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29 de marzo de 2018

El banquete del señor


DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA
por Miguel Payá Andrés





1. ¿DÓNDE CELEBRAMOS LA EUCARISTÍA?

La Eucaristía se celebra siempre en un lugar, pero no necesariamente en un lugar determinado o «sagrado»: «El culto "en espíritu y verdad" de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las "piedras vivas", reunidas para "la edificación de un edificio espiritual" (1 Pe 2,45)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1179). Por eso celebramos la Eucaristía en lugares muy distintos. Cuando Juan Pablo II dice: «He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades...» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 8), está expresando una experiencia que tenemos todos. Nosotros podíamos aún añadir: en nuestras casas, en palacios de congresos, en salas de reunión, debajo de los árboles...

Pero los cristianos, siempre que nos han dejado, hemos construido edificios dedicados exclusivamente al culto divino: son las «iglesias» o «templos», que cuajan toda nuestra geografía, desde la pequeña aldea a la gran ciudad, y que son el lugar normal de nuestras celebraciones.

El templo cristiano es siempre un edificio original que está marcado por tres características, que imponen su estructura y sin las cuales no es posible entenderlo:

1.ª Es casa de la Iglesia, lugar donde se reúne el nuevo pueblo de Dios y que intenta materializar visiblemente sus peculiaridades, convirtiéndose en símbolo de su dignidad y de su estructura interna. Por eso le llamamos con el mismo nombre, «ecclesia-iglesia», que es la denominación principal de la comunidad cristiana.

2.ª Es estación de paso, «statio», frontera entre dos mundos, casa provisional de un pueblo peregrino hacia su verdadera patria, de un Cuerpo que tiene su Cabeza y muchos miembros en el cielo, mientras que otros están todavía en la tierra. Por eso se le ha llamado muchas veces «parroquia» («par-oikía»), domicilio provisional.


3.ª Es comedor familiar, lugar del banquete, de la «cena del Señor», donde Jesús nos invita a la doble mesa de su palabra y de su pan.
Manteniendo siempre estas características, los templos cristianos se han diversificado según las
necesidades de cada lugar y de cada tiempo. Todas las culturas, todos los movimientos artísticos, todos los pueblos han podido dejar su impronta en el edificio eclesial. Todas las espiritualidades, las diferentes maneras de entender la liturgia, los distintos movimientos han influido en su estructura y en sus elementos. De hecho, los cristianos actuales estamos usando templos construidos a lo largo de quince siglos. En España, en concreto, tenemos templos visigodos (ss. V-VII), románicos (ss. IX-XII), góticos (ss. XIII-XV), renacentistas (ss. XV-XVI), barrocos (s. XVII), neoclásicos (ss. XVIII-XIX), modernistas (ss. XIX-XX)... Cada uno de estos estilos tiene su propia concepción del templo cristiano. Pero todos hemos conocido la gran reforma litúrgica del Vaticano II, que, al renovar el sentido y la estructura de la celebración cristiana, acercándola más a sus mismas fuentes bíblicas y patrísticas, ha revolucionado tanto la concepción como la estructura de nuestros templos.
Por eso, hoy, para entender todo el rico simbolismo de nuestras iglesias y poder captar los mensajes que nos dirigen en orden a entender mejor nuestra celebración, nos hacen falta dos miradas. Una mirada a la historia: ¿cómo surgió y por qué el templo cristiano?, ¿cómo ha evolucionado en su estructura y en sus elementos concretos? Y otra mirada al presente: ¿cómo concibe el templo la actual liturgia de la Iglesia?

