Teilhard de Chardin
Místico y científico (1881-1955)
“Deseo enseñar a la gente cómo ver a Dios en todo, cómo verlo en aquello que se encuentra más escondido y más elemental del mundo.”
La obra del jesuita Teilhard de Chardin se encuentra detrás de muchos de los movimientos más creativos de la teología y la espiritualidad contemporáneas. Fue un profeta que trabajó duramente para reconciliar el lenguaje de la ciencia y el de la religión. Era un místico, encendido con la visión del misterio divino en el corazón del cosmos. Era asimismo un hombre de profunda fe, compendio de una espiritualidad de compromiso con el mundo y con sus más profundos interrogantes.
Pero muy poco de esto le fue reconocido en vida. A lo largo de toda su carrera, Roma y sus superiores religiosos le negaron permiso para publicar alguno de sus escritos teológicos y filosóficos, dar conferencias públicas o incluso aceptar cualquier nombramiento académico significativo. Este tratamiento le ocasionó severos sufrimientos y frustraciones, sin embargo, se sometió obedientemente, convencido de que la mejor manera de ser a Cristo era ser fiel a su vocación: “Cuantos más años pasan, más comienzo a pensar que mi función es simple y probablemente la de un…Juan Bautista, es decir, la de alguien que presagia lo que ha de venir. O tal vez lo que estoy llamado a hacer es simplemente ayudar al nacimiento de una nueva alma en lo que ya existe.”
Teilhard nació en una numerosa familia de noble linaje. Las colinas volcánicas que rodeaban su hogar, en la región de Auvernia, Francia, estimularon una fascinación infantil con las rocas y fósiles. Mantuvo su entusiasmo luego de entrar en los jesuitas a la edad de dieciocho años. De allí en adelante, siguió, en tándem, con sus estudios teológicos y su investigación geológica y paleontológica.
Teilhard se convirtió en un científico de primer rango. Publicó más de cien artículos académicos y tomó parte en excavaciones en los tres continentes. Fue parte del equipo que descubrió los restos del “Hombre de Pekín”, en esos tiempos el más antiguo de los antepasados registrados del hombre. No obstante, todo el tiempo trabajaba en una profunda síntesis teológica, integrando la teoría de la evolución con la de su propia visión cósmica de la cristiandad.
Según Teilhard, la historia de la Tierra reflejaba un desenvolvimiento gradual de las potencialidades de la materia y la energía. La materia inanimada dio lugar a la vida; las formas simples de la vida dieron lugar a organismos cada vez más complejos. Todo esto culminó en la conciencia humana. No obstante, ¿Era esto el término final de la evolución? Teilhard creía que el proceso debía continuar, si bien ahora a través del umbral de la conciencia. ¿Cuál era el destino de este proceso? Teilhard lo llamó Punto Omega, el horizonte en que espíritu y materia debían converger. Como cristiano, identificaba este Omega con Cristo, el comienzo y el fin de la historia. En Jesús, Dios-hecho-hombre, se hallaba la garantía de nuestro último destino. Aquí el espíritu de Dios y el principio de la materia se habían unido de forma definitiva.
La espiritualidad de Teilhard estaba marcada por una fuerte percepción de la Encarnación. Con un ojo místico percibía el rostro de lo divino en toda la creación. Forjó esta visión, en parte, en medio de la muerte, mientras servía valerosamente como camillero durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde describió una experiencia que le había ocurrido mientras estaba sentado en una capilla cerca del campo de batalla de Verdun, meditando sobre la Hostia consagrada. Le pareció que la energía del amor encarnado de Dios se expandía hasta llenar la habitación, abarcando por último el campo de batalla y el universo entero. Para Teilhard, como para el jesuita Geral Manley Hopkings, el mundo estaba “cargado con la grandeza de Dios”. De manera similar, en “Himno a la Materia” escribió:
Benditos sean, materia áspera, suelo y yermo, toca obstinada: ustedes que sólo se doblegan ante la violencia, nos forzaron a trabajar si deseábamos alimentarnos… ¡Bendita seas, materia mortal! Sin ti, sin tus violentas embestidas, si no nos hubieses desarraigado, hubiéramos permanecido ignorantes de nosotros mismos y de Dios.
Teilhard pasó los años de 1923 a 1946 investigando y haciendo trabajo de campo en China. Esta tarea era una suerte de exilio, el resultado del deseo de sus superiores de mantenerlo alejado de las luces del escenario teológico de Europa. No obstante, fue allí donde elaboró su pensamiento de la madurez. Estaba fascinado con la idea de que, a través de su trabajo en el mundo, los seres humanos estaban participando de la progresiva extensión y consagración de la creación de Dios. Este discernimiento se vio nutrido de manera especial por su devoción a la Eucaristía. No obstante, a menudo, mientras estaba en camino, le faltaban los elementos necesarios para la misma. Esto inspiró su “Misa sobre el mundo”.
Puesto que una vez más, Señor… no tengo pan ni vino ni altar, me elevaré por encima de estos símbolos, hasta la pura majestad de lo real en sí mismo; yo, tu sacerdote, haré de la tierra entera mi altar y sobre ella te ofreceré todos los esfuerzos y sufrimientos del mundo.
Las copias de las obras de Teilhard pasaron de mano en mano entre una selecta audiencia de amigos y compañeros jesuitas. Sin embargo una y otra vez se le negó el permiso para publicarlas. Aunque nunca se le condenó formalmente, sus obras hubieran desaparecido por completo de no haber tomado Teilhard la precaución, tibiamente rebelde, de nombrar una amiga laica como su albacea literaria. A esta iniciativa debe Teilhard su fama y su influencia póstumas.
El último “exilio” de Teilhard fueron los Estados Unidos, donde pasó sus últimos años en Nueva York. Una vez señaló: “Me gustaría morir el día de la Resurrección.” Y así sucedió. Se vio abatido por un infarto y murió el 10 de abril de 1955, domingo de Pascua. Al morir, finalmente su visión fue rebelada al mundo:
Un día vendrá en que, luego de domesticar al éter, los vientos, las mareas y la gravedad, domesticaremos para Dios las fuerzas del amor. Y en ese día, por segunda vez en la historia del mundo, el hombre habrá descubierto el fuego.
Por Rosario Carrera.
Inspirado en el libro Todos los Santos. Robert Ellberg