Santo Tomás Becket
Arzobispo y Mártir (1118-1170)
“Me entrego junto con mi causa al Juez de todos los hombres. Vuestras espadas se hallan menos preparadas para golpear que lo que está mi espíritu para el martirio.”
El asesinato del arzobispo Tomás Becket en la catedral del Canterbury es uno de los episodios más celebrados de la historia medieval. A los pocos días de su muerte, en el año 1170, había informes de milagros en su sepultura, y su canonización fue dos años después. La muerte de Beckett es sólo un incidente más en la prolongada lucha por definir las respectivas jurisdicciones de la Iglesia y la corona. Pero fue asimismo la culminación de una complicada relación entre dos hombres: Tomás Becket y el rey Enrique II.
Tomás nació en Inglaterra, hijo de padres de una buena familia normanda, que hicieron arreglos para que sirviera en la casa de Theobold, arzobispo de Canterbury. Tomás se mostró tan capaz en el servicio que se transformó en el protegido favorito del arzobispo. Por último, fue nombrado archidiácono de la catedral. En algún momento su fama llegó hasta el joven rey Enrique y comenzó, allí, una amistad inusualmente cercana y devota entre ellos. Como sello de su amistad, Enrique nombró a Tomás su canciller, el segundo puesto más poderoso del reino.
En este papel, que conllevaba responsabilidad por las finanzas del reino, Tomás fue un servidor efectivo y devoto de los intereses del rey. Así, a la muerte del arzobispo Theobold, Enrique percibió una excelente oportunidad para extender su poder, nombrando a su amigo Tomás en la sede vacante. Este vaciló, por sentir que sería el fin de su amistad. Pero finalmente se rindió a los deseos de Enrique. Fue ordenado sacerdote y de inmediato consagrado arzobispo de Canterbury con gran pompa y ceremonia.
Las intenciones de Enrique no eran terriblemente sutiles, y los canónigos de la catedral eran menos que entusiastas acerca de la imposición del “hombre del rey”. Sin embargo, Tomás comenzó a definir su independencia enseguida, renunciando al puesto de canciller. Esto no formaba parte del guión que Enrique había concebido. Pero fue sólo la primera de varias señales de que Tomás intentaba tomar su puesto en serio. Comenzó por ayunar y llevar a cabo vigilias nocturnas de oración. Llevaba un cilicio secreto y practicaba otras mortificaciones.
Lo que fue más serio, Tomás comenzó resistiéndose a diversas invasiones sobre independencia y las prerrogativas de la Iglesia, toleradas por su respetado predecesor. Enrique era, de varias maneras, un monarca moderno. Había instituido un nuevo código legal y varias reformas en la administración civil, muchas de las cuales servían a la causa de la justicia. Además, deseaba ir más lejos que cualquiera de sus predecesores en afirmar la jurisdicción de la corona sobre los miembros del clero. Esto representaba desafiar la institución de tribunales eclesiásticos separados para el clero acusado de violar la ley civil, y significaba afirmar la autoridad última del rey por encima de la del Papa. Tomás mantuvo una inquebrantable oposición.
Finalmente, las cosas llegaron a tanto que Tomás se vio forzado a escapar de Inglaterra al exilio, en un monasterio cisterciense de Francia. Se sometió a la voluntad del papa, pero el apoyo del papa era tibio. Si bien apreciaba la posición de Tomás se hallaba involucrado en sus propias luchas contra un antipapa rival, y no tenía interés en alimentar el antagonismo del rey de Inglaterra.
Hubo varios intentos de reconciliación, que fracasaron. Enrique intensificó la crisis haciendo arreglos para la coronación de su hijo por el arzobispo de York, desafiando, así, la antigua costumbre que reservaba este privilegio al primado de Inglaterra. Permitió, asimismo, a varios barones, robar propiedades de la sede de Canterbury. Tomás respondió excomulgando a sus enemigos.
En julio del año 1170, Enrique y Tomás se encontraron en la playa de Normandía y ambos parecían ansiosos por remendar sus diferencias. Tomás volvió a Canterbury, donde fue recibido, luego de una ausencia de seis años, por el regocijo popular. Pero no habría ninguna paz. Los conflictos subyacentes permanecieron, intensificados por la excomunión vigente aun contra varios de los más cercanos aliados de Enrique. En su sermón de Navidad, Tomás dijo a la congregación que era posible que se obispo les fuera arrebatado pronto.
A los pocos días, Enrique fue presa de un ataque de arabia incontrolable y pronunció, en presencia de varios de sus leales barones, las palabras fatales que serían la sentencia de muerte de su antiguo amigo: “¡Qué conjunto de cobardes inútiles tengo en mi reino, que permiten que un funcionario de clase inferior se burle vergonzosamente de mí!” Los cuatro caballeros, comprendiendo plenamente lo que su señor quería decir, partieron de inmediato hacia Canterbury. El 29 de diciembre, abordaron a Tomás dentro de la catedral, mientras se preparaba para el rezo de vísperas. Tomás no hizo esfuerzo alguno por resistir su asalto. Furiosos, lo abatieron con sus espadas y desparramaron su cerebro en el piso de piedra. Antes de morir exclamó: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.”
Toda Europa quedó horrorizada por este cruel hecho. Tomás fue aclamado de inmediato como santo por el pueblo de Inglaterra. Tal vez no todos podían comprender los problemas constitucionales en juego en el conflicto del arzobispo con el rey. En verdad, desde una perspectiva moderna, el compromiso de Becket con los tribunales eclesiásticos parece un principio un tanto anticuado, que ya en ese entonces era, al parecer, de escasa relevancia para las vidas de la mayoría de los ciudadanos. Pero la gente comprendió, en algún nivel, que Becket se había interpuesto en el camino de la auto glorificación del Estado y que, en última instancia, había muerto en defensa del principio de que existe una autoridad más alta que la del rey.
El propio Enrique se vio forzado a reconocer eso cuando ayunó por cuaresma días, caminó descalzo hasta la tumba de Becket, y se sometió al severo castigo de los canónigos de la catedral. Becket fue canonizado en el año 1173. Su tumba en Canterbury se volvió uno de los lugares de peregrinación más frecuentados de Europa.
Por
Inspirado en el libro Todos los Santos. Robert Ellberg