DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación
EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA
por Miguel Payá Andrés
1. ¿DÓNDE CELEBRAMOS LA EUCARISTÍA?
La Eucaristía se celebra siempre en un lugar, pero no necesariamente en un
lugar determinado o «sagrado»: «El culto "en espíritu y verdad" de la
Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha
sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un
mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las "piedras vivas",
reunidas para "la edificación de un edificio espiritual" (1 Pe 2,45)»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1179). Por eso celebramos la Eucaristía en
lugares muy distintos. Cuando Juan Pablo II dice: «He podido celebrar la Santa
Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en
las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en
las plazas de las ciudades...» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 8), está
expresando una experiencia que tenemos todos. Nosotros podíamos aún añadir: en
nuestras casas, en palacios de congresos, en salas de reunión, debajo de los
árboles...
Pero los cristianos, siempre que nos han dejado, hemos construido edificios
dedicados exclusivamente al culto divino: son las «iglesias» o «templos», que
cuajan toda nuestra geografía, desde la pequeña aldea a la gran ciudad, y que
son el lugar normal de nuestras celebraciones.
El templo cristiano es siempre un edificio original que está marcado por
tres características, que imponen su estructura y sin las cuales no es posible
entenderlo:
1.ª Es casa de la Iglesia, lugar
donde se reúne el nuevo pueblo de Dios y que intenta materializar visiblemente
sus peculiaridades, convirtiéndose en símbolo de su dignidad y de su estructura
interna. Por eso le llamamos con el mismo nombre, «ecclesia-iglesia», que es la
denominación principal de la comunidad cristiana.
2.ª Es estación de paso, «statio»,
frontera entre dos mundos, casa provisional de un pueblo peregrino hacia su
verdadera patria, de un Cuerpo que tiene su Cabeza y muchos miembros en el
cielo, mientras que otros están todavía en la tierra. Por eso se le ha llamado
muchas veces «parroquia» («par-oikía»), domicilio provisional.
3.ª Es comedor familiar, lugar
del banquete, de la «cena del Señor», donde Jesús nos invita a la doble mesa de
su palabra y de su pan.
Manteniendo siempre estas características, los templos cristianos se han diversificado
según las
necesidades de cada lugar y de cada tiempo. Todas las culturas, todos
los movimientos artísticos, todos los pueblos han podido dejar su impronta en
el edificio eclesial. Todas las espiritualidades, las diferentes maneras de
entender la liturgia, los distintos movimientos han influido en su estructura y
en sus elementos. De hecho, los cristianos actuales estamos usando templos
construidos a lo largo de quince siglos. En España, en concreto, tenemos
templos visigodos (ss. V-VII), románicos (ss. IX-XII), góticos (ss. XIII-XV),
renacentistas (ss. XV-XVI), barrocos (s. XVII), neoclásicos (ss. XVIII-XIX),
modernistas (ss. XIX-XX)... Cada uno de estos estilos tiene su propia
concepción del templo cristiano. Pero todos hemos conocido la gran reforma
litúrgica del Vaticano II, que, al renovar el sentido y la estructura de la
celebración cristiana, acercándola más a sus mismas fuentes bíblicas y
patrísticas, ha revolucionado tanto la concepción como la estructura de
nuestros templos.
Por eso, hoy, para entender todo el rico simbolismo de nuestras iglesias y
poder captar los mensajes que nos dirigen en orden a entender mejor nuestra
celebración, nos hacen falta dos miradas. Una mirada a la historia: ¿cómo
surgió y por qué el templo cristiano?, ¿cómo ha evolucionado en su estructura y
en sus elementos concretos? Y otra mirada al presente: ¿cómo concibe el templo
la actual liturgia de la Iglesia?
