Según es el Dios en el que cada
cual cree, así es la vida que cada cual lleva. El que tiene su fe puesta en
el dinero, pongamos por caso, será sin duda un individuo cuya vida estará
regida por la codicia. Y lo más probable es que semejante sujeto termine
siendo un corrupto o un ladrón. Un tipo así, aunque diga que es ateo, en
realidad no lo es. Porque Dios es la realidad última que da sentido a nuestra
vida. Una realidad a la que sus “creyentes” están dispuestos a servir. Por
esto, sin duda, el Evangelio dice que el contrincante de Dios es el dinero: “No
podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24; Lc 16, 13)), el “mamón”
personificado como un poder que está siempre en conflicto con lo que Dios exige
y la honradez demanda (H. Balz).
Esto supuesto, si
hablamos de Dios, tal y como todo el mundo entiende la palabra “Dios”, es
importante saber que, en los orígenes del cristianismo, esta palabra no siempre
tuvo el mismo o es lo mismo el Dios, que se nos
revela en Jesús, que el Dios del que nos habla Pablo de Tarso. Lo que lleva
en sí consecuencias de enorme importancia, como después indicaré.
significado. Concretamente, n
En cuanto al Dios de Pablo, la
experiencia que Pablo vivió, en el camino de Damasco, no fue una “conversión”
(“metánoia”), en el sentido propio de esa palabra. Ante todo, porque Pablo no
se aplica a sí mismo el vocabulario específico de la conversión, en los
repetidos relatos que el mismo Pablo nos dejó (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8;
2 Cor 4, 6) y de los que Lucas, en el libro de los Hechos, ofrece tres relatos
detallados (9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18). Pablo, después de lo que vivió en
el camino de Damasco, siguió creyendo en el mismo Dios en el que siempre había
creído, “el Dios de los Padres” (Hech 22, 14), y viviendo la religión en la
que había sido educado (S. Légasse). Por eso, cuando Pablo habla de Dios, se
refiere al Dios de Abrahán y a las promesas hechas a Abrahán (Gal 3, 16-21: