Cuentan que un
adepto quería ver el rostro a una diosa. Pero en el templo el rostro de la
diosa estaba cubierto por un velo. Se decía que quien quitara el velo a la
diosa y le viera el rostro al instante moriría. El adepto no pudo aguantar más.
Se dijo: prefiero morir que vivir atormentado toda la vida con este anhelo. Fue
al templo y destapó el velo. ¿Y qué vio? Se vio a si mismo.
Nuestra más
profunda identidad es divina. Somos centellas, chispas de esa luz, aunque no
nos demos cuenta. Dios quiere pasar por este mundo en esta forma humana, con
estos ojos, estas manos, estos pies.
Consideramos una
blasfemia si tú o yo decimos “soy Dios”. Pero si un místico dice “soy Dios”, no
hay problema, porque no habla su ego, habla Dios.
Lo que hacemos
en el bautismo es reconocer mi unidad intemporal con Dios, señalar mi
pertenencia a él.
Dios dice de
cada niño o niña: “Este es mi hijo, mi hija muy amada”. Jesús sólo vino a
redescubrirnos como hermanos suyos, hijos del Hombre, hijos de Dios.
El día que nos
despertamos quitamos el velo a “la diosa” que somos.