2. HISTORIA DEL TEMPLO CRISTIANO
«La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por
el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o
indirectamente, un motivo de gran inspiración. Así ha ocurrido, por ejemplo,
con la arquitectura, que de las primeras sedes eucarísticas en las
"domus" o casas de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto
el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros
siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias,
pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado
el cristianismo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 49).
a) La casa
Aunque los primeros cristianos de Jerusalén continuaron frecuentando el
templo judío (cf. Hch 3,1), como lo había hecho el mismo Jesús, cuando este
templo fue destruido el año 70, el cristianismo se configuró como una religión
sin templos. Los cristianos estaban convencidos de que el único templo, la
única morada de Dios en el mundo, era el propio Jesús, como él había dicho: «El
templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo» (Jn 2,21). Y, como los
discípulos son miembros de ese Cuerpo, pensaron que el nuevo culto «en espíritu
y verdad» se había de ofrecer, por una parte, en el corazón de cada uno de los
miembros, ya que, como dice Pablo, «Vosotros (cada uno) sois el templo de Dios»
(1 Cor 3,17); pero, por otra, en la asamblea de los bautizados, en la que
todos, como piedras vivas, forman una casa espiritual (cf. 1 Pe 2,5), la
habitación de Dios (cf. Ef 2,22).
Por eso es comprensible que los cristianos de los dos primeros siglos no
pensaran en construirse lugares específicos para el culto. La vivienda de un
hermano u otro, que tuviese una sala un poco más amplia, bastaba para acoger a
la pequeña asamblea, cuando celebraban la fracción del pan después de haber
leído los escritos de los apóstoles: «Saludad a Prisca y Aquila... y a la
iglesia que se reúne en su casa...; saludos para los cristianos de la casa de
Narciso» (Rm 16,3-11).
b) La basílica
A partir de la segunda mitad del siglo III, las casas privadas ya no
bastaron para contener a la multitud de los nuevos fieles y comenzaron a
edificarse «casas de oración», edificios sencillos dedicados en exclusiva al
culto cristiano. Pero muy pronto estos primeros edificios resultaron también
insuficientes y se dio el gran salto. El historiador Eusebio nos informa de
que, a finales del siglo III, en vísperas de la gran persecución de
Diocleciano, miles de hombres y de mujeres acudían a las casas de oración, y,
por causa de esto «no contentos ya en modo alguno con los antiguos edificios,
levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por todas las
ciudades» (Historia eclesiástica, VIII, 1, 5).
Para construir estas «iglesias de gran amplitud», los cristianos eligieron
el modelo arquitectónico de labasílica, que en principio era la sala de
audiencias del rey de Persia o basileus, y había sido adoptada por el mundo
romano para las grandes reuniones sociales. Se trataba de una gran sala
rectangular con varias naves, sostenida sobre hileras de columnas y rematada
por un ábside. Los cristianos, sin modificar la planta del edificio, comienzan
dotándolo de una mística, lo convierten en un edificio simbólico: sus filas de
columnas, sus paredes sencillas y su armadura a la vista les evoca la tienda
del nómada en el desierto, la morada provisional de un pueblo peregrino que
camina hacia la patria donde está Cristo, representado en la bóveda del ábside
como Pantocrátor o como el Cordero del Apocalipsis. Pero, además, dotan al
edificio de los elementos necesarios para su culto. En el centro del ábside,
debajo del Cristo glorioso, colocan la cátedra del obispo, desde donde preside
y enseña. A ambos lados, formando un semicírculo, se sitúan los escaños de los
presbíteros. Cerca del ábside, entre el clero y el pueblo, y un poco elevado
respecto al piso del presbiterio, está el único altar, de piedra, la mesa del
Señor y símbolo también de Cristo, la roca viva. Muy pronto este altar
albergará las reliquias de los mártires, asociando así al sacrificio de Cristo
el de sus testigos. Al comienzo de la nave principal, se levanta una tribuna de
mármol, el ambón, verdadero trono de la palabra de Dios. Junto a la basílica,
en edificio exento o adosado, se encuentra el baptisterio, con su pequeña
piscina. Y, a partir del siglo V, las basílicas estarán también dotadas de
campanarios, para convocar a la asamblea y para cantar festivamente la gloria
de Dios.
Este fue el primer gran edificio del culto cristiano, el que se multiplicó
por Oriente y Occidente durante toda la época de oro de la patrística, y el que
ha quedado para siempre como el modelo más adecuado a la identidad y exigencias
de la liturgia cristiana.
c) La catedral
La Edad Media introdujo en el templo cristiano nuevos estilos artísticos
(el románico primero y el gótico después), algunas modificaciones importantes
en su planta y trazado, y, sobre todo, una nueva distribución de sus elementos,
como fruto de una concepción litúrgica distinta a la de la Edad Antigua. Los
edificios más emblemáticos de esta época son las iglesias monacales y, sobre
todo, las catedrales.
