Emigración, falta de humanidad
José María Castillo, teólogo
No es fácil analizar y explicar, al detalle y hasta el fondo, lo que nos está pasando, desde no hace mucho, en España, en Europa, por todo el mundo. No me refiero, ni sólo ni principalmente, a la crisis económica. Aunque, por supuesto, los problemas relacionados con la gestión de la economía tienen mucho que ver con lo que estamos viviendo. Pero el problema más preocupante, ahora mismo, está en otra cosa.
Me refiero a la experiencia de "crispación colectiva" que estamos viviendo. Ya he dicho que esto tiene mucho que ver con la economía. También con la política. Y mucho, tal como están las cosas en este momento. Por otra parte, el cambio de cultura y de costumbres, que estamos viviendo, es tan rápido y tan profundo, que no acertamos a entender lo que nos está ocurriendo. Todo esto, como es lógico, produce malestar, inseguridad, crispación...
Pero me da la impresión de que hay otros factores, en este momento, que son determinantes para ponernos más nerviosos o quizá más crispados. Ahora mismo tenemos el problema de los inmigrantes. Europa supo formular la declaración universal de los "Derechos Humanos". Y ahora mismo Europa, por mantener a toda costa su alto nivel de bienestar, no duda en quebrantar, en cosas muy fundamentales, esos "derechos", que ella misma declaró y difundió por todo el mundo.
El hecho es que las cosas han venido rodadas de manera, que, ahora mismo nos vemos metidos de lleno - quizá sin darnos cuenta - en un "fundamentalismo", que no sabemos definir, ni tenemos conciencia de lo que nos está pasando, ni por tanto acertamos a salir de este callejón sin salida.
Hablo de "fundamentalismo", que no es ni fanatismo, ni autoritarismo. El fundamentalismo es vuelta a las fuentes, a los orígenes, a lo más auténtico. Recuperar nuestra verdadera y única autenticidad. Por eso, cuando en este asunto tan básico, nos vemos amenazados, entonces es cuando se encienden todas las alarmas. Y el fundamentalismo se pone en marcha.
De ahí que, con toda la razón del mundo, el conocido sociólogo Anthony Giddens ha definido el "fundamentalismo" como "tradición acorralada". Lo estamos sintiendo en nuestras carnes. Cuando cada día nos enteramos de que Asia y África se nos vienen encima - lanchas, pateras, barcos sobrecargados de cientos de personas..., como les pasa a los norteamericanos con las gentes de la América hispanoparlante - quisiéramos levantar murallas para protegernos de los invasores. Los que nos invaden porque vienen huyendo de las guerras que nosotros hacemos posibles con nuestro gran negocio de la venta de armamentos, la compra del coltán para que sigan funcionando nuestros móviles, el gas, el petróleo, la madera, los metales preciosos... ¿qué sé yo?
Así las cosas, ¡por lo que más quieran!, que no nos engañen los políticos, ni sus técnicos, ni sus medios de comunicación. El problema está en que nos hemos "deshumanizado". Y la "humanización", a fondo y para todos, nos da miedo. ¿No tendría que ser un "proyecto global", en este sentido, lo que más nos debería preocupar y lo primero que tendríamos que hacer?
¿Qué esto es una utopía? Ya lo sé. Pero también estoy seguro de que la más peligrosa y la más inútil de todas las utopías es la que consiste en un mundo sin utopía. Un mundo así, se convertiría inmediatamente en una momia.
A fin de cuentas, por lo que ha sido mi profesión y mi vida, según mis creencias religiosas, los cristianos decimos que Dios, para salvar al mundo, se humanizó. Pues eso digo yo. De la "tradición acorralada" no nos saca nada más que lo que nos sacó de las manadas de chimpancés: nuestra "condición humana". Esto es lo que más nos urge a todos: ser profundamente humanos.