunitaria
sin considerar seriamente lo primero y fundamental: la persona concreta con su
historia, heridas, deseos, dones, anhelos.
· Moral heterónoma. Todavía estamos anclados a una moral
heterónoma: acatamos órdenes y
reglas externas sin sentirlas y vivirlas desde
dentro. Una moral heterónoma es aceptable en determinadas etapas de la vida y
del camino espiritual. Vivir siempre a partir de una moral heterónoma es quedar
niños, en el sentido peyorativo de la palabra: inmaduros, dependientes,
irresponsables. La iglesia todavía sufre de una moral heterónoma infantil y
castrante (perdón el término) y así la vida consagrada.
·
Se tratan a los cristianos y a los consagrados como niños
impidiéndoles crecer y desarrollarse. La conversión está en crecer en
autonomía. El camino místico (nuestro ver de otra manera) lleva directo a esto.
El silencio contemplativo es el autopista para esto. Hasta que una norma moral
– cualquier sea – no es sentida y experimentada como vinculante desde dentro,
desde el interior, seremos niños y sufriremos las consecuencia de esta
inmadurez. Una real experiencia de Dios – los testigos y maestros espirituales
son numerosos – lleva a la libertad y la autonomía. Libertad y autonomía que no
se oponen a la comunión. Al revés: solo desde la libertad y la autonomía es
posible una verdadera comunión. Olvidamos a menudo la contundente pregunta del
maestro: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57). Y
siempre Lucas nos presenta el caso de alguien que pide al Maestro de intervenir
en un conflicto familiar sobre una herencia y también acá la respuesta es
tajante: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?” (Lc
12, 14). Jesús y el evangelio son caminos de liberación y autonomía. Jesús
invita constantemente a descubrir nuestra propia luz, a descubrir el manantial
de agua viva que todos somos y tenemos: “De su seno brotarán manantiales de
agua viva” (Jn 7, 38). El evangelio nos revela a cada paso a un Dios –padre,
madre, amigo, esposo…no hay que anclarse a una solo imagen– que engendra hijos,
engendra libertades y co-creadores. A cierta porción de la iglesia cuesta y
costó esta visión ya que vería mermada su autoridad y su poder.
·
Educar a la comunión y a la comunidad es educar a la
soledad. El gran psicoanalista y hombre espiritual Erich Fromm ya lo había
afirmado: la base de la solidaridad se halla en la capacidad que uno tenga para
saber caminar en soledad.
·
La verdadera comunión nace del silencio y la soledad, porque
solo en la soledad silenciosa el
ser humano se encuentra consigo mismo y puede
purificar su psiquismo de todas las heridas afectivas que entran poderosamente
en juego en las relaciones que edifican o no edifican la comunión. Los intentos
de comunión que no nacen de la soledad personal muchas veces fracasan porque
son frutos de un ingenuo voluntarismo y de una búsqueda casi siempre
inconsciente de satisfacer necesidades afectivas ocultas. Solo la soledad lleva
a ser más consciente de estos mecanismos psíquicos y obviamente solo el
reconocer/ver puede activar un camino de sanación. En realidad la tradición
cristiana siempre supo esta verdad, pero con el tiempo y la
institucionalización del cristianismo la soledad y el silencio se fueron
perdiendo entre los vericuetos de la doctrina, la moral y el culto. Todas las
tradiciones espirituales y místicas de la humanidad repiten esta gran verdad:
no hay verdadera comunión si no nace de una soledad individual asumida, amada,
vivida.
·
Por último dejo, en realidad, lo más importante, tal vez en
orden a la novedad que representa y a la conversión que nos pide. La comunidad
y la comunión no las construimos: las descubrimos antes que nada.
· Una vez descubiertas podemos también construir lo que cae
bajo nuestra responsabilidad. ¿Qué
significa eso? La realidad por sí misma es
ya comunión perfecta: todo tiene que ver con todo, todo está relacionado, todos
dependemos de todos y de todo, todo vive y respira al mismo tiempo. No partir
de esta consciencia nos lleva a caer en las trampas del ego: el “yo” se apropia
de las acciones y se cree el inventor y el constructor de la comunidad. El ego
actúa siempre desde una dimensión superficial e ilusoria de nuestro ser,
dimensión que está fuertemente condicionada por lo emocional, por los deseos,
por las heridas afectivas. Esto significa que la edificación de la comunidad a
partir del ego siempre estará viciada y ralentizada por las heridas y los
limites afectivos y emocionales no resueltos que se manifestarán en realidades
bien conocidas: celos, envidias, enojos, individualismos, tristezas, criticas,
quejas. Con el peligro adjunto de que cuando las cosas marchan más o menos bien
“nos la creemos”: creemos ser los grandes artífices de la comunión cuando en
realidad es la Comunión que nos hace a nosotros. Entonces descubrir y hacer
experiencia personal y concreta de la comunión (y la comunidad) como un don que
nos precede, engendra y sostiene, es fundamental. Toda búsqueda y esfuerzo en
el camino espiritual tendría que apuntar a eso. La sabiduría oriental nos viene
en ayuda con el criterio paradójico de la “no-acción”. Un criterio también
evangélico pero difícil de comprender por nuestras mentes occidentales enfermas
de lógica, racionalismo y activismo. Es un criterio místico. Podríamos intentar
esta explicación para la mente occidental: la acción correcta surge por sí
sola, surge de un estado de quietud emocional. Cuando estamos en calma el ego
queda como dormido y nuestro verdadero ser en cambio, despierta.