En primer lugar, la introducción generalizada del crucero cambió la forma
rectangular de los templos, que pasaron a tener planta en forma de cruz (de
cruz «griega» o «latina», según la longitud de la nave principal). Los techos
planos dieron paso a las bóvedas, con arcos de medio punto en la época románica
o con crucero ojival en la gótica. Y en cuanto a la luminosidad, el románico
prefirió la penumbra que invitaba al recogimiento, y el gótico optó por amplios
ventanales con vidrieras, por los que entraba el sol a borbotones.
Pero los cambios más importantes se produjeron en la distribución interior.
La liturgia latina ininteligible para el pueblo llevó a un retroceso en su
participación, que tuvo como consecuencia la clericalización. La celebración
eucarística y la salmodia de las horas pasan a ser cometido exclusivo de monjes
y canónigos, que modelan el edificio para su comodidad; así, para protegerse
del frío, construyeron enormes coros con paredes altas que separaban la nave
del presbiterio y dificultaban la visibilidad del altar. Como la proclamación
de la palabra de Dios en latín ya no era accesible para el pueblo, desapareció
el ambón, para ser sustituido por un simple atril. La multiplicación de la
misas por intenciones particulares o por los difuntos tuvo como consecuencia la
multiplicación de los altares, rompiendo el simbolismo antiguo de un solo
Cristo, un solo altar. La difusión de la costumbre, por parte del sacerdote, de
orar vuelto a oriente, hace que el celebrante dé la espalda a la asamblea y que
el altar mayor se pegue más al ábside. Por otra parte, este altar adquiere
mayores dimensiones, de modo que pueda albergar también a la cruz y los
candelabros.
Otra innovación tiene lugar, a partir de los siglos XII y XIII respecto a
la reserva de la Eucaristía. En vez de conservar el Cuerpo de Cristo en la
sacristía con vistas a la comunión de los enfermos, se prefiere colocarlo en un
nicho excavado en el muro, o suspendido sobre el altar en un recipiente en
forma de cofrecillo o de paloma.
d) La iglesia moderna
La reforma litúrgica del Concilio de Trento (s. XVI), produjo una
estructuración de las iglesias que duraría prácticamente hasta el siglo XX, a
pesar de la sucesión de diferentes estilos (renacentista, barroco, neoclásico).
Se sigue optando preferentemente por la planta de cruz latina, pero aparece
un nuevo elemento arquitectónico espectacular, la cúpula, edificada sobre la
intersección de los dos brazos de la cruz. La nave principal es amplia y
conduce a un presbiterio, menos profundo que en el pasado, bastante despejado.
Al fondo surge el altar mayor, como elemento principal de todo el edificio.
Pero este altar está pegado a un elemento que cobra una amplitud cada vez
mayor, el retablo, que intenta crear un marco de gloria para la celebración,
pero que tiene el inconveniente de disminuir ante la vista de los fieles la
importancia del altar. A cierta altura sobre la nave principal aparece el
púlpito, distinto del antiguo ambón y que adquiere una importancia primaria. Se
utilizará sobre todo fuera de la Misa, para la catequesis y, sobre todo, para
los sermones doctrinales. A ambos lados de la única nave, o en las naves
laterales, se abren las capillas laterales, con altares dotados también de
retablos con profusión de imágenes de Cristo, de la Virgen y de los Santos. En
las capillas o en el fondo de la Iglesia se divisa un mueble nuevo, el
confesonario, dedicado al sacramento de la penitencia, al que el Concilio de
Trento había dado gran importancia. La schola se distancia del pueblo
colocándose en una tribuna o coro elevado, normalmente al fondo de la nave
principal, mientras el órgano cobra una importancia creciente. La difusión de
la devoción franciscana al Vía crucis,hace que las paredes de la iglesia se
adornen con escenas de la pasión para las catorce estaciones prescritas. El
baptisterio se suele colocar a la entrada misma del templo o en una de las
primeras capillas laterales, para significar el carácter de entrada en la
Iglesia que tiene el Bautismo.
