Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

13 de septiembre de 2019

RELATO CORTO


No sabía yo
Lema: Celi Yoyasé



Cuando salí de mi tierra no sabía yo, pobre mujer, que podría ser protagonista de algo. Cuando salí de mi tierra, tenía veintidós años; ahora he cumplido veintiocho. En aquel entonces estaba soltera; ahora sigo soltera. Y tengo que decir algo más: ahora tengo un hijo, que cuando salí de mi país no tenía. No sabía yo lo que es tener un hijo.




En mi tierra y en mi casa todos me llamaban Celi. Aquí todos me llaman Celia, menos una personita que ya me llama “mamita mía”. Y cuando escucho “mamita mía”, yo, aunque esté en tierra extraña, exploto de alegría.





Pero no todo eso ha sido alegría. Un día, cuando ya estaba acá, me contaron que alguien se había referido a las personas que veníamos de allá, con la expresión “esa escoria venida de lejanas tierras”. Yo le pregunté a mi señora “¿y qué es escoria?”.

Doña Lourdes, que ha sido profesora, me lo explicó muy requetebién. Me dijo: lo malo que queda al fundir los metales, eso es escoria; lo que salta del hierro candente cuando le dan los martillazos. Como tiene un diccionario, me leyó otra significación de escoria: “Lo más despreciable de algo”. Entonces le pregunté: “¿y yo soy escoria?”. Y ella me dijo: “Para nada, Celia, para nada. Tu eres un cielo”. Y me hizo muy feliz que me dijese eso.

Cuando vine para acá tampoco sabía yo que alguien iba a decir que “la mano de obra inmigrante no es cualificada”. No me importa lo que él diga. Pero nunca olvidaré lo que mi señora mayor, Doña Lourdes, con la que empecé a trabajar, decía de mis manos (“mano de obra”): “Con qué cariño pones la crema en mis piernas y pies… con manos de ángel, Celia, tienes manos divinas”. Esto no lo sabía yo y esto se lo contaré a mi hijito cuando sea mayor.

Cuando salí de mi país, no sabía dónde iba a trabajar en Madrid. Ni idea. Ignoraba que acabaría sustituyendo a mi hermana en casa de Doña Lourdes: “es muy buena, Celi, ya verás”. Al pasar la frontera yo, oficialmente, venía a la boda de mi hermana, que de hecho ya estaba casada, pero yo venía invitada a su boda… Efectivamente, en el aeropuerto me preguntaron el motivo de mi viaje. Dos semanas, dije, para estar junto a mi hermana que se casa. Mi hermana llevaba tres años en España y tenía los papeles en regla.

Yo venía con la decisión de quedarme y que no me devolviesen a mi tierra. Mi hermana me había insistido mucho: preséntate bien arregladita, sin llamar la atención, segura, le enseñas los pendientes de oro que son un regalo de mis padres, que los traes en el bolso, si no es preciso enseñarlos, no los enseñas, pasas con toda tranquilidad, dos semanas, vas a estar dos semanas acá, el billete lo tienes de ida y vuelta, cerrado, de Iberia.

No tuve que enseñar los pendientes de oro. Pero cuando pasé la frontera no sabía yo donde iba a trabajar. Mi hermana estaba interna, su marido vivía en un piso con un primo; decidimos que yo iría de interna donde estaba mi hermana. Ella encontraría trabajo por horas.

Y no hubo problema. El primo buscó otra habitación. Y mi hermana y mi cuñado ya dormían juntos. Yo fui de interna con Doña Lourdes. Los hijos de la señora querían arreglarme los papeles y empezaron a moverse, presentando un documento de contrato y una petición para que atendiese a su madre… Y pasaron los días, sin que se acabasen de arreglar los papeles.

Lo que yo tenía en el cuerpo y en el alma, desde cuando vine, era un miedo enorme. Temía que pudiesen decirme: usted aquí no entra, váyase a su casa, vuélvase para su país. ¡Con toda la plática que nos habíamos gastado para este viaje!

Esto sí que no lo sabía yo, lo que escribo ahorita mismo. Llevaba ya un año trabajando en casa de Doña Lourdes, como interna. Libraba la tarde del sábado y el domingo. Salía con un chico de Ecuador, como yo. No me imaginaba que sería Doña Lourdes, con más de ochenta años, la primera en enterarse de que yo estaba embarazada. Se lo dije antes que a mi hermana. ¡Cómo me quería y me comprendía!  “¡Ay, hija!, no te preocupes, ni te aflijas, yo mientras pueda, te ayudaré todo lo que pueda… pero cuando tú ya no puedas ayudarme a mí, veremos cómo arreglamos el problema”. Y yo lloré por lo que me dijo. Y ella lloró también. Y entonces volvió a decirme. “Ay hija, bueno, más que una hija eres como una nieta. Celia eres mi nieta y eres un cielo”. Y tanto cariño no sabía yo que iba a encontrar cuando pasé la frontera.

Cuando salí de mi tierra ignoraba yo cuánto gozo da el parir y ser madre, aunque el parto sea doloroso. También ignoraba que mi hijo, en lugar de llegar con un pan debajo del brazo, venía con el hígado malo, pero muy malo.