·
Desde la calma la visión se aclara: empezamos a ver y
descubrir que la comunidad y la
comunión ya están y constituyen lo real. Cesa
toda crispación, todo esfuerzo inútil, todo sufrimiento inútil. Y la comunidad
simplemente se vive y se disfruta. Un versículo casi olvidado del evangelio de
Marcos nos habla del criterio de la “no-acción”: Mc 4, 26. La vida no necesita
de nuestro ego para fluir, crecer, fructificar. Basta reconocerla y alinearse
con ella. El místico sufí Rumi lo expresa así: “Tu tarea no es buscar el amor,
sino simplemente buscar y encontrar dentro de ti mismo todas las barreras que
hayas construido contra él.”
2.
Los votos
La vida consagrada tiene marcado su
propio estilo de vida por la profesión de los votos: pobreza, castidad,
obediencia. La teología y la espiritualidad de la vida consagrada afirman y
enseñan que este estilo de vida –pobre, casto y obediente– encuentra su razón
de ser en la vida del Maestro de Nazaret: Jesús vivió así y el consagrado sigue
su ejemplo. En realidad “los votos” indican dimensiones de un amor maduro y
verdadero que todos los cristianos están llamados a vivir, cada cual según su
estilo concreto de vida.
Es necesaria una relectura del
evangelio a-dogmática y desde una profunda libertad. Así como es necesaria una
relectura de la historia y la interpretación de los votos.
Muchas veces cierta propuesta de vida
consagrada y ciertas exigencias en la vivencia de los votos surgían más de un
deseo oculto de poder y de control de la iglesia que de un auténtico espíritu
evangélico.
La famosa “sombra” de jungiana memoria atañe
también a la institución iglesia y no solo a los individuos.
Además la lectura del evangelio y la
consiguiente aplicación e interpretación sobre los tres votos derivan
necesariamente del contexto cultural y eclesial en el que se vive.
Leemos el evangelio a partir de nuestra
limitada concepción de la realidad. En concreto: no podemos leer el evangelio e
interpretar los votos con las categorías y la manera de pensar de los primeros
siglos de la iglesia. En estos dos mil años de cristianismo la humanidad ha
evolucionado y, por poner un ejemplo, no podemos hoy en día leer el evangelio y
la vida consagrada como si el existencialismo, el psicoanálisis y la física
cuántica no hubieran existido. Nuestra concepción de lo que significa ser
persona humana hoy difiere bastante de lo que pensaban los primeros teólogos
cristianos deudores de la cultura griega.
Obviamente que hay dimensiones
constantes y estables por decir así. Y hay valores y aspectos rescatables. Pero
estas dimensiones que tienen que ver más que nada con el Ser, evolucionan y se
manifiestan de manera distinta según evoluciona la conciencia humana. Evolución
de la conciencia que Teilhard de Chardin había vislumbrado y propuesto en el
siglo pasado.
No tener en cuenta esta evolución es
quedarse atrapado en esquemas mentales y cerrar puertas para posibilitarnos y
posibilitar la experiencia plena de la vida. También, sobra decirlo, de la vida
consagrada. Tal vez radica aquí uno de los motivos de la crisis vocacional:
ciertas propuestas de vida consagrada y sacerdotal no responden más al llamado
del Ser en esta etapa evolutiva.
Nos cuesta comprenderlo porque la
manera de funcionar de nuestra mente y por ende de la racionalidad humana
procede por análisis y separación. No logra mantener unidos los opuestos y
armonizar lo aparentemente contradictorio. En este caso: estabilidad y mismidad
del Ser con evolución. Para nuestra mente si el Ser evoluciona cambia y si
notamos distinción no percibimos la mismidad.
En el fondo es el antiguo problema que
ocupó los filósofos medievales en disputas acaloradas: la unidad y la
multiplicidad, lo eterno y lo temporal.
La experiencia mística, confirmada hoy
en día por la ciencia y en especial por la física cuántica, nos sugiere “la
solución”: solo existe lo Uno que se manifiesta en infinitas formas. Traducido
“cristianamente”: solo existe Dios, el Amor eterno, que se manifiesta en todos
y en todo. Es clave entender el criterio de “manifestación” o “expresión”, que
no quita nada a nuestra concreta existencia y experiencia. Somos manifestación
de lo Uno. Somos lo mismo, pero distintos. Lo mismo en cuanto a la raíz –Dios–,
distintos en cuanto a la manifestación.