2. HISTORIA DEL TEMPLO CRISTIANO

«La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que de las primeras sedes eucarísticas en las "domus" o casas de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 49).

a) La casa

Aunque los primeros cristianos de Jerusalén continuaron frecuentando el templo judío (cf. Hch 3,1), como lo había hecho el mismo Jesús, cuando este templo fue destruido el año 70, el cristianismo se configuró como una religión sin templos. Los cristianos estaban convencidos de que el único templo, la única morada de Dios en el mundo, era el propio Jesús, como él había dicho: «El templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo» (Jn 2,21). Y, como los discípulos son miembros de ese Cuerpo, pensaron que el nuevo culto «en espíritu y verdad» se había de ofrecer, por una parte, en el corazón de cada uno de los miembros, ya que, como dice Pablo, «Vosotros (cada uno) sois el templo de Dios» (1 Cor 3,17); pero, por otra, en la asamblea de los bautizados, en la que todos, como piedras vivas, forman una casa espiritual (cf. 1 Pe 2,5), la habitación de Dios (cf. Ef 2,22).
Por eso es comprensible que los cristianos de los dos primeros siglos no pensaran en construirse lugares específicos para el culto. La vivienda de un hermano u otro, que tuviese una sala un poco más amplia, bastaba para acoger a la pequeña asamblea, cuando celebraban la fracción del pan después de haber leído los escritos de los apóstoles: «Saludad a Prisca y Aquila... y a la iglesia que se reúne en su casa...; saludos para los cristianos de la casa de Narciso» (Rm 16,3-11).
b) La basílica
A partir de la segunda mitad del siglo III, las casas privadas ya no bastaron para contener a la multitud de los nuevos fieles y comenzaron a edificarse «casas de oración», edificios sencillos dedicados en exclusiva al culto cristiano. Pero muy pronto estos primeros edificios resultaron también insuficientes y se dio el gran salto. El historiador Eusebio nos informa de que, a finales del siglo III, en vísperas de la gran persecución de Diocleciano, miles de hombres y de mujeres acudían a las casas de oración, y, por causa de esto «no contentos ya en modo alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por todas las ciudades» (Historia eclesiástica, VIII, 1, 5).

Para construir estas «iglesias de gran amplitud», los cristianos eligieron el modelo arquitectónico de labasílica, que en principio era la sala de audiencias del rey de Persia o basileus, y había sido adoptada por el mundo romano para las grandes reuniones sociales. Se trataba de una gran sala rectangular con varias naves, sostenida sobre hileras de columnas y rematada por un ábside. Los cristianos, sin modificar la planta del edificio, comienzan dotándolo de una mística, lo convierten en un edificio simbólico: sus filas de columnas, sus paredes sencillas y su armadura a la vista les evoca la tienda del nómada en el desierto, la morada provisional de un pueblo peregrino que camina hacia la patria donde está Cristo, representado en la bóveda del ábside como Pantocrátor o como el Cordero del Apocalipsis. Pero, además, dotan al edificio de los elementos necesarios para su culto. En el centro del ábside, debajo del Cristo glorioso, colocan la cátedra del obispo, desde donde preside y enseña. A ambos lados, formando un semicírculo, se sitúan los escaños de los presbíteros. Cerca del ábside, entre el clero y el pueblo, y un poco elevado respecto al piso del presbiterio, está el único altar, de piedra, la mesa del Señor y símbolo también de Cristo, la roca viva. Muy pronto este altar albergará las reliquias de los mártires, asociando así al sacrificio de Cristo el de sus testigos. Al comienzo de la nave principal, se levanta una tribuna de mármol, el ambón, verdadero trono de la palabra de Dios. Junto a la basílica, en edificio exento o adosado, se encuentra el baptisterio, con su pequeña piscina. Y, a partir del siglo V, las basílicas estarán también dotadas de campanarios, para convocar a la asamblea y para cantar festivamente la gloria de Dios.

Este fue el primer gran edificio del culto cristiano, el que se multiplicó por Oriente y Occidente durante toda la época de oro de la patrística, y el que ha quedado para siempre como el modelo más adecuado a la identidad y exigencias de la liturgia cristiana.

c) La catedral

La Edad Media introdujo en el templo cristiano nuevos estilos artísticos (el románico primero y el gótico después), algunas modificaciones importantes en su planta y trazado, y, sobre todo, una nueva distribución de sus elementos, como fruto de una concepción litúrgica distinta a la de la Edad Antigua. Los edificios más emblemáticos de esta época son las iglesias monacales y, sobre todo, las catedrales.

