Alejandro Solalinde
Defensor de los migrantes
El férreo defensor de los migrantes centroamericanos ha enfrentado la descalificación de los obispos mexicanos por pensar diferente y denunciar la corrupción y los abusos del poder. Pero él simplemente no sabe quedarse callado.
El año pasado estuvo nominado al Premio Nobel de la Paz y está seguro de que lo perdió después de pronunciar un encendido discurso en el Parlamento Europeo en el que prácticamente llamó cobardes de doble moral a los representantes de 20 países.
El sacerdote Alejandro Solalinde está acostumbrado a perder posiciones y a que lo echen de los lugares por decir las verdades a la gente. Antes de que lo ordenaran sacerdote, en su natal México, fue expulsado de numerosas congregaciones y ya de cura, lo han difamado, perseguido y amenazado sin tregua. Hombre afable y de buenos modales, Solalinde incomoda y evidencia sin censura a quienes se benefician del tráfico de migrantes centroamericanos, especialmente al poder político.
Durante varios años trepó “la bestia”, el tren cargado de mercancías y de inmigrantes. Les llevaba alimentos, escuchaba sus denuncias de abusos y carencias y en más de una ocasión terminó arrestado y golpeado junto a ellos. Es el protagonista de una ley migratoria en México, ha participado en la búsqueda de desaparecidos y desde hace una década se endeudó para fundar un albergue para migrantes a orillas de la vía del tren. Aunque la casa quedó destruida por el terremoto del año pasado, la posada funciona debajo de carpas. Miles de centroamericanos han comido y sobrevivido gracias a las luchas y cuidados de este aguerrido sacerdote y a su equipo de voluntarios.
Reconocido con múltiples premios internacionales, llamado “el padre Sol” y “el nobel de los migrantes”, Solalinde es reacio a los aplausos. En el inicio de la biografía que escribió con la periodista Karla Gutiérrez, y que presentó en la Feria Internacional del Libro, Solalinde se describe como “un imperfecto inútil que se convirtió en un imperfecto útil”. Y a partir de esa descripción ancla su historia.
– ¿Cómo cree que van a recibir su biografía sus detractores?
– Creo que van a enojarse. De hecho, ya empezaron a quejarse. Pero yo acostumbro decir las cosas como son. Si tengo que decir: “Tal gobernador fue narcotraficante” o “tal general trabajó para la droga”, lo hago sin omitir nombres. Si no les gusta, es su problema. Pero dentro de esos detractores hay unos que son “fuego-amigo”. Me refiero a los obispos, a los sacerdotes, a tantas personas de Iglesia que me dijeron de todo: que yo estaba excomulgado, que mi comunidad era pirata, que yo era hereje, que no amaba a la Iglesia porque, según ellos, no obedecía las directrices de los obispos…
La biografía de Solalinde fue lanzada en México en junio por la editorial Harper Collins. La obra, escrita por la periodista Karla Martínez, recoge más de 150 horas de conversación con el sacerdote y un compendio de reflexiones y experiencias inéditas.
– ¿Cuántas veces ha estado a punto de ser excomulgado?
– Como dos y siempre fue por pensar diferente. Una vez, un padre ya mayor se enojó muchísimo porque yo le dije que estaba cobrándoles demasiado (a los laicos), abusando de ellos, convirtiendo las cosas de Dios en una mercancía. Me respondió: “¿Tú qué sabes de eso? Yo tengo derecho a vivir y de esto vivo”. Le dije: “Mira las joyas que traes, tus anillos, y las joyas que trae tu mujer. Una mujer bien vestida, como reina. Todo lo has sacado de la gente. No está mal que recibas apoyo de la gente, pero que comercies con las cosas de Dios y que sangres la comunidad de los pobres, eso no está bien”. Se me dejó ir encima, en la capilla, pero justo entraron otros sacerdotes y el obispo.
Otro día, un sacerdote iba manejando su carro y se enojó tanto que golpeó su asiento y me dijo: “Mientras tú no dependas económicamente del culto nunca me vas a entender”. Y yo le respondí: “Pues ya se ve que no te voy a entender, porque nunca he dependido del culto y jamás lo haré. El culto es una culminación de la fe, no debe cobrarse”.
– ¿Por qué permanece en una Iglesia donde tantos miembros lo han humillado e insultado? ¿No sería mejor separarse?
—Los que más me han hecho sufrir no son los sacerdotes, sino algunos obispos. Porque en lugar de entender mi vocación misionera y apoyarme y alentarme, me han hecho sentir su autoridad, me han humillado, me han amenazado. Me han discriminado con su poder. De Toluca siempre me corrieron y en Oaxaca, el obispo de Tehuantepec, que no entendía mi vocación, llegó a decir una vez: “Hay entre nosotros un sacerdote protagonista, uno que está creciendo él solo como un tumor maligno, pero no está dentro de nosotros…”
– ¿Lo llamó tumor maligno?
– Y los demás lo escucharon tranquilos. Yo iba año tras año a esos ejercicios espirituales. Era una semana en la que no me hablaban, me ignoraban. En las misas ni siquiera pedían por los migrantes, porque sabían yo los cuidaba. Pero, ¿por qué no dejo la Iglesia? Yo me iría si la Iglesia fuera de ellos, pero no es de ellos, es de Jesús. Y por eso me quedo.
