No
sabía yo
Lema: Celi Yoyasé
Cuando salí de mi
tierra no sabía yo, pobre mujer, que podría ser protagonista de algo. Cuando
salí de mi tierra, tenía veintidós años; ahora he cumplido veintiocho. En aquel
entonces estaba soltera; ahora sigo soltera. Y tengo que decir algo más: ahora
tengo un hijo, que cuando salí de mi país no tenía. No sabía yo lo que es tener
un hijo.
En mi tierra
y en mi casa todos me llamaban Celi. Aquí todos me llaman Celia, menos una personita
que ya me llama “mamita mía”. Y cuando escucho “mamita mía”, yo, aunque esté en
tierra extraña, exploto de alegría.
Pero no todo eso ha sido alegría. Un día, cuando ya estaba acá, me contaron que alguien se había referido a las personas que veníamos de allá, con la expresión “esa escoria venida de lejanas tierras”. Yo le pregunté a mi señora “¿y qué es escoria?”.
Doña Lourdes,
que ha sido profesora, me lo explicó muy requetebién. Me dijo: lo malo que
queda al fundir los metales, eso es escoria; lo que salta del hierro candente
cuando le dan los martillazos. Como tiene un diccionario, me leyó otra
significación de escoria: “Lo más despreciable de algo”. Entonces le pregunté:
“¿y yo soy escoria?”. Y ella me dijo: “Para nada, Celia, para nada. Tu eres un
cielo”. Y me hizo muy feliz que me dijese eso.
Cuando vine
para acá tampoco sabía yo que alguien iba a decir que “la mano de obra
inmigrante no es cualificada”. No me importa lo que él diga. Pero nunca
olvidaré lo que mi señora mayor, Doña
Lourdes, con la que empecé a trabajar, decía de mis manos (“mano de obra”):
“Con qué cariño pones la crema en mis piernas y pies… con manos de ángel,
Celia, tienes manos divinas”. Esto no lo sabía yo y esto se lo contaré a mi
hijito cuando sea mayor.
Cuando salí de
mi país, no sabía dónde iba a trabajar en Madrid. Ni idea. Ignoraba que
acabaría sustituyendo a mi hermana en casa de Doña Lourdes: “es muy buena,
Celi, ya verás”. Al pasar la frontera yo, oficialmente, venía a la boda de mi
hermana, que de hecho ya estaba casada, pero yo venía invitada a su boda…
Efectivamente, en el aeropuerto me preguntaron el motivo de mi viaje. Dos
semanas, dije, para estar junto a mi hermana que se casa. Mi hermana llevaba
tres años en España y tenía los papeles en regla.
Yo venía con
la decisión de quedarme y que no me devolviesen a mi tierra. Mi hermana me
había insistido mucho: preséntate bien arregladita, sin llamar la atención,
segura, le enseñas los pendientes de oro que son un regalo de mis padres, que
los traes en el bolso, si no es preciso enseñarlos, no los enseñas, pasas con
toda tranquilidad, dos semanas, vas a estar dos semanas acá, el billete lo
tienes de ida y vuelta, cerrado, de Iberia.
No tuve que
enseñar los pendientes de oro. Pero cuando pasé la frontera no sabía yo donde
iba a trabajar. Mi hermana estaba interna, su marido vivía en un piso con un
primo; decidimos que yo iría de interna donde estaba mi hermana. Ella
encontraría trabajo por horas.
Y no hubo
problema. El primo buscó otra habitación. Y mi hermana y mi cuñado ya dormían
juntos. Yo fui de interna con Doña Lourdes. Los hijos de la señora querían
arreglarme los papeles y empezaron a moverse, presentando un documento de
contrato y una petición para que atendiese a su madre… Y pasaron los días, sin
que se acabasen de arreglar los papeles.
Lo que yo
tenía en el cuerpo y en el alma, desde cuando vine, era un miedo enorme. Temía
que pudiesen decirme: usted aquí no entra, váyase a su casa, vuélvase para su
país. ¡Con toda la plática que nos habíamos gastado para este viaje!
Esto sí que
no
lo sabía yo, lo que escribo ahorita mismo. Llevaba ya un año trabajando en casa
de Doña Lourdes, como interna. Libraba la tarde del sábado y el domingo. Salía
con un chico de Ecuador, como yo. No me imaginaba que sería Doña Lourdes, con
más de ochenta años, la primera en enterarse de que yo estaba embarazada. Se lo
dije antes que a mi hermana. ¡Cómo me quería y me comprendía! “¡Ay, hija!, no te preocupes, ni te aflijas,
yo mientras pueda, te ayudaré todo lo que pueda… pero cuando tú ya no puedas
ayudarme a mí, veremos cómo arreglamos el problema”. Y yo lloré por lo que me
dijo. Y ella lloró también. Y entonces volvió a decirme. “Ay hija, bueno, más
que una hija eres como una nieta. Celia eres mi nieta y eres un cielo”. Y tanto
cariño no sabía yo que iba a encontrar cuando pasé la frontera.
Cuando salí
de mi tierra ignoraba yo cuánto gozo da el parir y ser madre, aunque el parto
sea doloroso. También ignoraba que mi hijo, en lugar de llegar con un pan
debajo del brazo, venía con el hígado malo, pero muy malo.