En primer lugar, la introducción generalizada del crucero cambió la forma rectangular de los templos, que pasaron a tener planta en forma de cruz (de cruz «griega» o «latina», según la longitud de la nave principal). Los techos planos dieron paso a las bóvedas, con arcos de medio punto en la época románica o con crucero ojival en la gótica. Y en cuanto a la luminosidad, el románico prefirió la penumbra que invitaba al recogimiento, y el gótico optó por amplios ventanales con vidrieras, por los que entraba el sol a borbotones.

Pero los cambios más importantes se produjeron en la distribución interior. La liturgia latina ininteligible para el pueblo llevó a un retroceso en su participación, que tuvo como consecuencia la clericalización. La celebración eucarística y la salmodia de las horas pasan a ser cometido exclusivo de monjes y canónigos, que modelan el edificio para su comodidad; así, para protegerse del frío, construyeron enormes coros con paredes altas que separaban la nave del presbiterio y dificultaban la visibilidad del altar. Como la proclamación de la palabra de Dios en latín ya no era accesible para el pueblo, desapareció el ambón, para ser sustituido por un simple atril. La multiplicación de la misas por intenciones particulares o por los difuntos tuvo como consecuencia la multiplicación de los altares, rompiendo el simbolismo antiguo de un solo Cristo, un solo altar. La difusión de la costumbre, por parte del sacerdote, de orar vuelto a oriente, hace que el celebrante dé la espalda a la asamblea y que el altar mayor se pegue más al ábside. Por otra parte, este altar adquiere mayores dimensiones, de modo que pueda albergar también a la cruz y los candelabros.

Otra innovación tiene lugar, a partir de los siglos XII y XIII respecto a la reserva de la Eucaristía. En vez de conservar el Cuerpo de Cristo en la sacristía con vistas a la comunión de los enfermos, se prefiere colocarlo en un nicho excavado en el muro, o suspendido sobre el altar en un recipiente en forma de cofrecillo o de paloma.

d) La iglesia moderna

La reforma litúrgica del Concilio de Trento (s. XVI), produjo una estructuración de las iglesias que duraría prácticamente hasta el siglo XX, a pesar de la sucesión de diferentes estilos (renacentista, barroco, neoclásico).
Se sigue optando preferentemente por la planta de cruz latina, pero aparece un nuevo elemento arquitectónico espectacular, la cúpula, edificada sobre la intersección de los dos brazos de la cruz. La nave principal es amplia y conduce a un presbiterio, menos profundo que en el pasado, bastante despejado. Al fondo surge el altar mayor, como elemento principal de todo el edificio. Pero este altar está pegado a un elemento que cobra una amplitud cada vez mayor, el retablo, que intenta crear un marco de gloria para la celebración, pero que tiene el inconveniente de disminuir ante la vista de los fieles la importancia del altar. A cierta altura sobre la nave principal aparece el púlpito, distinto del antiguo ambón y que adquiere una importancia primaria. Se utilizará sobre todo fuera de la Misa, para la catequesis y, sobre todo, para los sermones doctrinales. A ambos lados de la única nave, o en las naves laterales, se abren las capillas laterales, con altares dotados también de retablos con profusión de imágenes de Cristo, de la Virgen y de los Santos. En las capillas o en el fondo de la Iglesia se divisa un mueble nuevo, el confesonario, dedicado al sacramento de la penitencia, al que el Concilio de Trento había dado gran importancia. La schola se distancia del pueblo colocándose en una tribuna o coro elevado, normalmente al fondo de la nave principal, mientras el órgano cobra una importancia creciente. La difusión de la devoción franciscana al Vía crucis,hace que las paredes de la iglesia se adornen con escenas de la pasión para las catorce estaciones prescritas. El baptisterio se suele colocar a la entrada misma del templo o en una de las primeras capillas laterales, para significar el carácter de entrada en la Iglesia que tiene el Bautismo.