¡No corras tanto, Celi, cuenta las cosas, con un poquito de orden si puede ser! Eso me digo. Pasito a pasito, despacito. Cuando salí de mi país, no sabía yo que, para poder arreglar mis papeles, para que estuviese todo en regla, dos años después, tendría que volver a traspasar la frontera, tendría que volver a Ecuador, dejando en España a mi hijito enfermo.

Cuando salí de mi país la primera vez no sabía yo que iba a encontrar gente buena que me ayudase a vivir. Tampoco sabía lo angustioso y malo que resulta el ir y venir, un día y otro, de ventanilla en ventanilla.

Cuando retorné a Ecuador, porque era una exigencia para poder entrar a España legalmente, como dicen, con los papeles en regla, lo hice con los días contados. Había sacado billete de ida y vuelta, quince días… pero no imaginaba la lentitud de la Embajada, solito para firmar unos papeles que ya estaban redactados y verificados… De Quito tuve que desplazarme a mi pueblo a mil kilómetros, porque ya no tenía dinero para esperar en un hotel o pensión, hasta que me diesen mi visado. Y todito el día pensando en mi hijito. A esperar…

Me habían dicho en Madrid que ya estaba todo arreglado… Pero se ve que no estaba todo arreglado.

No sabía yo, cuando salí de mi tierra la vez primera, que había lista de espera para trasplante de hígado. Cuando lo supe pensé que mi hijo, hijo de emigrante soltera, sin papeles todavía, estaría el último de la fila, el último de la lista… No sabía cuando salí de mi tierra, Ecuador, que un día oiría yo por la Radio que alguien nos culpaba de los problemas de la sanidad. “Las urgencias están colapsadas. Alguien que para una mamografía en Ecuador tiene que pagar el salario de nueve meses, aquí se la hacen en un cuarto de hora”.

Una de cal y otra de arena. O “al pan, pan; y al vino, vino”, que dicen acá. Pues resulta que cuando por segunda vez pasé la frontera al volver de mi país, ya con los papeles en regla, a poco me muero de alegría al abrazar a mi hijito. ¡Cuánta alegría!

Y añado más gozo: habían pasado seis días de mi regreso de Ecuador y me llamaron del Hospital para decirme que mi hijo era el primero de la lista. Me aseguraron que probablemente, antes de dos meses, algún donante, regalaría su hígado para mi hijito. Y así fue, como lo narro.

Y mi corazón casi revienta de alegría. Hablaron conmigo, despacito, bien despacito, explicándome todo. Yo preguntaba y me lo explicaban todito.

No sabía yo, pero me enteré entonces, que en España hacen cada año más de mil trasplantes de hígado… y que se necesitarían mil hígados más al año. Y me dieron un teléfono móvil especial, para estar siempre y en todo lugar localizable, para cuando llegase el momento. Porque vamos a hacer todito muy bien.

¿Sabes cuánto cuesta en los Estados Unidos un trasplante de hígado? Pues cuesta más de diez millones de pesetas. Yo no sé calcularlo en euros, pero eso me dijeron. “Ya verás cómo todo sale muy bien”.

Eso fue hace mes y medio. Y ahorita digo más. Porque tengo que decirlo y gritarlo. Hace veinte días que mi hijito tiene un hígado nuevo. Y narro todo esto porque tengo tanto gozo dentro, que se me han olvidado toditas las penas. Y mi alegría es más alta que el Cotopaxi, que casi tiene seis mil metros de altura. Y mi gozo es más alto que el Chimborazo que pasa de los seis mil metros.

Y bien alta fue mi alegría cuando fui a llevarle a mi hijito, ya con su hígado nuevo, a Doña Lourdes. Y ella también tuvo un gozo más alto que el Chimborazo. Y lloró conmigo de alegría.

Y me dijo que era su bisnieto. “Celia, tu hijo es para mí un bisnieto. Te doy para él y para ti un Amadeo. Lo consulté con mis hijos y me dijeron: Sí, mamá, bien está que le regales un Amadeo a Celia, por ella y por su hijo”.

No sabía yo qué era un Amadeo. No sabía yo lo que valía esa moneda del año 1871. He consultado y ahora ya sé yo que vale mucho más de mil euros. Y otra cosa que yo no sabía y que ahora ya sé… es que Doña Lourdes con más de ochenta años, para mí vale más que ochenta kilos de oro.

No sabía yo y, seguramente, nunca sabré quién es y cómo se llama la persona que donó su hígado para mi hijito. No sé quién es, ni dónde vive, la familia del bendito donante.

Si lo averiguase algún día, yo sé que recorrería muchos y muchos kilómetros, aunque fuese caminando, sólo para decirles “gracias” y bailar ante ellos de pura alegría. Yo sé (porque lo aprendí desde bien pequeña) que es de bien nacida ser agradecida.

No sabía yo que mi gozo ganaría a las penas, que no han sido pocas. Así que, en resumidas cuentas, no está mal el balance de todo lo que yo ya sé. ¡Quede aquí constancia! Muchas otras personas no han tenido tanta suerte. Eso también lo sé.