Junto al edificio principal, y comunicado con él, aparece en todas las
iglesias otra edificación más reducida pero bastante amplia: la Capilla del
Santísimo, con un altar sobre el que aparece el Sagrario, de piedra o de
metales nobles, donde se guardan las Sagradas Formas, no solamente para la
comunión de los enfermos, sino también y sobre todo, para el culto público y
privado a la Eucaristía, y para distribuir la comunión a los fieles fuera de la
Misa. En efecto, Trento invitaba a la comunión frecuente, pero las rúbricas no
preveían la distribución de la Eucaristía durante le Misa: los fieles que
querían comulgar debían dirigirse a esta capilla.
Este tipo de templo es el que ha llegado hasta la reforma del Concilio
Vaticano II.
3. EL TEMPLO CRISTIANO
SEGÚN EL CONCILIO VATICANO II
El Concilio Vaticano II, desde un acercamiento más profundo a la Sagrada
Escritura y a los escritos de los Santos Padres, se propuso los siguientes
objetivos, que lo convierten en el mayor Concilio reformador de la historia:
«Acrecentar cada vez más la vida cristiana de los fieles, adaptar mejor a las
necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio,
promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y
fortalecer todo lo que sirve para invitar a todos al seno de la Iglesia»
(Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 1). Y pensó que, dentro de este plan, era
importante procurar la reforma y el fomento de la liturgia, a la que
consideraba como el lugar privilegiado donde se vive y manifiesta la naturaleza
genuina de la Iglesia (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 2), la cumbre a
la que tiende toda su acción y la fuente de donde mana toda su fuerza (cf.
Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10). Y, efectivamente, llevó a cabo,
quizás, la mayor reforma litúrgica que se ha conocido en la historia de la
Iglesia.
Un cambio tan importante en la celebración cristiana, no podía dejar de
influir en el modo de concebir el lugar de la celebración, el templo. El mismo
Concilio se ocupó de este tema en el capítulo VII de la Constitución
«Sacrosancturn Concilium». Y los criterios de este documento se encarnarán en
el capítulo V de la «Ordenación General del Misal Romano», del «Misal de Pablo
VI», que es el gran instrumento salido de la reforma para regular y dirigir la celebración
de la Eucaristía. Posteriormente, otros documentos añadirán algún aspecto
importante. Vamos a ver cómo se entiende el templo, al que se prefiere llamar
«iglesia», en estos documentos. Pero, antes, descubramos una especie de «clave
secreta»: de todos los modelos de templo que se han dado en la historia, es
evidente que el Vaticano II siente una preferencia especial por la basílica
antigua, porque cree que encarna mejor su manera de entender la celebración.
a) Principios generales sobre las iglesias
1.º Libertad de estilos artísticos: «La Iglesia no consideró como propio ningún estilo
artístico, sino que aceptó los estilos de cada época... También el arte de
nuestro tiempo y de todos los pueblos y regiones deben ejercerse libremente en
la Iglesia» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 123).
2.º Aptitud para una liturgia comunitaria: «Que sean idóneos para seguir las acciones litúrgicas y
lograr la participación activa de los fieles» (Vaticano II, Sacrosanctum
Concilium, 124).
3.º Capacidad simbólica: «Los edificios sagrados que pertenecen al culto divino sean, en verdad,
dignos y bellos, signos y símbolos de las realidades celestiales» (Ordenación
General del Misal Romano, 253; cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium,
122-124).
4.º Sencillez y autenticidad: «La ornamentación de la iglesia ha de tener una noble sencillez más que
una pomposa ostentación. Y en la elección de los materiales ornamentales,
procúrese la autenticidad para que contribuyan a la formación de los fieles y a
la dignidad de todo el lugar sagrado» (Ordenación General del Misal Romano,
279; cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 124).
5.º Comodidad: «Que se
prevean, además, todas las circunstancias que ayudan a la comodidad de los
fieles, lo mismo que se tienen en cuenta en los sitios normales de reunión»
(Ordenación General del Misal Romano, 280).