Junto al edificio principal, y comunicado con él, aparece en todas las iglesias otra edificación más reducida pero bastante amplia: la Capilla del Santísimo, con un altar sobre el que aparece el Sagrario, de piedra o de metales nobles, donde se guardan las Sagradas Formas, no solamente para la comunión de los enfermos, sino también y sobre todo, para el culto público y privado a la Eucaristía, y para distribuir la comunión a los fieles fuera de la Misa. En efecto, Trento invitaba a la comunión frecuente, pero las rúbricas no preveían la distribución de la Eucaristía durante le Misa: los fieles que querían comulgar debían dirigirse a esta capilla.

Este tipo de templo es el que ha llegado hasta la reforma del Concilio Vaticano II.


3. EL TEMPLO CRISTIANO
SEGÚN EL CONCILIO VATICANO II

El Concilio Vaticano II, desde un acercamiento más profundo a la Sagrada Escritura y a los escritos de los Santos Padres, se propuso los siguientes objetivos, que lo convierten en el mayor Concilio reformador de la historia: «Acrecentar cada vez más la vida cristiana de los fieles, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y fortalecer todo lo que sirve para invitar a todos al seno de la Iglesia» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 1). Y pensó que, dentro de este plan, era importante procurar la reforma y el fomento de la liturgia, a la que consideraba como el lugar privilegiado donde se vive y manifiesta la naturaleza genuina de la Iglesia (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 2), la cumbre a la que tiende toda su acción y la fuente de donde mana toda su fuerza (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10). Y, efectivamente, llevó a cabo, quizás, la mayor reforma litúrgica que se ha conocido en la historia de la Iglesia.
Un cambio tan importante en la celebración cristiana, no podía dejar de influir en el modo de concebir el lugar de la celebración, el templo. El mismo Concilio se ocupó de este tema en el capítulo VII de la Constitución «Sacrosancturn Concilium». Y los criterios de este documento se encarnarán en el capítulo V de la «Ordenación General del Misal Romano», del «Misal de Pablo VI», que es el gran instrumento salido de la reforma para regular y dirigir la celebración de la Eucaristía. Posteriormente, otros documentos añadirán algún aspecto importante. Vamos a ver cómo se entiende el templo, al que se prefiere llamar «iglesia», en estos documentos. Pero, antes, descubramos una especie de «clave secreta»: de todos los modelos de templo que se han dado en la historia, es evidente que el Vaticano II siente una preferencia especial por la basílica antigua, porque cree que encarna mejor su manera de entender la celebración.

a) Principios generales sobre las iglesias

1.º Libertad de estilos artísticos: «La Iglesia no consideró como propio ningún estilo artístico, sino que aceptó los estilos de cada época... También el arte de nuestro tiempo y de todos los pueblos y regiones deben ejercerse libremente en la Iglesia» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 123).

2.º Aptitud para una liturgia comunitaria: «Que sean idóneos para seguir las acciones litúrgicas y lograr la participación activa de los fieles» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 124).

3.º Capacidad simbólica: «Los edificios sagrados que pertenecen al culto divino sean, en verdad, dignos y bellos, signos y símbolos de las realidades celestiales» (Ordenación General del Misal Romano, 253; cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 122-124).

4.º Sencillez y autenticidad: «La ornamentación de la iglesia ha de tener una noble sencillez más que una pomposa ostentación. Y en la elección de los materiales ornamentales, procúrese la autenticidad para que contribuyan a la formación de los fieles y a la dignidad de todo el lugar sagrado» (Ordenación General del Misal Romano, 279; cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 124).

5.º Comodidad: «Que se prevean, además, todas las circunstancias que ayudan a la comodidad de los fieles, lo mismo que se tienen en cuenta en los sitios normales de reunión» (Ordenación General del Misal Romano, 280).