Te voy a contar una anécdota preciosa que me sirvió mucho. Un día, el nuevo obispo de Tehuantepec me citó. Yo tenía miedo de llegar porque sabía que nada bueno iba a venir de él. Me había hecho la vida imposible, sufrí mucho. Pero me citó y yo estaba en una silla, esperando mi turno. Sentía como una plancha en el pecho. No quería entrar. De repente, volteé a ver la silla a mi lado y vi a Jesús sentado, esperando como yo. ¿Me explico? Esperando como yo, sintiendo como yo… las humillaciones, todo (se le quiebra la voz). Pero él estaba ahí, conmigo. Y dije: “Ya entendí, ya entendí. Tú estás conmigo, me voy a aguantar. Estas y las que vengan, pero ni me voy de tu Iglesia, ni voy a renegar ni a maldecir a nadie”. Y me quedé.
– ¿Se ha sentido usted reivindicado por el papa Francisco?
– Sí, fue la primera reivindicación que tuve (en mayo de 2017, el papa aceptó y alentó su trabajo y lo instó a continuar haciéndolo). Todos los años anteriores los obispos me negaron y me excluyeron de los espacios, me expulsaron de las diócesis. Con el papa Francisco, por fin, encontré el lugar en la Iglesia que yo quería: el de misionero itinerante. Yo no quería estar ni más ni menos que nadie, solamente que me dieran un lugar en la Iglesia como a todos. Finalmente, el papa Francisco lo hizo.
– ¿Por qué los migrantes centroamericanos tienen tan pocos defensores y tan pocos interesados en sus derechos?
– No sé si es por el miedo, porque da miedo. Yo lo superé, pero a lo mejor otros no. No es fácil. Yo estuve en Veracruz cuando Los Zetas se posicionaron y, por supuesto, invadieron mi albergue. Hablé varias veces con ellos y por razones que aún son un misterio, no me mataron. Yo fui la primera persona que le puso a Los Zetas cuatro denuncias penales por secuestro (de migrantes), cuando ellos estaban en su apogeo en veinte estados. No tenían más que irme a matar. Sentí una sensación que llamé “premuerte”. Una cosa extraña, sientes como que te jalan todo hacia adentro y que no puedes ni respirar. Pero seguí viviendo. Han pasado ocho años, Los Zetas ya están en decadencia y yo sigo viviendo. ¿Qué evitó que me mataran? No lo sé.
– ¿Me dice entonces que esta escasez de liderazgos de defensores de los migrantes se debe, en buena medida, a que es una misión temeraria, demasiado peligrosa?
– Y te quiero contar otra cosa: los del cártel del Golfo siempre estuvieron ahí, llegaban al albergue y, al igual que Los Zetas, nunca me hicieron nada. Un día de mayo de 2013 se me acercó uno de ellos y me dijo: “Soy del cártel del Golfo y te traigo un saludo de mi jefe. Te manda a decir que te admira porque eres un sacerdote con muchos arrestos (bueno, lo dijo con otras palabras) y la gente valiente no se le mata, se le respeta. Nada más te quiero decir que mientras no te metas directamente contra nuestro negocio, no te vamos a tocar. Pero si lo haces, tendremos que matarte”. También me avisaron que iban a cobrarle a los migrantes US$1,200 de renta por pasar por México, de frontera sur a frontera norte. Me aseguró que si no podían pagar no los matarían, sino que los regresarían. Al principio sí cumplieron.
– ¿Por qué cree usted que los gobiernos y la propia iglesia católica son tan indiferentes a los migrantes? ¿Por qué no permean las denuncias de toda su indefensión y violación a sus derechos?
– Yo creo que la Iglesia católica no es indiferente a los migrantes, lo que pasa es que no se ha acostumbrado a una interlocución con el Gobierno y con quien sea. Jesús dice: “Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejitas, las conozco por su nombre y voy delante de ellas”. Cuando ve el buen pastor ve venir al lobo, no huye, lo enfrenta. Yo creo que ellos (la iglesia) sí quieren a los migrantes, pero le tienen miedo al lobo. Y los ha malformado ese respetillo que han inculcado a los obispos y algunos sacerdotes, que los forman como súbditos o funcionarios del Vaticano. Entonces no pueden meterse en asuntos de otro Estado ni decirle sus verdades a quien sea, porque son súbditos del Vaticano. Tanto los episcopados de Estados Unidos como el México le tienen miedo al Gobierno y no quieren romper esa línea de respeto institucional, por eso no pueden hacer más. Pero como yo soy muy irrespetuoso sí puedo romperla. Yo soy católico y nada más.
– ¿Qué le falta por hacer?
– Ahorita estoy trabajando mucho por los migrantes en Europa y estoy incidiendo mucho. El año pasado fui al parlamento europeo y me recibió el encargado de la Unión Europea ante América Central y México, un italiano diplomático de carrera. Cuando le comencé a hablar de los migrantes me salió con que Europa no los puede reconocer como trabajadores internacionales, no puede hacer una sugerencia de moción, porque son más importantes los acuerdos comerciales. Cuando llegué al pleno iba echando chispas, como agua para chocolate. Me tuvieron que oír. Ante un foro de 20 representantes de 20 países dije que Europa no tenía autoridad moral para dar un premio de derechos humanos y no podía ser que el continente que nos enseñó la cultura grecolatina, nuestra fe en Roma, sea ahora ajeno a los derechos de los migrantes. Se quedaron helados, obviamente no hubo aplausos. Y me di cuenta que acababa de perder el Premio Nobel de la Paz. Pero saliendo de ahí me pregunté: ¿Realmente lo habría aceptado? ¿Con qué autoridad moral me lo hubieran dado si no quieren a los migrantes?