6.º Casa abierta y acogedora: «La Iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de
Dios está en marcha y donde el Padre "enjugará toda lágrima de sus
ojos" (Ap 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos
de Dios, ampliamente abierta y acogedora» (Catecismo de la Iglesia Católica,
1186).
7.º Reforma de los edificios existentes: «Corríjase o suprímase todo lo que parezca menos
conforme con la liturgia reformada; consérvese o introdúzcase lo que la
favorezca» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 128).
b) Disposición general de la iglesia
«La disposición general del edificio sagrado conviene que se haga de tal
manera que sea como una imagen de la asamblea reunida, que consienta un
proporcionado orden de todas sus partes y que favorezca la perfecta ejecución
de cada uno de los ministerios» (Ordenación General del Misal Romano, 257). El
edificio se concibe, pues, como una epifanía de la Iglesia, a la vez una y
diversa. Una Iglesia que se hace presente en una liturgia concelebrada por los
sacerdotes, rodeados por los diáconos y demás ministros, con la participación
unánime de la asamblea.
Esta disposición prevé ciertamente lugares propios y distintos para el
sacerdote con sus ministros, y para los fieles. Pero quiere que se perciba
también la unidad del presbiterio con la nave, ya que sacerdote y ministros
forman con los fieles un solo pueblo de bautizados.
c) Disposición de los distintos elementos
El altar: como «el centro
hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los
fieles» (Ordenación General del Misal Romano, 262), se destaca el altar mayor,
concebido como único; «los altares menores serán pocos... y en capillas
separadas de la nave de la iglesia» (Ordenación General del Misal Romano, 267).
Y esta unicidad le ha devuelto toda su fuerza simbólica: «En él se hace
presente el sacrificio de la cruz..., es, además la mesa del Señor...; es
también el centro de la acción de gracias que se realiza en la Eucaristía»
(Ordenación General del Misal Romano, 259). Es, pues, el gran icono que
representa a Cristo, único sacerdote, víctima, y fuente de la vida. Ha de ser
preferentemente fijo y de piedra natural. Pero, sobre todo, ha de estar
«separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la
celebración se pueda hacer de cara al pueblo» (Ordenación General del Misal
Romano, 262). Para destacar su importancia y significación, se prescribe un
ornato sencillo pero elocuente: un mantel, que destaca su carácter de «mesa» y
puede ser símbolo de la túnica de una sola pieza del Señor; una cruz, situada
sobre o cerca de él para recordar que es la mesa del sacrificio; y unos
candelabros con cirios, también sobre o junto a él, que son signos honoríficos.
Tanto durante la celebración como fuera de ella, el altar será objeto de
reverencia: se hará inclinación ante él y se le besará.
La sede: es el lugar del
obispo o del presbítero, del «presidente de la asamblea y director de la
oración» (Ordenación General del Misal Romano, 271). Él habla y obra en nombre
de Cristo y con su autoridad. El ministro ordenado representa a Cristo,
Sacerdote, Maestro y Pastor de su pueblo, actúa «en persona de Cristo, Cabeza y
Pastor», como ha enseñado el Vaticano II. El puesto más habitual de esta sede
será de cara al pueblo, al fondo del presbiterio, pero procurando que no
«resulte difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea de los
fieles». Y se insiste en que «se evite toda apariencia de trono». Alrededor de
la sede, se colocarán también los asientos para los presbíteros concelebrantes
y para los ministros.
El ambón: El Vaticano II ha
destacado con toda fuerza que «en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo
sigue anunciando el evangelio» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 33). La
importancia de la proclamación de la palabra de Dios y de su recepción por
parte de la asamblea, tiene como consecuencia lógica la valoración del lugar
desde el que se anuncia la palabra. Se lo concibe como un ambón estable, no un
atril portátil, situado en el presbiterio o cerca de él, que ponga de
manifiesto la dignidad de la palabra de Dios y favorezca su anuncio. Por tanto,
«debe estar colocado de tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los
ministros» (Ordenación General del Misal Romano, 272).