6.º Casa abierta y acogedora: «La Iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre "enjugará toda lágrima de sus ojos" (Ap 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1186).

7.º Reforma de los edificios existentes: «Corríjase o suprímase todo lo que parezca menos conforme con la liturgia reformada; consérvese o introdúzcase lo que la favorezca» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 128).

b) Disposición general de la iglesia

«La disposición general del edificio sagrado conviene que se haga de tal manera que sea como una imagen de la asamblea reunida, que consienta un proporcionado orden de todas sus partes y que favorezca la perfecta ejecución de cada uno de los ministerios» (Ordenación General del Misal Romano, 257). El edificio se concibe, pues, como una epifanía de la Iglesia, a la vez una y diversa. Una Iglesia que se hace presente en una liturgia concelebrada por los sacerdotes, rodeados por los diáconos y demás ministros, con la participación unánime de la asamblea.

Esta disposición prevé ciertamente lugares propios y distintos para el sacerdote con sus ministros, y para los fieles. Pero quiere que se perciba también la unidad del presbiterio con la nave, ya que sacerdote y ministros forman con los fieles un solo pueblo de bautizados.

c) Disposición de los distintos elementos

El altar: como «el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los fieles» (Ordenación General del Misal Romano, 262), se destaca el altar mayor, concebido como único; «los altares menores serán pocos... y en capillas separadas de la nave de la iglesia» (Ordenación General del Misal Romano, 267). Y esta unicidad le ha devuelto toda su fuerza simbólica: «En él se hace presente el sacrificio de la cruz..., es, además la mesa del Señor...; es también el centro de la acción de gracias que se realiza en la Eucaristía» (Ordenación General del Misal Romano, 259). Es, pues, el gran icono que representa a Cristo, único sacerdote, víctima, y fuente de la vida. Ha de ser preferentemente fijo y de piedra natural. Pero, sobre todo, ha de estar «separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda hacer de cara al pueblo» (Ordenación General del Misal Romano, 262). Para destacar su importancia y significación, se prescribe un ornato sencillo pero elocuente: un mantel, que destaca su carácter de «mesa» y puede ser símbolo de la túnica de una sola pieza del Señor; una cruz, situada sobre o cerca de él para recordar que es la mesa del sacrificio; y unos candelabros con cirios, también sobre o junto a él, que son signos honoríficos. Tanto durante la celebración como fuera de ella, el altar será objeto de reverencia: se hará inclinación ante él y se le besará.

La sede: es el lugar del obispo o del presbítero, del «presidente de la asamblea y director de la oración» (Ordenación General del Misal Romano, 271). Él habla y obra en nombre de Cristo y con su autoridad. El ministro ordenado representa a Cristo, Sacerdote, Maestro y Pastor de su pueblo, actúa «en persona de Cristo, Cabeza y Pastor», como ha enseñado el Vaticano II. El puesto más habitual de esta sede será de cara al pueblo, al fondo del presbiterio, pero procurando que no «resulte difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea de los fieles». Y se insiste en que «se evite toda apariencia de trono». Alrededor de la sede, se colocarán también los asientos para los presbíteros concelebrantes y para los ministros.

El ambón: El Vaticano II ha destacado con toda fuerza que «en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 33). La importancia de la proclamación de la palabra de Dios y de su recepción por parte de la asamblea, tiene como consecuencia lógica la valoración del lugar desde el que se anuncia la palabra. Se lo concibe como un ambón estable, no un atril portátil, situado en el presbiterio o cerca de él, que ponga de manifiesto la dignidad de la palabra de Dios y favorezca su anuncio. Por tanto, «debe estar colocado de tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros» (Ordenación General del Misal Romano, 272).