A partir de esta visión, ¿Cómo
comprender y reinterpretar los votos de la consagración en nuestro tiempo para
que sean realmente y eficazmente camino de plenitud y creatividad?
Sugiero unos caminos para cada voto.
Pobreza
A partir de este llamado del Ser en el
aquí y él ahora me parece que del evangelio se desprende una pobreza marcada
por cuatro ejes: belleza, sobriedad, compartir, desapego.
La pobreza evangélica no está marcada
por la ausencia de bienes, ni por una búsqueda de la pobreza por sí misma.
Jesús ama a los pobres y no la pobreza por sí misma. Es bueno recordarlo.
Cierta pobreza puede ser camino hacia Dios, otra pobreza puede impedir ese
mismo camino.
También sabemos que Jesús no pertenecía
a la clase social más pobre. Podríamos tal vez hablar de pobreza como medio y
no como fin. Pobres hay ya bastante en un mundo donde las posibilidades para
una vida digna para todos sobran.
Es necesario insistir en la marcada
diferencia entre pobreza y miseria: la pobreza puede ser – y a menudo es –
camino hacia Dios. La miseria en cambio impide este mismo camino porque vuelve
indigno al que, por esencia, es siempre digno: el ser humano.
La pobreza que hoy el mundo necesita
pasa por la belleza. “La belleza salvará al mundo” advirtió Dostoievsky.
Personas y lugares ordenados, limpios y bellos hablan de Dios mucho más que
tantas palabras. Hay tantos templos y conventos que en su fealdad asustan y
espantan. El cuidado de los ambientes, los lugares y las cosas tienen la
posibilidad de expresar y decir lo divino.
La sobriedad. La sobriedad es siempre
bella: reluce lo necesario y crea espacio. Nuestro mundo
necesita una pobreza
que sea sobriedad. Una parte del mundo desperdicia y la otra necesita. La
sobriedad invita al buen uso de las cosas, a valorar, a la dignidad.
El compartir. En un Universo
maravilloso, donde fluye vida en abundancia hay recursos y vida para todos. El
aprendizaje del compartir es clave y es tal vez la forma más humanizante de
vivir la pobreza evangélica. El compartir hace crecer a todos: al donante y al
que recibe. Genera solidaridad, un ir y venir del amor. El compartir se puede
alimentar desde una visión integral de la realidad, donde nos damos cuenta que
todo es un regalo y que nada es propiedad. El compartir surge de la experiencia
de la fragilidad y la impermanencia de las cosas: todo pasa. Somos simples
administradores en vista de experimentar la vida en plenitud.
Muchas veces en la iglesia y en la vida
consagrada se vive una caridad que en el fondo no es caridad.
El amor
evangélico se transforma en asistencialismo y limosna. No se apunta al
crecimiento de la persona, sino a tranquilizar la conciencia de aquel que tiene
más y puede dar.
La caridad auténtica y humanizante de
la cual el evangelio es testigo iluminado es compasión: “el otro soy yo”. El
amor surge de la visión (comprensión) de la unidad. Las páginas evangélicas en
este sentido son numerosas. Recuerdo solo el capitulo 25 de Mateo.
El desapego
es verdadera pobreza. En este aspecto podemos aprender mucho de las tradiciones
orientales, especialmente del budismo zen. Aprender a vivir desde el desapego
es ser verdaderamente pobres y vivir la pobreza como un valor, no como un fin o
una imposición. El desapego nos enseña que todo es pasajero, todo fluye, todo
se transforma. El desapego más radical no es tanto de los bienes materiales,
sino de nuestro mundo afectivo, emocional y racional. El desapego conduce a una
profunda libertad. Libertad para amar que en el fondo es el camino de la vida
consagrada. Recibo como un regalo lo que viene y dejo ir lo que se va: esta es
la sabiduría del desapego que noUna última consideración. Desde Suramérica la
teología de la liberación trabajó mucho el tema de los pobres y la iglesia
entera hizo suya la famosa “opción preferencial por los pobres”.
Dos acotaciones:
1
Desde la “opción preferencial por los pobres” parecería que
la pobreza es siempre un anti-valor y siempre negativa. Hemos visto que no es
así. Lo que es anti-valor e indigno es la miseria. La pobreza puede ser un
medio para crecer, aprender, experimentar la riqueza infinita del Amor. Si no
fuera así, el mismo voto de pobreza, no tendría ningún sentido y desembocaría
en un masoquismo patológico.
2
Históricamente la “opción preferencial por los pobres” se
desvió muchas veces en “opción contra los ricos”. Por eso creo también que el
entusiasmo inicial se fue lentamente apagando. El evangelio –aunque denuncie
proféticamente las injusticias y los abusos de todo tipo– no está en contra de
nadie. Siempre está a favor de la vida, siempre a favor del ser humano. Todos
los sabios de la humanidad son testigos de esto, con sus palabras y sus vidas.
