Beata Jeanne Jugan
Fundadora de la Hermanitas de los Pobres
“Vayan y encuentren a Jesús cuando vuestra paciencia y fuerza flaqueen y se sientan solos y desvalidos. Él aguarda en la capilla. Díganle: “Jesús, tú sabes exactamente lo que me pasa. Eres todo lo que tengo y lo sabes todo. Ven en mi ayuda”. Luego váyanse y no se preocupen por cómo se las arreglarán. Es suficiente con que se lo hayan dicho a Dios. Él tiene buena memoria.”
Jeanne Jugan nació en Inglaterra en 1792, en una familia pobre. Pasó la mayor parte de su vida en ocupaciones humildes. Pobre como era, sin embargo, creía que Dios la tenía destinada a un propósito más amplio. En 1837, alquiló, junto con una mujer de más edad y una adolecente, una buhardilla en el pueblo de Saint-Servan. Las tres mujeres formaron una comunidad informal de oración y se mantenían hilando y lavando mientras dedicaban su tiempo libre a catequizar niños y asistir a los pobres.
Eran tiempos de graves revueltas sociales. Las malas cosechas significaban una extendida hambruna. Incluso los pueblos de provincia se veían invadidos por mendigos sin casa. Fue en medio de esta atmósfera donde Jeanne concibió su misión. En 1839, a los cuarenta y siete años, abandonó sus otros trabajos y comenzó a mendigar en nombre de las ancianas sin hogar del pueblo. Organizó un hospicio para el cuidado de estas mujeres abandonadas. El joven cura del pueblo, el padre Le Pailleur, accedió a servir como director espiritual.
Jeanne probó tener un talento particular como organizadora y recolectora de fondos, y sus esfuerzos se vieron pronto recompensados con una ayuda generosa. En un par de años había comprado un nuevo edificio para alojar su obra caritativa. Se vio, incluso, reconocida por la Academia francesa, que le otorgó un cuantioso premio. Se le habían unido una cantidad de mujeres y, en 1843, formaron una asociación religiosa. Junto con los votos de pobreza, castidad y obediencia, Jeanne añadió el cuarto voto de la hospitalidad. Se llamaban a sí mismas Hermanitas de los Pobres y eligieron a Jeanne como su superiora.
En este punto, sin embargo, la historia toma un curso extraño. El padre Le Pailleur, quizás celoso del éxito de Jeanne y desdeñoso de sus orígenes humildes, impuso su autoridad sobre el grupo y nombró a una de las asociadas de Jeanne como superiora general. Jeanne le hizo notar que le había quitado su trabajo, pero, aceptó sin más protesta.
Alrededor de 1852, cuando la comunidad recibió la aprobación papal, había quinientas Hermanas en la congregación, que trabajaban en treinta y seis casas para los ancianos pobres. Para ese entonces, el padre Le Pailleur tenía el completo control como superior general. A Jeanne se le había permitido, durante algunos años, continuar con su exitosa labor como recolectora de fondos y representante pública de la comunidad. Pero ahora él decretó que ella debía “permanecer en una vida oculta detrás de los muros de la casa matriz”, supervisando el trabajo manual de las postulantes. Pasó los últimos veintisiete años de su vida de esta oscura manera.
El padre Le Pailleur, mientras, se elevó a nuevas alturas de exaltación propia. Reescribió la historia de la congregación para mostrar que él era el verdadero fundador, con Jeanne simplemente como una de sus primeras ayudantas. Jeanne era en este punto, mejor conocida en su comunidad con el nombre de Hermana María de la Cruz, y era nada entre las generaciones de postulantas por su sabiduría y su amoroso estímulo. Mas nadie de ellas sospechaba que esta humilde y anciana hermanita era la verdadera fundadora de su congregación.
Jeanne vivió para ver al papa León XIII aprobar la constitución de las Hermanitas, en 1879, que para aquel tiempo era, ya, dos mil cuatrocientas. Jeanne murió en ese mismo año, el 30 de agosto.
Jeanne Jugan otorgaba poca importancia al reconocimiento. El éxito de su misión y el servicio a los pobres eran lo único importante para ella. Sin embargo, la verdadera historia de su papel como fundadora fue, finalmente, recobrada. Fue beatificada por el papa Juan Pablo II, en 1982.
Por Rosario Carrera
Inspirado en el libro Todos los Santos de Robert Ellberg