El lugar de los fieles: resulta muy sintomática la preocupación por la localización de los fieles. Frente a la «marginación» que han sufrido durante tantos siglos en las celebraciones litúrgicas, el Vaticano II ha defendido «que se lleve a todos los fieles a la participación plena, consciente y activa que exige la naturaleza misma de la liturgia y a la que tiene derecho y obligación en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1 Pe 2,9)» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 14). No es extraño, pues, que nos encontremos con esta afirmación tajante, llamada a condicionar esencialmente la estructura y disposición de los templos: «Esté bien estudiado el lugar reservado a los fieles, de modo que les permita participar con la vista y con el espíritu en las sagradas celebraciones» (Ordenación General del Misal Romano, 273). En función de este objetivo, se dan algunas indicaciones: que hayan bancos o sillas, aunque se reprueba la costumbre de reservar asientos a determinadas personas privadas; que estos bancos o sillas estén dispuestos de manera que permitan adoptar las distintas posturas que requiere la celebración y moverse para recibir la comunión; que se disponga de medios técnicos para asegurar una perfecta audición.

Y, en íntima relación con la asamblea están los cantores. Frente a la tribuna alejada que ocupaban en el templo anterior, aquí se desea que se coloquen «donde más claramente se vea lo que son en realidad, a saber, que constituyen una parte de la comunidad de los fieles y que en ella tienen un oficio particular; donde al mismo tiempo sea más fácil el desempeño de su ministerio litúrgico; donde sea posible... la plena participación en la Misa» (Ordenación General del Misal Romano, 274).

Capilla del Santísimo Sacramento: Se sigue optando por una capilla especial para la reserva de la Eucaristía. Pero su finalidad principal ya no es la distribución de la comunión fuera de la Misa, hecho que se considera excepcional, sino la adoración y la oración privada de los fieles (cf. Ordenación General del Misal Romano, 276). Se la concibe, pues, como un recinto muy apto para la oración personal ante la presencia eucarística del Señor. Aunque, por supuesto, no es obligatoria.

Desde todas estas prescripciones, todos nuestros templos han conocido una nueva estructuración, que, acomodándose a su estilo y procurando no dañar demasiado los elementos de mayor valor artístico, ha intentado crear el ambiente y las condiciones necesarias para la nueva concepción litúrgica. Y los templos nuevos se construyen ya totalmente desde esta perspectiva.

Para acabar, podíamos trasvasar a la iglesia cristiana, lo que de hecho hace la liturgia, que es la actividad principal a la que están destinados: «Edifica, día a día, a aquellos que están dentro, para ser templo santo en el Señor... y muestra la Iglesia a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones para que, bajo él, los hijos de Dios que están dispersos se congreguen en la unidad hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 2). Es decir, el templo cristiano es, a la vez, lugar de comunión y de misión. Y, por eso, además de albergar nuestras celebraciones comunitarias, es lugar privilegiado para nuestra oración personal. Su ambiente, sus signos y, sobre todo, la presencia eucarística del Señor, lo convierten en un marco único para encontrarnos con Dios, en medio de un mundo en el que pocas cosas nos hablan de él.


PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN

Nuestros templos son «la casa de la familia cristiana, de la comunidad, de la Iglesia». Y, como toda casa u hogar, cumplen tres funciones importantísimas.

En primer lugar, son el hogar que nos permite «vivir juntos» todos los miembros de la familia; en este caso, el Padre, Jesucristo y sus discípulos. Son, pues, lugar de reunión y encuentro, de colaboración en los servicios necesarios para todos; ambiente donde nos sentimos amados y libres; recinto seguro; lugar donde hemos nacido y donde encontramos solución a las necesidades fundamentales de nuestra vida: comida, descanso, cuidado. Todas estas características y funciones del hogar, las hemos encontrado los cristianos en el templo, referidas, claro está, a nuestra vida espiritual. Con el salmo, podemos decir de nuestros templos: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 86).

Pero, precisamente por todo lo anterior, el templo, como nuestra casa, es también el lugar de la intimidad, del diálogo y, por tanto, de la oración, tanto personal como comunitaria. El primer nombre que recibió fue precisamente éste: «casa de oración». Y por ser ámbito de intimidad, allí están los recuerdos de nuestra historia familiar y las huellas de nuestra identidad, materializadas en símbolos, decoración, mobiliario...