Lo que a menudo denuncian es una manera indigna e infeliz de vivir que causa
sufrimiento inútil para muchos.
Castidad
¿Cómo comprender la castidad desde esta
nueva visión y desde esta lectura actual de los evangelios?
Vida consagrada más abierta y
compartidas hace verdaderamente ricos y capaces de amar.
La vida consagrada tendría que abrirse
a nuevas formas comunitarias. Comunidades de solos varones o solas mujeres sin
un contacto cotidiano, profundo y real con las familias y los laicos en general
ya no responden al llamado evangélico. Hay que fomentar formas nuevas de vida
comunitaria, donde se pueda vivir juntos y acompañarse recíprocamente
respetando los matices propios. Para las comunidades masculinas nos
preguntamos: ¿Cómo se puede dar una vida de consagración sin compartir codo a
codo con las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, las familias? La
misma pregunta se puede hacer en la vertiente femenina de la vida consagrada.
Recuperar una visión positiva e
integral de la sexualidad.
El voto de castidad era/es propuesto
desde una visión –a menudo inconsciente– negativa de lo sexual. Parece acertado
afirmar que también la doctrina del pecado original surja de la visión negativa
de la sexualidad de San Agustín. Recuperar 1500 años de visión parcial y
negativa requiere paciencia y apertura, pero es una labor imprescindible para
el futuro de la vida consagrada.
Una visión integral de la sexualidad
exige salir de la genitalidad. Parecería que la vivencia de la castidad se
concentra en el no-uso de la genitalidad, dejando de lado todo el mundo
afectivo y emocional que reviste una enorme importancia en la comprensión y
vivencia de lo sexual. En estos últimos decenios se dieron importantes pasos.
¿No se podría centrar el voto de
castidad en la educación al amor? Centrado en esto todas nuestras
preocupaciones y miedos se desvanecerían. Propios del camino educativo son los
procesos y las equivocaciones. Todos los pedagogos lo saben: se aprende por
ensayo y error. Se conoce por ensayo y error. Se crece por ensayo y error.
En este sentido algunas experiencias
afectivas y hasta de utilizo de la genitalidad, lejos de ser “pecado” se
transforman en necesarias experiencias de crecimiento y comprensión.
Es sumamente necesario en la vida
consagrada y especialmente en la primera formación, un conocimiento serio y
profundo de la “manera de funcionar” del ser humano: cuerpo, psique, espíritu.
La máxima escolástica que “la gracia
supone la naturaleza” la sabemos de memoria pero estamos lejos de aplicarla
fehacientemente.
En la formación invertimos mucho más
tiempos y recursos para “la gracia” que para la “naturaleza”, cuando tendría
que ser al revés. La exquisita parábola del sembrador nos lo recuerda: en un
terreno fértil la semilla brota.
Nuestra humanidad sana permite que el
evangelio y la vida consagrada arraiguen y den fruto. En una humanidad sana y
reconciliada el evangelio “prende” sin duda y fructifica. Obviamente es el
compromiso de toda una vida, día tras día. Jesús de Nazaret es justamente, para
los cristianos y los consagrados, el “hombre nuevo”: humanidad plena y
reconciliada. “Tan humano solo Dios”, recuerda Leonardo Boff. Descubriremos así
y experimentaremos una belleza nunca vista: la profunda unidad de humanidad y
divinidad. Cuantos más humanos, más divinos. Lo “divino” viene solo… si
trabajamos lo “humano”.
Obediencia
El voto de obediencia necesita también
una profunda revisión y recomprensión. Detrás de ciertas propuestas de
obediencia se ocultaba y oculta el deseo de control y de poder que –por
supuesto– afecta a la iglesia también. Con todas las “excusas” teológicas
correspondientes y con todas las buenas intenciones transformamos el voto de
obediencia en una forma de mantener el control, impedir el crecimiento de los
demás y truncar posibilidades de creatividad y novedad. En estos últimos
decenios dimos pasos a través de la llamada “obediencia dialogada”: sin duda el
dialogo es positivo y, por lo menos, permite expresarnos. Pero la raíz no está
ahí.
Estoy convencido que muchas de las
decepciones en la vida consagrada se deben a una mala comprensión y vivencia de
la obediencia. Sin dudas en muchos casos lo que prima, en las crisis, es la
dimensión afectiva (que tratamos hablando del voto de castidad) pero estoy
inclinado a pensar que
más peso tiene una obediencia mal entendida, una
obediencia que en muchos casos no permitió al consagrado/a “ser él mismo”, ser
fiel a su don y llamado especifico.
En el fondo el desafío radica en
comprender lo que es (o lo que entendemos por) la “Voluntad de Dios”.
También en este caso es necesario un
trabajo de purificación. Hemos aplicado a Dios – Misterio sin nombre (“Tenemos
que aprender que no damos a Dios ningún nombre, de tal modo que creyéramos haberle
alabado y honrado como es preciso; pues Dios está por encima de todos los
nombres y es inefable”, Maestro Eckhart)– nuestra experiencia humana de
“voluntad”. Típico e inconsciente error del antropomorfismo. Aplicar a lo
trascendente sin más nuestra categorías humanas y peor, absolutizarlas, nos
lleva afuera del camino.
