«Brevísima relación de la destrucción de las Indias» brasileña
En función del
Sínodo panamazónico de octubre de 2019 vale la pena recordar cuál fue «la
destrucción de las Indias» brasileñas, en el lenguaje de Bartolomé de las Casas
al referirse a América Central.
La primera
reunión, el 21 de abril de 1500, narrada idílicamente por el cronista Pero Vaz
de Caminha, pronto se convirtió en un desencuentro profundo. Debido a la
voracidad de los colonizadores, no hubo reciprocidad entre los portugueses y
los indios, sino una confrontación, desigual y violenta, con consecuencias
desastrosas para el futuro de todas las naciones indígenas.
Como en el
resto de América Latina se les negó la condición de seres humanos. Todavía en
1704 la Cámara de Aguiras, en Ceará, escribía en una carta al rey de Portugal
que “las misiones con estos bárbaros están excusadas, porque de humanos sólo
tienen la forma, y quien diga algo más es un error conocido”. El papa Pablo
III, con la bula Sublimis Deus del 9 de julio de 1537, tuvo
que intervenir y proclamar la dignidad eminente de los indígenas como
verdaderos seres humanos, libres y dueños de sus tierras.
Por las
enfermedades de los blancos contra las cuales no tenían inmunidad: la gripe, la
varicela, el sarampión, la malaria y la sífilis; por la cruz, por la espada;
por la degradación de sus tierras, imposibilitando la caza y la siembra; por la
esclavitud; por guerras declaradas oficialmente por Don João VI el 13 de mayo
de 1808 contra los Krenak en el Valle del río Dulce; por la humillación
sistemática y la negación de su identidad... los cinco millones se redujeron al
número actual de 930.000.
En lo que
refiere a los pueblos indígenas, se hizo presente el propósito político de su
erradicación, ya fuera por aculturación forzada, miscigenación espontánea y
planificada, o por exterminio puro y simple, como hizo el Gobernador General de
Brasil, Mendes Sá, con los Tupiniquim de Ihéus: “Los cuerpos fueron colocados a
lo largo de la playa, alineados en la extensión de una legua” Modernamente,
cuando se abrieron las grandes carreteras y las presas hidroeléctricas en el
Amazonas, se utilizaron contra ellos defoliantes químicos, ataques con
helicópteros y vuelos rasantes de aviones, incluso bacterias introducidas
intencionadamente.
Citemos sólo un
ejemplo paradigmático que representa la lógica de la “destrucción de las Indias
brasileñas”. A principios de siglo, cuando los frailes dominicos comenzaron una
misión a orillas del río Araguaia, había 6-8.000 kaiapó, en conflicto con los
recolectores de caucho de la región. En 1918 se habían reducido a 500. En 1927
a 27. En 1958 a un solo sobreviviente. En 1962 fueron declarados extintos en
toda la región.
Con la
aniquilación de más de mil pueblos, en 500 años de historia brasileña
desapareció para siempre una herencia humana, construida en miles de años de
trabajo cultural, de diálogo con la naturaleza, de invención de lenguas y de
construcción de una visión del mundo, amiga de la vida y respetuosa de la
naturaleza. Sin ellos, todos nos empobrecemos.
El sueño de un
indio Terena, recogido por un buen conocedor del alma brasileña e indígena, muestra
el impacto de esta devastación demográfica en personas y pueblos: “Fui al
antiguo cementerio guaraní en la Reserva y vi una gran cruz allí. Vinieron
hombres blancos y me clavaron boca abajo en la cruz. Se fueron y yo me quedé
allí clavado y desesperado. Me desperté con mucho miedo” (Roberto
Gambini, El espejo indio, Rio de Janeiro 1980, p. 9).
Este miedo, por
la continua agresión del hombre blanco y bárbaro (que arrogantemente se llama a
sí mismo civilizado), se ha convertido en los pueblos indígenas en
el temor de ser exterminados para siempre de la faz de la Tierra.
Gracias a las
organizaciones indígenas, a las nuevas legislaciones proteccionistas estatales,
al apoyo de la sociedad civil y de las iglesias, y a la presión internacional,
los pueblos indígenas se están fortaleciendo y creciendo numéricamente. Sus
organizaciones revelan el alto nivel de conciencia y articulación que han
logrado. Se sienten ciudadanos adultos que quieren participar en los destinos
de la comunidad nacional, sin renunciar a su identidad, colaborando con otros
sujetos históricos con su riqueza cultural, ética y espiritual.
Por eso, es
extremadamente ofensivo para su dignidad la forma en que el Estado brasileño,
especialmente bajo el gobierno de Bolsonaro, los trata y maltrata con sus
políticas indigenistas, como si fueran primitivos e pueriles. En realidad,
ellos tienen una integridad que nosotros los occidentales hemos perdido,
rehenes de un paradigma de civilización que divide, atomiza y contrapone para
dominar más. Son guardianes de la unidad sagrada y compleja del ser humano,
inmersos con otros en la naturaleza de la cual somos parte y parcela. Conservan
la feliz conciencia de nuestra pertenencia al Todo y de la alianza eterna entre
el cielo y la tierra, origen de todas las cosas.
Cuando en
octubre de 1999 me encontré con los indígenas noruegos -los samis-, en Umeo, me
hicieron una primera pregunta antes de la conversación:
- ¿Los indios
brasileños conservan o no el matrimonio entre el cielo y la tierra?
Inmediatamente entendí
la pregunta y respondí resueltamente:
- Por supuesto,
mantienen este matrimonio. Porque del matrimonio entre el cielo y la tierra
nacen todas las cosas.
Ellos felices
respondieron:
- “Entonces
todavía son verdaderamente indios como nosotros. No son como nuestros hermanos
de Estocolmo que olvidaron el cielo y se quedaron sólo con la tierra. Por eso
se sienten infelices y muchos se suicidan. Si mantenemos unidos el cielo y la
tierra, el espíritu y la materia, el Gran Espíritu y el espíritu humano entonces
salvaremos a la humanidad y a nuestra Gran Madre Tierra”.
Ésta,
seguramente, es la gran misión de los pueblos originales y su mayor desafío:
ayudarnos a salvar la Tierra, nuestra Madre, que nos genera y nos sostiene a
todos, y sin la cual nada en este mundo es posible.
Necesitamos
escuchar su mensaje e incorporarnos a su compromiso, para hacernos como ellos
testigos de la belleza, la riqueza y la vitalidad de la Madre Tierra.