El lugar de los fieles: resulta muy sintomática la preocupación por la localización de los
fieles. Frente a la «marginación» que han sufrido durante tantos siglos en las
celebraciones litúrgicas, el Vaticano II ha defendido «que se lleve a todos los
fieles a la participación plena, consciente y activa que exige la naturaleza
misma de la liturgia y a la que tiene derecho y obligación en virtud del
bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido (1 Pe 2,9)» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 14). No es
extraño, pues, que nos encontremos con esta afirmación tajante, llamada a
condicionar esencialmente la estructura y disposición de los templos: «Esté
bien estudiado el lugar reservado a los fieles, de modo que les permita
participar con la vista y con el espíritu en las sagradas celebraciones»
(Ordenación General del Misal Romano, 273). En función de este objetivo, se dan
algunas indicaciones: que hayan bancos o sillas, aunque se reprueba la
costumbre de reservar asientos a determinadas personas privadas; que estos
bancos o sillas estén dispuestos de manera que permitan adoptar las distintas
posturas que requiere la celebración y moverse para recibir la comunión; que se
disponga de medios técnicos para asegurar una perfecta audición.
Y, en íntima relación con la asamblea están los cantores. Frente a la
tribuna alejada que ocupaban en el templo anterior, aquí se desea que se
coloquen «donde más claramente se vea lo que son en realidad, a saber, que
constituyen una parte de la comunidad de los fieles y que en ella tienen un
oficio particular; donde al mismo tiempo sea más fácil el desempeño de su ministerio
litúrgico; donde sea posible... la plena participación en la Misa» (Ordenación
General del Misal Romano, 274).
Capilla del Santísimo Sacramento: Se sigue optando por una capilla especial para la reserva de la
Eucaristía. Pero su finalidad principal ya no es la distribución de la comunión
fuera de la Misa, hecho que se considera excepcional, sino la adoración y la
oración privada de los fieles (cf. Ordenación General del Misal Romano, 276).
Se la concibe, pues, como un recinto muy apto para la oración personal ante la
presencia eucarística del Señor. Aunque, por supuesto, no es obligatoria.
Desde todas estas prescripciones, todos nuestros templos han conocido una
nueva estructuración, que, acomodándose a su estilo y procurando no dañar
demasiado los elementos de mayor valor artístico, ha intentado crear el
ambiente y las condiciones necesarias para la nueva concepción litúrgica. Y los
templos nuevos se construyen ya totalmente desde esta perspectiva.
Para acabar, podíamos trasvasar a la iglesia cristiana, lo que de hecho
hace la liturgia, que es la actividad principal a la que están destinados:
«Edifica, día a día, a aquellos que están dentro, para ser templo santo en el
Señor... y muestra la Iglesia a los que están fuera, como signo levantado en medio
de las naciones para que, bajo él, los hijos de Dios que están dispersos se
congreguen en la unidad hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor»
(Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 2). Es decir, el templo cristiano es, a
la vez, lugar de comunión y de misión. Y, por eso, además de albergar nuestras
celebraciones comunitarias, es lugar privilegiado para nuestra oración
personal. Su ambiente, sus signos y, sobre todo, la presencia eucarística del
Señor, lo convierten en un marco único para encontrarnos con Dios, en medio de
un mundo en el que pocas cosas nos hablan de él.
PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN
Nuestros templos son «la casa de la familia cristiana, de la comunidad, de
la Iglesia». Y, como toda casa u hogar, cumplen tres funciones importantísimas.
En primer lugar, son el hogar que nos permite «vivir juntos» todos los
miembros de la familia; en este caso, el Padre, Jesucristo y sus discípulos.
Son, pues, lugar de reunión y encuentro, de colaboración en los servicios
necesarios para todos; ambiente donde nos sentimos amados y libres; recinto
seguro; lugar donde hemos nacido y donde encontramos solución a las necesidades
fundamentales de nuestra vida: comida, descanso, cuidado. Todas estas
características y funciones del hogar, las hemos encontrado los cristianos en
el templo, referidas, claro está, a nuestra vida espiritual. Con el salmo,
podemos decir de nuestros templos: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 86).
Pero, precisamente por todo lo anterior, el templo, como nuestra casa, es
también el lugar de la intimidad, del diálogo y, por tanto, de la oración,
tanto personal como comunitaria. El primer nombre que recibió fue precisamente
éste: «casa de oración». Y por ser ámbito de intimidad, allí están los
recuerdos de nuestra historia familiar y las huellas de nuestra identidad,
materializadas en símbolos, decoración, mobiliario...