Entendiendo antropomórficamente la
voluntad de Dios cargamos a los que tenían alguna autoridad (obispos,
sacerdotes, superiores y superioras, abades y abadesas, etc…) de un peso inútil
e insostenible y también a los desafortunados “súbditos” del inhumano
compromiso de sacrificar los más genuinos anhelos por una supuesta “voluntad de
Dios” que nos trasmitía la correspondiente autoridad.
Toda esta reflexión no quiere en
absoluto desmerecer toda la historia del cristianismo y la vida religiosa que
también a través de una obediencia así entendida dio frutos de santidad. El
Misterio es siempre más grande que nosotros.
Sin duda fue parte de su época y del
estado de conciencia de la humanidad y del cristianismo.
Pero hoy estamos llamados a salir de
una manera todavía infantil de vivir lo trascendente y, para los llamados, la
vida consagrada.
El camino en este caso apunta a cuatro
grandes dimensiones:
·
Comprender en un sentido nuevo y más profundo la “Voluntad
de Dios”.
·
Recuperar el sentido genuino y humano de la mediación.
·
Educar al camino interior de escucha y fidelidad a lo
mejor de uno.Ir cambiando el lenguaje.
1) La Voluntad de Dios.
Es esencial comprender ese tema porque
es una de las raíces de la vida de la iglesia y la vida consagrada. La visión
mística de la realidad que acompaña este salto evolutivo de la conciencia
humana invita a ver de manera distinta y, por ende, comprender de manera
distinta, como ya hemos subrayado.
Ya no podemos entender la “Voluntad de
Dios” como algo que viene desde el exterior y, menos, como reglas impuestas
desde quien sabe cual autoridad. En el desarrollo psicológico del niño esta
etapa corresponde a los primeros años de vida, años en el cual el niño necesita
reglas impuestas para comenzar a orientarse en la vida. Lo mismo podemos decir,
por ejemplo, de los “diez mandamientos”: corresponden a una etapa infantil de
la conciencia humana. Todavía, en muchos casos, la iglesia y los cristianos
hemos quedado anclados y estancados en esta etapa heterónoma e infantil.
La visión mística nos insta a ver de
manera distinta: la “Voluntad de Dios” corresponde a la realidad. Dios es y lo
que es se expresa en lo que ocurre. La realidad – lo que está aconteciendo en
este momento, adentro y afuera de cada uno – es, en sentido estricto y también
misterioso si queremos, “Voluntad de Dios”.
Es la visión de los místicos de todos
los tiempos y todas las tradiciones: Dios, lo único real, se manifiesta y
expresa en la realidad. Por ende, la realidad aquí y ahora, me revela un Dios
que acontece.
Visión maravillosa y asombrosa, por
cierto. Visión que cuestiona nuestro continuo juzgar la realidad, creyendo
soberbiamente saber lo que está bien y lo que está mal. La visión mística, en
cambio, parte de la aceptación amorosa y agradecida de lo real.
Sin duda esta visión mística socava la
visión racional-mítica de la “Voluntad de Dios” entendida antropomórficamente:
los deseos de un Ente Omnipotente (que no se sabe a dónde está) externo y
separado de la realidad.
Todo esto puede asustar y, de hecho,
asusta. Siglos de historia y de manera de ver echaron raíces y generaron en
muchos casos, enquistamientos y miedos. En todo esto juega también la necesidad
psicológica de seguridad. Enfrentarse a lo nuevo y a cambios radicales siempre
es un desafío para nuestra psique necesitada de seguridades. Desde acá se
entienden muchos miedos y algún que otro regreso en sectores de la iglesia a
ciertas posturas conservadoras y exteriores que dan la impresión de seguridad y
certezas.
Cuenta una antigua leyenda:
“Érase una pequeña ciudad donde todo el
mundo era feliz. Todos hacían lo que querían y se entendían bien entre sí, a
excepción del alcalde, que vivía triste porque no tenía nada que gobernar. La
cárcel estaba vacía, el tribunal no se utilizaba nunca y el trabajo de notario
no proporcionaba ningún beneficio porque la palabra valía más que el papel.
“Aquí falta autoridad”, pensaba el
alcalde. E intentaba de todas las formas posibles que la gente obedeciese leyes
absurdas creadas por el Gobierno central. Mas nadie le hacía caso.
Hasta que el alcalde tuvo una idea.
Mandó venir de muy lejos a operarios para que cerraran con una cerca el centro
de la plaza principal de la pequeña ciudad, y se pusieran a construir. Durante
una semana se oyeron martillos golpeando, sierras cortando madera, las voces de
los capataces dando órdenes.
