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23 de diciembre de 2018

COMUNIDAD SAN BERNARDO

Cristianos con Rostro Maya

Todos los pueblos en su caminar han buscado en su historia al ser supremo. Como un venado en la montaña se esconde, se mueve, es ágil, es fuerte. Y aunque si no lo vemos seguro encontraremos sus huellas. Y de repente lo vemos, de lejos, un rato solamente. Y ya desapareció. Pero ahí esta… Así todos los pueblos lo han buscado y lo siguen buscando en la naturaleza, en el espíritu de la persona, en la historia. Y así desde el corazón de cada pueblo han surgido manifestaciones para expresar lo que no se puede decir: el misterio, lo infinito, el ser supremo con su sin fin de nombres.  

Al final de la época clásica de los Mayas con la salida de la servidumbre frente a los reyes surgió una consciencia de la verdadera madre, que da a luz y conserva la vida se hace digna del tributo religioso: la Madre Tierra. En la época de los reyes-dioses, se quemaba kopal pom ante las estatuas de los soberanos difuntos esculpidas en estelas. Ellos eran considerados los dadores de vida, el sustentador. Después los campesinos pudieron liberarse de sus soberanos y explotadores y la tierra asumió un carácter sagrado. La montaña (Qaawa’ tzuultaq’a) pasó a ser la encarnación esencial de la tierra. Antes de la siembra, los Q’eqchi’ queman pom, velan, rezan. Toda intervención en la tierra (siembra, construcción de casas, de puentes, etc.) se considera como una necesaria violación de la sacralidad del suelo. Esta sacralidad exige un respeto incondicional y Qaawa’ tzuultaq’a es correspondido con acciones rituales a fin de comulgar con los espíritus protectores. Las actividades rituales son caminos sagrados para mover las energías entre el cielo y la tierra para que se den armonía, respeto, paz, tranquilidad. Los espíritus de la montaña son mediadores. A ellos se dirige la súplica, la oración, la ofrenda. El ser supremo es creador de todo: majestuoso, inaccesible, encima de todas las cosas, inimaginable.



Los miembros de la Comunidad de espiritualidad benedictina somos todos hijos de familias campesinas Maya-Q’eqchi’ de las Comunidades de Santa María Cahabón. Cualquier persona puede entrar en nuestra comunidad y las puertas están grandemente abiertas. Pero llevamos en nuestras venas con serenidad y orgullo la sangre de nuestros abuelos y nuestras abuelas. Conocemos los caminos que nos han enseñado para agradecer nuestros valles y cerros, nuestra Sagrada Comida y Bebida, nuestra siembra, nuestros animales y para armonizar nuestras vidas. Sabemos como entrar en comunicación y comunión con las energías del mundo espiritual que esta entre el cielo y la tierra. Si vienes con nosotros: Te recibimos con los brazos abiertos. Pero también de invitamos de compartir con nosotros los caminos blancos, planos y sagrados que nos enseñaron los antepasados.  Y somos hombres de silencio. No hablamos por hablar. Tardan nuestras reuniones. Todos tienen que dar su opinión ordenadamente. No hay prisa. Porque es parte del respeto que nos tenemos unos a los otros. Cuidamos una disciplina nata que es parte de nuestra cultura: el sentido de la palabra, pocas palabras, palabras esenciales y medidas; una sangre que siente la vida de Dios en todas las cosas. Y por fin este sentido por la Comunidad muy fuerte que combina obediencia en favor del bien común y consenso con un gran respeto por el individuo.

Tenemos mucha paciencia, tenemos tiempo. Trabajamos el campo y tenemos nuestros animalitos. Desde pequeño nos levantamos y descansamos al ritmo del sol y de las estrellas, ponemos mano en la Madre Tierra y sentimos la vida de Dios en la sangre, en el cosmos y en la Escritura Sagrada. Todo quiere ser alimentado: nosotros, los animales y la Tierra también. Pero no solo materialmente: Andamos en los caminos antiguos ofrendando como nos enseñaron los que son nuestros troncos y nuestras raíces: un animalito de holocausto, cacao, tortilla. Para entrar en comunión, para agradecer, para respetar…

Pero surgió un rostro más dulce que todos los rostros. El rostro de la misericordia. Fue desfigurado por su vocación de profeta – pero era más que un profeta. Y su rostro se transfiguró. Nos enseñó una cosa y la más importante: ABBA – Dios es papá. En la tradición de San Bernardo y de la reforma cisterciense de la vida benedictina guiado por Cristo nos acostumbramos de dejar descansar nuestro cuerpo y nuestro espíritu en esta bondad: Jesús Cristo. Hijo del pueblo de Israel nos habla del Padre como ninguno. El pueblo de Israel ha encontrado y entendido su presencia en la historia. Habla a los patriarcas y matriarcas que eran migrantes y les promete tierra; el pueblo esclavizado en Egipto lo experimenta como libertador. Interpretan los sucesos iniciales durante su caminar: Ya no volver a las ataduras. Por medio de la sabiduría del ritmo monástico nos dejamos llevar para regresar a una segunda ingenuidad: corazón cada vez mas blanco, sencillo, bondadoso y en armonía…

Encontramos el rostro de Dios en el silencio cuando todas las voces se callan y en el rostro misericordioso de Cristo que brota desde las Escrituras. Encontramos paz y presencia en el ritmo pausada de la oración, del trabajo del campo y del estudio apegado al cosmos y la naturaleza se nutra. El sentido por la belleza sencilla en todos los aspectos ayuda a alimentar la oración y el sentir contemplativo. Por todo esto el camino de San Benito nos va como un anillo al dedo.

Dos caminos sagrados se unen en nuestras vidas: El camino de los abuelos y abuelas y este rostro que brota desde una Escritura y la Iglesia: los trece Tzuul Taq’a agarran la mano de Cristo al son del arpa, de la marimba, del tun y de la chirimía: “Se rebajó a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y la muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre” (Fil 2,8 -9)