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27 de julio de 2018

EL PAÍS MÁS FELIZ DEL MUNDO

Pare de sufrir, vive en el país más feliz del mundo  

El autor dedica su libro a sus amigos de derecha, a quienes creen que basta con repetir esa frase para construir el país pues "todos somos Guate".

Por Andrés Zepeda/ 18 julio 2018.
Nómada
Foto portada del libro "El País más feliz del Mundo"

Este libro está dedicado a Federico Bauer, Christopher Dent, Eduardo Cofiño, y algunos otros –pocos– amigos de derecha con los que, no obstante, aún me es posible sostener interlocuciones saludables y de vez en cuando llegar incluso a puntos de encuentro potencialmente fecundos… a pesar de las diferencias… o precisamente debido a ellas.

Pensé mucho en ustedes a la hora de escribirlo. Quise en todo momento tender un puente de entendimiento, consciente de que el país nos pertenece a todos, no sólo a los de arriba ni sólo a los de abajo ni sólo a los de en medio; y convencido de que es entre todos que hemos de emprender las transformaciones necesarias, de tal modo que decir que Guatemala es el país más feliz del mundo no sea un chiste de pésimo gusto ni suene a publicidad barata para disimular nuestro lacerante subdesarrollo estructural.

¿Habrá alguien que de verdad se trague el señuelo ese de que somos el país más feliz del mundo? Respuesta: sí, sí lo hay. Sobre todo desde que la New Economics Fundation hizo público un ranking según el cual Guatemala ocupó la posición número 8 en el Índice del Planeta Feliz 2006, la número 4 en el 2009, la número 10 en el 2012 y la número 26 (de 140 países evaluados) en el 2016. Los medios de comunicación controlados por el empresariado nacional, de la mano de algunas agencias publicitarias al servicio de marcas cuya estrategia consiste en blandir un optimismo frívolo capaz de cautivar la sensiblería de las masas, hicieron eco de la noticia con un ímpetu digno de mejores causas. Sin pensárselo dos veces, luminarias internacionales de la música pop como Pharell Williams y Ricardo Arjona se unieron al coro, junto con grandes fabricantes de refrescos de soda, cadenas de comida rápida, bancos e industrias de frituras, difundiendo un mensaje edulcorado que llamaba a hacerle frente a los muchos y muy graves problemas del país a fuerza de actitudes positivas como “principio de contagio”; de modo que, en virtud de la sumatoria aritmética de millones de esfuerzos individuales, por acumulación seríamos capaces de remontar la adversidad en un contexto idílico donde no existen diferencias ni estratificaciones, ya que “todos somos Guate”.


Tan copiosa fue la embestida, y tan seductores los cantos de sirena, que durante meses (que luego fueron años) quedó flotando en el ambiente la sensación de que sí, que una mente positiva es capaz de conquistar grandes logros, que para transformar el país basta con dejar de darle mordida al policía de tránsito y poner la basura en su lugar, y que todo lo demás se desprendería de ahí como una cascada de acciones edificantes sucediéndose ad infinitum, por obra y gracia de la imitación. Así pues, poco o nada importaba ya el hecho de no haber llegado nunca a ocupar la casilla número uno en aquel dichoso ranking de la felicidad; ya que, en última instancia, la actitud positiva todo lo puede, de tal suerte que “si lo podemos soñar, lo podemos lograr”.

No obstante, el efecto rebote de esta ideología ha sido demoledor al endosarle los problemas del país a quienes los padecen, eximiendo con ello a quienes históricamente han venido ocasionándolos. “Decir que para cambiar al país basta ser un ciudadano ejemplar es tanto como decir que, para que una mujer que sufre de violencia física por parte de su marido deje de sufrirla, sólo tiene que ser buena esposa”, destaca el escritor y docente mexicano Adrián Chávez.

“Lo que más molesta de este nacionalismo Coelho, ligero, vacuo y facilón”, concluye el académico Christian Kroll, “es que reproduce la mentalidad finquera que, quizás como ninguna otra, define a la sociedad guatemalteca; una mentalidad que no cuestiona su posición de privilegio; que cree que su simple deseo construye la realidad; que asume siempre que en su dominio reina la paz, la armonía y la prosperidad; que piensa que todo es como debe ser y, por ello, inmutable y eterno”.

Aquel chupete empalagoso y su envoltura de oropel sedujeron a media Guatemala hasta bien entrado el año 2015, cuando comenzaron a trascender los primeros casos de latrocinio por parte del gobierno del Partido Patriota y sus no menos corruptos socios en el sector empresarial. Sólo entonces les quedó claro a muchos la dimensión, la profundidad y el alcance de los flagelos que asolan a nuestro país. “El problema es el sistema”, empezó a proclamarse a los cuatro vientos, conforme iban conociéndose más y más escándalos e iban cayendo más y más funcionarios y contratistas del Estado.

Pues bien: todo parece indicar, entonces, que no basta con el emprendimiento de meras acciones individuales. Hace falta organizarse, participar, unir esfuerzos en conjunto para revertirlo entre todos. Entre todos, dije; con la excepción de quienes elijan desoír el clamor de la Historia y se resistan a salir de su trinchera de confort, que por desgracia no serán pocos –y sí muy poderosos.

Aquí les entrego, pues, este puente de entendimiento. Ese es, repito, mi propósito: entendernos. Nada más, y nada menos. Que lleguemos a ponernos de acuerdo es ya una ambición poco realista tratándose de un país tan polarizado como Guatemala, sobre todo teniendo en consideración la cuantía de los intereses en juego.

Por lo demás, poco me importa si lo leen, o no, mis amigos y amigas (y enemigos, y enemigas) de izquierda. No lo necesitan. Para qué, si ya se saben la lección. Que la apliquen en la práctica, esos ya son otros veinte pesos.

Huelga decir que no albergo muchas esperanzas al respecto. A las pruebas me remito.

Andrés Zepeda