Una tarde, el alcalde invitó a todos
los habitantes de la ciudad a la inauguración. Con gran
solemnidad, se retiró
la cerca y apareció… una horca. Nuevecita, con la soga oscilando al viento, y
el mecanismo de la trampilla bien engrasado.
A partir de aquel momento, todo el
mundo que pasaba por la plaza veía la horca. La gente se fue volviendo cada vez
más triste, sin saber lo que se esperaba de ella.
Empezaron a preguntarse qué hacía allí
aquella horca, y, por el miedo que les producía, pasaron a dirigirse a la
justicia para resolver cualquier asunto que surgía y que antes se resolvía de
común acuerdo.
Empezaron a ir al notario para
registrar documentos que hasta entonces habían sido sustituidos por la palabra.
Y también empezaron a hacer caso en todo al alcalde, por miedo a violar la ley.
La leyenda termina contando que nunca
se utilizó la horca. Pero bastó su presencia para que todo cambiara.
Muchas veces la historia de la iglesia
y del cristianismo es la historia de miedos no resueltos e impuestos. La
liberación es posible, lo sabemos. El evangelio es, esencialmente, un mensaje y
un camino de auténtica libertad.
La evolución de la conciencia sigue
imparable y no alinearse con la vida lleva a estancarse, secarse, morir.
Esta visión más profunda y esencial nos
hace reinterpretar “lo viejo”, dejando algunas cosas y recuperando otras. No
todo se tira, no todo se salva.
La revelación bíblica se cierra justamente
con estas palabras: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap
Dios es siempre nuevo, fresco, vivo:
como la vida. La filosofía y teología occidental con su categoría estática del
ser no supieron mantener unidas la eternidad/estabilidad del Ser con la
continua novedad de su manifestación y expresión histórica. Solo la visión
mística logra esta comunión fecunda. Al final volveremos sobre este tema
esencial.
2) La mediación.
¿Cómo reinterpretar la mediación que
tanta importancia tuvo y tiene en la vida de la iglesia?
La visión mística descubre la profunda
unidad de lo real. En cuanto a las relaciones humanas esta verdad la podemos
resumir en el axioma ya visto: “El otro soy yo”. No es expresión poética o
romántica, sino la experiencia más profunda de lo real que todos los místicos
atestiguan y defienden.
A partir de ahí, la mediación se vuelve
espejo, puede volverse espejo, cuando hay transparencia.
El otro –cualquier que tenga autoridad
y cualquier otro también– no me revela como por arte de magia “la Voluntad de
Dios”, sino me hace de espejo para que mi mirada se haga más libre, más
profunda, más auténtica.
En una relación de confianza y
transparencia la persona se comprende mejor a sí misma y puede caminar más
fácil y serenamente aportando al mundo lo mejor de sí.
Purificada la mirada, todo se vuelve
mediación: cada detalle, cada encuentro, cada flor. Se crea una sintonía con la
realidad y la realidad se vuelve transparencia de Dios.
La autoridad entonces se verá centrada
en un nivel de coordinación que siempre necesitamos en esta dimensión histórica
y concreta.
La autoridad coordina, anima, resuelve
los detalles concretos de la vida y la convivencia, sin darles el peso
psicológico de tener que revelar una voluntad de Dios que siempre tenemos al alcance
de la mano: aquí y ahora en lo que es y ocurre.
3) Escucha y fidelidad.
El camino de plenitud pasa por la
fidelidad a lo mejor de uno, por descubrirse en el don único que cada uno es.
Este es otro de los legados de los místicos y del cambio de paradigma actual.
La plenitud –y la correspondiente posibilidad de experimentarla ya desde ahora–
no se encuentra en un hipotético futuro, sino en el corazón mismo de lo real.
Cada ser humano también, en cuanto expresión única y original del Ser/Dios,
tiene en su más profunda intimidad el acceso original a esta plenitud. El
camino espiritual va de la mano con el psicológico: hay que atravesar de
nuestra psique (heridas, miedos, soledad) para descubrir el tesoro.
“La cueva a la que te da miedo entrar
contiene el tesoro que buscas” (Joseph Campbell).
Tesoro eterno e inagotable, expresión
de lo divino en cada uno, lugar inmaculado y de profunda paz.
Este tesoro y este lugar son expresión
del mismo Ser en cada uno, la manera única y original en la cual la divinidad se
manifiesta y expresa. Ser fiel a este don único es el camino hacia la plenitud,
ya en esta tierra. Para descubrir ese don único, que también es el aporte único
que puedo ofrecer al mundo y a la iglesia, debo escucharme. Aprender a
escucharse y a ser fiel a esta voz única y exquisita de la conciencia. No hay
otro camino.
En esta voz única podemos ver sin duda
“la voluntad de Dios”. Entonces se nos confirma otra vez la gran verdad de la
visión mística: la voluntad de Dios no me viene desde afuera sino que surge,
potente y delicada, desde adentro. Surge de una escucha y una fidelidad. En
sentido estricto, nadie desde afuera me puede revelar lo que solo late adentro.