¡No corras
tanto, Celi, cuenta las cosas, con un poquito de orden si puede ser! Eso me
digo. Pasito a pasito, despacito. Cuando salí de mi país, no sabía yo que, para
poder arreglar mis papeles, para que estuviese todo en regla, dos años después,
tendría que volver a traspasar la frontera, tendría que volver a Ecuador,
dejando en España a mi hijito enfermo.
Cuando salí
de mi país la primera vez no sabía yo que iba a encontrar gente buena que me
ayudase a vivir. Tampoco sabía lo angustioso y malo que resulta el ir y venir,
un día y otro, de ventanilla en ventanilla.
Cuando
retorné a Ecuador, porque era una exigencia para poder entrar a España
legalmente, como dicen, con los papeles en regla, lo hice con los días
contados. Había sacado billete de ida y vuelta, quince días… pero no imaginaba
la lentitud de la Embajada, solito para firmar unos papeles que ya estaban
redactados y verificados… De Quito tuve que desplazarme a mi pueblo a mil
kilómetros, porque ya no tenía dinero para esperar en un hotel o pensión, hasta
que me diesen mi visado. Y todito el día pensando en mi hijito. A esperar…
Me habían
dicho en Madrid que ya estaba todo arreglado… Pero se ve que no estaba todo
arreglado.
No sabía yo,
cuando
salí de mi tierra la vez primera, que había lista de espera para trasplante de
hígado. Cuando lo supe pensé que mi hijo, hijo de emigrante soltera, sin
papeles todavía, estaría el último de la fila, el último de la lista… No sabía
cuando salí de mi tierra, Ecuador, que un día oiría yo por la Radio que alguien
nos culpaba de los problemas de la sanidad. “Las urgencias están colapsadas.
Alguien que para una mamografía en Ecuador tiene que pagar el salario de nueve
meses, aquí se la hacen en un cuarto de hora”.
Una de cal y
otra de arena. O “al pan, pan; y al vino, vino”, que dicen acá. Pues resulta que
cuando por segunda vez pasé la frontera al volver de mi país, ya con los
papeles en regla, a poco me muero de alegría al abrazar a mi hijito. ¡Cuánta
alegría!
Y añado más
gozo: habían pasado seis días de mi regreso de Ecuador y me llamaron del
Hospital para decirme que mi hijo era el primero de la lista. Me aseguraron que
probablemente, antes de dos meses, algún donante, regalaría su hígado para mi
hijito. Y así fue, como lo narro.
Y mi corazón
casi revienta de alegría. Hablaron conmigo, despacito, bien despacito,
explicándome todo. Yo preguntaba y me lo explicaban todito.
No sabía yo,
pero me enteré entonces, que en España hacen cada año más de mil trasplantes de
hígado… y que se necesitarían mil hígados más al año. Y me dieron un teléfono
móvil especial, para estar siempre y en todo lugar localizable, para cuando
llegase el momento. Porque vamos a hacer todito muy bien.
¿Sabes cuánto
cuesta en los Estados Unidos un trasplante de hígado? Pues cuesta más de diez
millones de pesetas. Yo no sé calcularlo en euros, pero eso me dijeron. “Ya
verás cómo todo sale muy bien”.
Eso fue hace
mes
y medio. Y ahorita digo más. Porque tengo que decirlo y gritarlo. Hace veinte
días que mi hijito tiene un hígado nuevo. Y narro todo esto porque tengo tanto
gozo dentro, que se me han olvidado toditas las penas. Y mi alegría es más alta
que el Cotopaxi, que casi tiene seis mil metros de altura. Y mi gozo es más
alto que el Chimborazo que pasa de los seis mil metros.
Y bien alta
fue mi alegría cuando fui a llevarle a mi hijito, ya con su hígado nuevo, a
Doña Lourdes. Y ella también tuvo un gozo más alto que el Chimborazo. Y lloró
conmigo de alegría.
Y me dijo que
era su bisnieto. “Celia, tu hijo es para mí un bisnieto. Te doy para él y para
ti un Amadeo. Lo consulté con mis
hijos y me dijeron: Sí, mamá, bien está que le regales un Amadeo a Celia, por
ella y por su hijo”.
No sabía yo
qué era un Amadeo. No sabía yo lo que
valía esa moneda del año 1871. He consultado y ahora ya sé yo que vale mucho
más de mil euros. Y otra cosa que yo no sabía y que ahora ya sé… es que Doña
Lourdes con más de ochenta años, para mí vale más que ochenta kilos de oro.
No sabía yo
y, seguramente, nunca sabré quién es y cómo se llama la persona que donó su
hígado para mi hijito. No sé quién es, ni dónde vive, la familia del bendito
donante.
Si lo
averiguase algún día, yo sé que recorrería muchos y muchos kilómetros, aunque
fuese caminando, sólo para decirles “gracias” y bailar ante ellos de pura
alegría. Yo sé (porque lo aprendí desde bien pequeña) que es de bien nacida ser
agradecida.
No sabía yo
que mi gozo ganaría a las penas, que no han sido pocas. Así que, en resumidas
cuentas, no está mal el balance de todo lo que yo ya sé. ¡Quede aquí
constancia! Muchas otras personas no han tenido tanta suerte. Eso también lo
sé.