Y una última función del templo consiste en ser casa abierta, acogedora,
porque la casa de Dios necesariamente ha de ser casa del hombre, de todo
hombre; sobre todo del que busca y necesita una familia que no tiene.
Un gran peligro que tienen hoy nuestras iglesias es el convertirse en
museos, en edificios visitables por el turismo. Ciertamente, la belleza de
muchas de ellas lo merece. Pero hay que plantearse si el precio que hemos de
pagar por ello es que dejen de ser nuestra casa, la de Dios y la nuestra.
¡Triste destino y gran responsabilidad! Porque Alguien nos podrá recriminar:
«No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado» (Jn 2,16).
Si queremos evitarlo, los cristianos de hoy necesitamos hacer tres
operaciones, que os propongo como compromiso para este mes. Primera, conocer y
amar nuestro templo: conocer su historia; comprender su simbología, sus
imágenes, su decoración; ayudar a su mantenimiento y decoro. Segunda,
utilizarlo, vivir en él muchos momentos de nuestra vida de fe, personales y
comunitarios. Y tercera, colaborar para que esté abierto y pueda acoger a los
que necesitan ayuda material o espiritual.
Un motivo especial que nos debe llevar al templo es la presencia de Cristo
bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa en el sagrario.
Es una presencia privilegiada del Señor, que nos invita continuamente al
diálogo íntimo con él. ¿Por qué no proponeros hacerle algunas visitas, solos o
en pareja? Para animaros, podemos recordar estas palabras de Juan Pablo II: «Es
hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto
(cf. Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de
distinguirse por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una
renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en
adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo
Sacramento»? (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 25).
Y una última sugerencia: ¿No os convendría tener en casa un pequeño
«santuario familiar», un rincón tranquilo y adecuado, con alguna imagen o
símbolo, que os sirviera como lugar habitual de oración? El hombre con su
intención puede hacer «lugares sagrados», que después tienen una cierta
«magia», es decir, que nos llaman a entrar en la oración.
PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO
Diálogo sobre el tema
Es posible que os haya sorprendido este tema: a primera vista parece un
poco marginal respecto a la Eucaristía. Pero ya hemos visto que el templo
resalta la presencia concreta de Dios en nuestra vida y su comunicación con
nosotros. Y ambas cosas, los cristianos las encontramos, ante todo, en la
persona de Cristo y, después, en la comunidad cristiana y en nuestro propio
interior. Y para vivir estas tres presencias, el templo material nos ofrece un
clima y unas facilidades especiales. Por eso, el diálogo podría versar sobre
diferentes aspectos:
1.º Cada matrimonio, a su manera, podría ofrecer una pequeña síntesis de la
significación del templo cristiano.
2.º ¿Dónde nos encontramos más fácilmente con Dios? ¿Qué ambientes,
símbolos, imágenes, nos ayudan más a sentir su presencia?
3.º ¿Es Jesucristo, su persona, su mensaje, su acción, nuestra principal
vía de acceso a Dios?
4.º ¿Amamos y utilizamos nuestros templos más cercanos como lugar de
oración y de encuentro con la comunidad cristiana? ¿O los frecuentamos poco?
Palabra de Dios para la oración en común
Lectura de la Carta a los Efesios (2,17-22; 3,14-19).
«Su venida ha traído la buena noticia de la paz: paz para vosotros los que
estabais lejos y paz también para los que estaban cerca; porque gracias a él
unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre. Por tanto,
ya no sois extranjeros o advenedizos, sino conciudadanos dentro del pueblo de
Dios; sois familia de Dios, estáis edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular, en quien
todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo consagrado
al Señor, y en quien también vosotros vais formando conjuntamente parte de la
construcción, hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, morada de Dios.
Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en
los cielos y en la tierra, para que, conforme a la riqueza de su gloria, os
robustezca con la fuerza de su espíritu, de modo que crezcáis interiormente.
Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que viváis arraigados y
cimentados en el amor. Así podréis comprender, junto con todos los creyentes,
cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo,
un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de
Dios».