Desde afuera me pueden ayudar una escucha atenta que me lleve a escucharme.
Desde afuera ayuda la actitud de espejo y transparencia que invitan a confiar
en uno mismo y emprender el arduo viaje hacia lo profundo.
Pero solo en las profundidades de la
conciencia personal se esconde la llave que abre el cofre de la plenitud,
expresión del único Amor que se expresa y revela de manera distinta en cada ser
humano y en cada cosa.
Una última y breve reflexión.
La ansiedad por vivir una iglesia
comunión –especialmente después del Concilio Vaticano II y algunos aportes
carismáticos– ha llevado a “comunionismo” que tenía que frenar la tendencia los
infiernos al individualismo. Todos los
-ismos, lo sabemos bien, no responden a la verdad y bondad de lo real. Porque
los –ismos fragmentan y absolutizan lo que, por naturaleza, es uno.
Hay que recuperar entonces una sana
individualidad. Sin individuos sanos no hay comunión y una sana comunión lleva
a edificar individuos sanos.
4) El lenguaje
El lenguaje humano es también
paradójico. Dice y no dice. Esconde y revela. Depende. Depende del
contexto y
de cómo se use. El cristianismo es “religión” del libro, de la palabra. Pero
abusamos de las palabras, escondiendo La Palabra. Nuestras palabras -banales y
superficiales en muchos casos– en lugar de revelar la Palabra, la ocultaron.
Así el lenguaje. Por un lado es
importante, porque es típico humano y nos permite comunicarnos, expresarnos y
revelarnos al otro. Y el amor tiende, por su propia naturaleza, a expresarse y
revelarse.
Por el otro el lenguaje dificulta y
obstaculiza. Porque el lenguaje siempre nace de una mente y la mente es
limitada y condicionada, herida y distorsionada.
Solo el silencio es verdaderamente
autentico. Por eso que las palabras y el lenguaje verdaderos nacen del
silencio.
La visión mística que estamos
proponiendo nos invita a revisar nuestro lenguaje y nuestras palabras.
Porque la palabra es también poderosa y
afecta a la manera de ver la vida y, por ende, de vivirla.
Pongamos el caso del término “superior/superiora”
que se usa a menudo en la vida consagrada para identificar al o la responsable
de una comunidad.
Es una palabra absolutamente
anti-evangélica. Surge espontanea la pregunta de cómo entró tan fuertemente en
la vida consagrada.
El uso del término generó cierto estilo
de vida y cierta manera de comprender la vida consagrada.
Sin duda es un término que es urgente
cambiar, por ejemplo con la palabra “coordinador” o “responsable” que, sin
duda, son más respetuosas del espíritu del evangelio.
Y también es útil tener presente la
dimensión paradójica de lenguaje y no absolutizar lo que es un
simple indicador
de una verdad inefable e inexpresable: las palabras y el lenguaje apuntan al
Misterio –como el dedo a la luna– pero no lo definen y menos, lo agotan.
Esta revisión del lenguaje tiene un
vasto campo de aplicación, empezando por la dimensión litúrgica de la iglesia y
siguiendo por todo lo relacional a nivel institucional, de grupos, parroquias,
comunidades.
Termino subrayando dos ejes que considero
fundamentales y que tal vez hubiera sido oportuno que abrieran mi compartir. Si
los dejo para el final es porque –después de lo dicho– pueden ser mejor
comprendidos, pueden iluminar desde otro ángulo lo expuesto y devolver algo de
la paz a las mentes que más se sintieron sacudidas.
Del “hacer” al “ser”
En síntesis podría expresarse así el
sentido más hondo de la renovación de la vida consagrada, de la iglesia y del
cristianismo en general.
La visión mística es justamente la
visión que apunta al Ser, a lo permanente que se manifiesta en lo impermanente,
a lo invisible que se revela en lo visible (1 Cor 7, 29-31). Desde siempre y en
todas las tradiciones espirituales la dimensión contemplativa es la vivencia
que prioriza el ser, lo ya dado, lo presente aquí y ahora.
En la iglesia y en el cristianismo en
general hemos ido perdiendo esta dimensión y nos hemos enquistado en un
activismo enfermizo, obviamente revistiéndolo de “excusas” evangélicas: el amor
al prójimo, la solidaridad, los pobres, las injusticias, lo social, etcétera.
Hablo de “excusas” porque a menudo detrás de todo nuestro activismo se esconde
un niño herido que no se siente amado y quiere “tapar” su vacío “haciendo”.
Este activismo enfermizo nos hace perder el eje del evangelio: la gratuidad. Eje
no solo cristiano, sino de todas las religiones. Calmada nuestra ansiedad y
devuelta la acción a su sereno y justo cauce nos percatamos que el amor está
plenamente presente en el universo y que, simple y maravillosamente, basta
reconocerlo.
Reconocido el amor, la acción se genera
por si mí misma y es más sabia, más fructífera, más amorosa aún.