Y una última función del templo consiste en ser casa abierta, acogedora, porque la casa de Dios necesariamente ha de ser casa del hombre, de todo hombre; sobre todo del que busca y necesita una familia que no tiene.

Un gran peligro que tienen hoy nuestras iglesias es el convertirse en museos, en edificios visitables por el turismo. Ciertamente, la belleza de muchas de ellas lo merece. Pero hay que plantearse si el precio que hemos de pagar por ello es que dejen de ser nuestra casa, la de Dios y la nuestra. ¡Triste destino y gran responsabilidad! Porque Alguien nos podrá recriminar: «No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado» (Jn 2,16).

Si queremos evitarlo, los cristianos de hoy necesitamos hacer tres operaciones, que os propongo como compromiso para este mes. Primera, conocer y amar nuestro templo: conocer su historia; comprender su simbología, sus imágenes, su decoración; ayudar a su mantenimiento y decoro. Segunda, utilizarlo, vivir en él muchos momentos de nuestra vida de fe, personales y comunitarios. Y tercera, colaborar para que esté abierto y pueda acoger a los que necesitan ayuda material o espiritual.

Un motivo especial que nos debe llevar al templo es la presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa en el sagrario. Es una presencia privilegiada del Señor, que nos invita continuamente al diálogo íntimo con él. ¿Por qué no proponeros hacerle algunas visitas, solos o en pareja? Para animaros, podemos recordar estas palabras de Juan Pablo II: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento»? (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 25).

Y una última sugerencia: ¿No os convendría tener en casa un pequeño «santuario familiar», un rincón tranquilo y adecuado, con alguna imagen o símbolo, que os sirviera como lugar habitual de oración? El hombre con su intención puede hacer «lugares sagrados», que después tienen una cierta «magia», es decir, que nos llaman a entrar en la oración.

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO

Diálogo sobre el tema

Es posible que os haya sorprendido este tema: a primera vista parece un poco marginal respecto a la Eucaristía. Pero ya hemos visto que el templo resalta la presencia concreta de Dios en nuestra vida y su comunicación con nosotros. Y ambas cosas, los cristianos las encontramos, ante todo, en la persona de Cristo y, después, en la comunidad cristiana y en nuestro propio interior. Y para vivir estas tres presencias, el templo material nos ofrece un clima y unas facilidades especiales. Por eso, el diálogo podría versar sobre diferentes aspectos:

1.º Cada matrimonio, a su manera, podría ofrecer una pequeña síntesis de la significación del templo cristiano.

2.º ¿Dónde nos encontramos más fácilmente con Dios? ¿Qué ambientes, símbolos, imágenes, nos ayudan más a sentir su presencia?

3.º ¿Es Jesucristo, su persona, su mensaje, su acción, nuestra principal vía de acceso a Dios?

4.º ¿Amamos y utilizamos nuestros templos más cercanos como lugar de oración y de encuentro con la comunidad cristiana? ¿O los frecuentamos poco?

Palabra de Dios para la oración en común

Lectura de la Carta a los Efesios (2,17-22; 3,14-19).

«Su venida ha traído la buena noticia de la paz: paz para vosotros los que estabais lejos y paz también para los que estaban cerca; porque gracias a él unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre. Por tanto, ya no sois extranjeros o advenedizos, sino conciudadanos dentro del pueblo de Dios; sois familia de Dios, estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular, en quien todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor, y en quien también vosotros vais formando conjuntamente parte de la construcción, hasta llegar a ser, por medio del Espíritu, morada de Dios.

Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra, para que, conforme a la riqueza de su gloria, os robustezca con la fuerza de su espíritu, de modo que crezcáis interiormente. Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que viváis arraigados y cimentados en el amor. Así podréis comprender, junto con todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios».