John Gerard
Sacerdote clandestino (1564-1637)
“Con la ayuda de Dios, no habré de hacer nunca nada injusto ni actuaré contra mi conciencia ni contra la fe católica. Me tienen en su poder. Pueden hacer conmigo lo que Dios les permita; pero más no pueden hacer.”
En las postrimerías del siglo XVI, los misioneros jesuitas cubrieron el globo terráqueo dando testimonio de la exhortación del evangelio de “hacer discípulos de todas las naciones”. Ya fuera en Japón, Canadá, India o América latina, enfrentaban con alegría cualquier tipo de peligro, aun a riesgo de sus vidas. Sin embargo, en ningún lado enfrentaban más amenazas los jesuitas ingleses, que cuando viajaban a su propio país: Inglaterra bajo el reinado de la Reina Isabel.
A partir de la reforma iniciada por el Rey Enrique VIII, la religión católica había sido formalmente suprimida en Inglaterra. Las órdenes religiosas habían sido abolidas, las Iglesias habían pasado a ser propiedad de la Iglesia de Inglaterra, y se le requirió a todo el clero que tomara el Juramento de Supremacía (que concedía la suprema autoridad eclesiástica al monarca inglés). Sin embargo, el catolicismo permaneció vivo, sostenido por una cantidad de sacerdotes clandestinos, una red de católicos laicos, y una sostenida corriente de misioneros introducidos ilegalmente desde el continente.
Entre estos últimos, los jesuitas figuraban prominentemente. Su misión era buscar y servir a la población católica y, donde fuera posible, animar a los “cismáticos” vacilantes a volver a la Iglesia. Ante el fracaso de cualquier otra tarea, estaban dispuestos a dar testimonio entregando sus vidas. Ésta no era una posibilidad remota. Los sacerdotes eran considerados no sólo como representantes de una religión proscritas sino como agentes de poderes foráneos que intentaban promover “la sedición, la rebelión y actos hostiles”. En prisión, les aguardaban la tortura y la muerte. Tan probable era su descubrimiento final y su captura, que embarcar para Inglaterra equivalía a seguir el camino de la cruz.
El primer desafío era desembarcar y escapar a la detección de los agentes que vigilaban todas las ciudades portuarias. La siguiente tarea era hallar refugio en alguna rede de hogares católicos, en su mayoría pertenecientes a la alta burguesía, cuyo buen pasar y privilegios les daba espacio para mantener su fe tradicional. Sus casas incluían capillas secretas, equipadas con escondrijos ingeniosamente disimulados donde esconder a los sacerdotes y al material incriminatorio de una eventual pesquisa. Tales precauciones eran la única defensa contra los informantes, los espías y los cazadores profesionales o “perseguidores” cuya tarea consistía en aprehender a los sacerdotes clandestinos y a sus defensores.
Esta historia es el antecedente de uno de los más notables documentos de la época, The Diary of a Hunted Priest (El Diario de un sacerdote perseguido), escrito por el jesuita inglés John Gerard. En sus memorias, describe con penosos detalles como, en 1588, a los veinticuatro años y recién ordenado de sacerdote, fue enviado de contrabando a su nativa Inglaterra y experimentó las peligrosas aventuras inherentes a su ministerio itinerante. Debido a sus antecedentes culturales y su conocimiento de materias tales como cetrería y caza, pudo pasar como un caballero provinciano. De esta manea visitaba a la burguesía católica, predicando y oficiando misa donde se detenía; siempre, al parecer, unos pocos pasos delante de los fervorosos perseguidores que le seguían la pista. Una vez fue acorralado en una casa y tuvo que permanecer literalmente encerrado en una pared durante cuatro días, sin comida ni agua, mientras el equipo de perseguidores rompía los pisos y arrancaba el yeso de las paredes a su alrededor.
Si bien en ésa y otras ocasiones similares logró eludir a sus captores, fue finalmente traicionado y llevado preso en 1594. En la primera de las muchas prisiones se lo mantuvo durante la mayor parte del tiempo con las piernas encadenadas y sujeto a duros castigos. Todo ese tiempo sostenía su ánimo repitiendo-hasta donde la memoria le permitía- la totalidad de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Más tarde, en circunstancias menos opresivas, se halló entre otros católicos prisioneros y fue capaz, así, de retomar su ministerio sacerdotal detrás de las rejas. En 1597, fue transferido a la Torre de Londres, el equivalente de una prisión de máxima seguridad, donde fue sujeto a crueles torturas.
Sin embargo, por medio de mensajes invisibles, escritos con jugo de naranja y sacados en forma clandestina, pudo organizar un escape temerario.
Reasumió de inmediato su ministerio clandestino, consciente, sin embargo, de que era ahora uno de los criminales más buscados de Inglaterra y de que si lo volvían a capturar, significaría la muerte. Sin embargo, permaneció a salvo varios años, hasta 1605, cuando se descubrió el complot de la pólvora –una mal concebida conspiración para volar el Parlamento- que condujo al castigo masivo y violento de los católicos y sus simpatizantes. Si bien él ignoraba el complot, muchos de los amigos de Gerard estaban implicados en el asunto, y el nombre del propio Gerard figuraba en la orden de arresto. Sus superiores jesuitas le ordenaron que escapara.
La narrativa de Gerard está llena de referencias a los mártires que le precedieron, rodearon y siguieron sus huellas. Estos incluyen a los laicos como Margaret Clithrow, el famoso “Pequeño Juan”, quien ideaba la mayoría de los escondites usados por los sacerdotes perseguidos, y jesuitas como Robert Southwell y Edmund Campion. Finalmente, no estaba en el destino de Gerard, contarse entre ellos.
El 3 de mayo de 1606, luego de dieciocho años en Inglaterra, se escurrió a través del Canal, disfrazado de sirviente del embajador de España. Fue Superior de los jesuitas Flandes y más adelante trabajó como confesor en el Colegio inglés de Roma. Fue un particular defensor de la causa de Mary Ward y de su Instituto de la Bendita Virgen María.
Por Rosario Carrera.
Inspirado en el libro Todos los Santos. Robert Ellberg