Esta es la paradoja. Cuanto más
anclados al Ser, a la gratuidad siempre presente y operante, más nuestro actuar
se vuelve fecundo y acorde a una armonía ya presente. Es como la nota correcta,
el acorde perfecto que entra al momento justo en la sinfonía. Y el ahorro de
energía es enorme. Porque cuando actuamos sin esta prioridad del ser, nuestro
actuar se reviste del ego y de sus motivaciones más o menos ocultas. Actuamos
con ansiedad, de manera desarmónica y a menudo entrando en conflicto con quien
piensa y actúa distinto. Desde este actuar que no surge prioritariamente del
Ser, se entienden los incomprensibles y absurdos conflictos, celos, envidias,
que se viven en el seno mismo de la iglesia a distintos niveles: en los
presbiterios, entre obispos y sacerdotes, entre congregaciones religiosas,
entre y en las comunidades religiosas y las parroquias.
Volver al Ser requiere y supone, como
toda experiencia humana, unas prácticas concretas. Las
nombro sin entrar por
ahora en detalles:
Experiencia del silencio. Al Ser/Dios y
a nuestro ser esencial (único y original) nos conectamos solo a través del
silencio. Por eso es fundamental callar la mente inquieta. La mente inquieta
cae en las trampas del ego y del activismo.
·
Hacer menos. Reducir las actividades es esencial. Organizar
sabiamente el tiempo, renunciando a cosas inútiles o hasta dañinas, como por
ejemplo, la televisión.
·
Ralentizar los ritmos de vida. Volver a ritmos más humanos y
humanizantes. Volver a latir con la naturaleza.
·
Más calidad y menos cantidad. Discernir nuestro hacer.
Apuntar siempre a la calidad de nuestro hacer y no a la cantidad.
Dejarse sorprender
La sorpresa es algo esencial en la
Vida. Dios es pura sorpresa. Hemos perdido la capacidad de asombro y de
sorprendernos. Los poetas, guardianes del ser, siempre lo supieron. Por eso
Goethe puede decir: “Asombro: lo más elevado a que puede llegar el hombre”.
Lo más elevado y la vez, permítanme
decirlo, lo básico, lo esencial. Siempre lo más elevado es –simultáneamente– lo
más necesario.
En realidad la Vida es siempre pura
sorpresa: no sabemos lo que pasará en el próximo instante. Solo nuestra mente
herida y disfuncional (que puede llegar a funcionar bien, ese es su estado
original) quiere controlarlo todo y saber todo de antemano.
Así hemos construido nuestras aburridas
sociedades occidentales, donde los jóvenes solo saben divertirse cuando el
alcohol los ilusiona de salir de su rutina habitual.
Así hemos construido todo el mecanismo
educativo y pedagógico: escuelas, liceos, universidades. Una educación que
repite y repite concepto mentales y cosas viejas. Una educación cerrada a la
novedad, al impulso vital, al fuego de la vida y del instante.
Así hemos ido construyendo (¿o
destruyendo?) el cristianismo y la iglesia.
Los dogmas y los catecismos te lo dicen
ya todo. Hemos encerrado y embretado al Dios viviente en estantes polvorosos.
Nuestras liturgias no dejan espacio para el asombro y la novedad: todo
calculado, todo preestablecido, todo fijo.
Nuestras comunidades religiosas y
nuestras parroquias tienen ya sus esquemas, sus reglas, sus planes. Quién se
atreve a salirse un poco es mirado con recelo y preocupación. Hay poco espacio
para que entre una viento fresco.
(Obviamente son consideraciones
generales. Hay muchos y hermosos signos de novedad y frescura. Hay gente que se
atreve y propone experiencias nuevas).
El Dios de la Biblia no es así El
evangelio no es así. El Dios bíblico y el Jesús evangélico son pura vida, pura
novedad, pura apertura.
El evangelio justamente nos enseña a
vivir al filo del instante y de la novedad, al compás de la creación continua
de un Dios amante que es vida plena.
Dejarse sorprender entonces es el
camino. El camino para volver a enamorarnos del cristianismo, de la iglesia, de
la vida consagrada. Volver al asombro de cada día, cada amanecer, cada rostro.
Romper esquemas y estructuras caducas para que la vida florezca, para dejarle
espacio a este Dios que es calma y fuego y que se expresa maravillosamente
cuando le dejamos.
El cristianismo, la iglesia y la vida
consagrada están llamados urgentemente a entrar en esta visión mística, como
toda la humanidad del resto. Es nuestro ulterior paso evolutivo, para
experimentar Vida y Vida en abundancia (Jn 10, 10).
No querer entrar en esta visión llevará
a varias “muertes”, tan vez evitables o innecesarias. Muerte y Vida son la
danza festiva del Ser que en ellas se expresa.
Así que, en sentido estricto, la muerte
no es un “problema”: es parte de la vida misma.
Entrar en la visión mística nos
ayudaría a evitar sufrimientos inútiles y vivir las necesarias muertes ya desde
el lado luminoso: el de la resurrección y de la luz