La Iglesia y su teología han olvidado algo crucial: que Jesús se hace hombre, pero hombre pobre"
Jesús es apresado: Jesús en casa de Anás, sumo
sacerdote judío junto con Caifás
¿No
habremos enterrado al Jesús anticonformista, al que opta por la pobreza, al
profeta contracultural, al antisistema, al que no se somete a la autoridad
religiosa de Israel ni a los dictados del imperio romano?
No cabe
duda de que si no lo hubiéramos momificado y encerrado en el sarcófago del
poder y de la divinidad, ese mismo Jesús seguiría hoy interpelándonos y
provocándonos
20.04.2019 | José Sánchez Luque (cura
'antidesahucios')
A Jesús
de Nazaret lo hemos cubierto con títulos de gloria tan aparatosos que casi
lo hemos sepultado de nuevo. Quizá lo hemos condenado al honor de los altares.
Al canonizar al carpintero de Galilea hasta la más última potencia, al hacerlo
subir a lo más alto de los cielos, de coronarlo rey de reyes y señor de los
señores, al hacerlo Hijo de Dios y segunda Persona de la Santísima Trinidad…
casi hemos logrado silenciar por completo al Jesús de los pobres, de las
muchedumbres hambrientas, de los marginados, al Jesús rodeado de malas
compañías y de pecadores.
La misma Iglesia y la teología católica han
olvidado algo crucial: en Jesús, Dios se hace hombre, pero hombre pobre. Nace
en un establo, no tiene donde reclinar la cabeza y muere desnudo en una cruz,
el suplicio de los últimos, de los más pobres de aquella sociedad. No lo
olvidemos: Dios se hace hombre pobre. Ya lo dijo el filósofo alemán: casi siempre
el adjetivo es más relevante que el sustantivo.
¿No habremos enterrado al Jesús
anticonformista, al que opta por la pobreza, al profeta contracultural, al
antisistema, al que no se somete a la autoridad religiosa de Israel ni a los
dictados del imperio romano? ¿No nos habremos olvidado del Jesús muy humilde
pero desobediente, rebelde y aún provocador, del Jesús libre y liberador, del
que, al rodearse de mujeres y de personas marginadas, es criticado por la
sociedad híper machista y puritana de su tiempo? Ese Jesús concreto y real, tal
como nos lo pintan los evangelios, queda en la mente de muchos eclipsado por el
Jesús de los catecismos, del gran poder y de la gloria.
Pienso que no
se menciona lo bastante en los triduos, quinarios y vía crucis de la cuaresma,
ni en los sermones de la Semana Santa, que Jesús fue rechazado por no ser
obediente con lo establecido o por no ser santo según lar normas de la religión
oficial. Muy al contrario, nos hemos empeñado durante siglos en hacer de él el
modelo por excelencia de la docilidad, el sufrimiento y la sumisión… Pero
Jesús, aún colgado en la cruz, no se retracta ni se arrepiente de nada. Es más,
desde la cruz Jesús sigue obedeciendo al Dios de la vida y de la libertad, al
Dios profundamente enamorado de los que no tienen a nadie que les quiera.
Caravaggio, expulsión de los mercaderes del
templo
No cabe duda de que si no lo hubiéramos
momificado y encerrado en el sarcófago
del poder y de la divinidad, ese mismo Jesús seguiría hoy interpelándonos y
provocándonos. Pero al seguir enterrándolo bajo oropeles y palios tan lejanos a
lo que él fue en realidad, lo reducimos a una entidad casi mítica que solo
puede interesar a personas esotéricas, supersticiosas y nostálgicas del pasado.
Después del terrible trauma sufrido tras la
muerte de Jesús, sus discípulos empezaron
a reivindicarlo con sorprendente coraje. Clamaban que Jesús era inocente de
todo cuanto lo habían acusado. Para ellos, nadie había sido más hombre de Dios
que ese Jesús. Había sido vilmente clavado en la cruz de los esclavos por gente
de su pueblo. Y al principio les costó mucho aceptar que Dios les hablara a
través de aquel hombre tan humillado. Después, descubrieron que a ese pobre
inocente, muerto como un esclavo, Dios – al resucitarlo- lo hizo Señor y el
único camino de la verdad y de la vida.
A partir de ahí la máquina se embaló. Todo lo que había de bello, grande,
prestigioso y glorioso fue atribuido a Jesús, quien se convirtió con toda razón
en héroe, estrella e icono supremo. No hubo títulos, ni palabras suficientes
para expresar todo lo que Jesús había llegado a ser. Los escritos del Nuevo
Testamento y de los primeros pensadores cristianos están empedrados de
maravillosos títulos cristológicos. Pero lo habían pintado tan arriba en el
cielo y tan lleno de la deslumbrante luz divina, que nosotros casi no somos
capaces de ver a Jesús en los caminos polvorientos de Galilea, en medio de los
mendigos, de los apestados y de las moscas, en la lucha por hacer presente el
sueño de Dios para este mundo.
Olvidaron, en una palabra, que
el Resucitado es el mismo judío marginal que fue crucificado. Y le construimos
espléndidas basílicas, catedrales, estandartes, tronos majestuosos y custodias
repujadas de ricos metales y piedras preciosas. Nos legaron que, para estar
seguros de encontrarlo, había que dejar el mundo polvoriento y hostil, las
críticas a la injusticia establecida, la lucha por la trasformación de la
sociedad, e introducirse en las evasivas ceremonias y procesiones nunca
suficientemente espléndidas para agasajar a tan altísimo Señor.
Y el humilde obrero de Nazaret se encuentra aplastado bajo tanta ostentación. Tan
oculto con tanto esplendor que se nos hace muy difícil llegar a reconocerlo.
Termino con una luminosa frase del teólogo holandés Erik Borgman que resume
todo mi pensamiento: “Si el Salvador y el Hijo de Dios que la Iglesia confiesa
no tuviera nada que ver con el Jesús que anduvo sobre la tierra, junto a los
empobrecidos y marginados, el cristianismo no pasaría de ser un “mito” ahistórico
que ha perdido su significado específico y crítico”. Ojalá en esta Semana Santa
del 2019 seamos capaces de desenterrar y seguir más de cerca al obrero de
Nazaret.
Hay
recuerdos que son olvidos.
Si
recordamos lo que hizo Jesús,
¿por qué
olvidamos