Es frecuente encontrarme a muchas
personas que consideran que su vida les pertenece en propiedad. Tienen razones
para ello. Por un lado, nos hemos visto lanzados a existir sin ser preguntados
y como nos movemos en estos parámetros espacio temporales siendo seres humanos,
únicos e irrepetibles, concluimos que la vida es una posesión más, la más
preciada de todas las que tenemos. Además, en general, cada uno es responsable
de sus actos, de cómo cuida de su salud, de su tiempo disponible, de cómo trata
a los demás y no queda más opción diariamente que decidir en qué y cómo
volcamos nuestras energías. Desde este modo de ver las cosas decimos que hay
que aprovechar el momento, que es importante realizarse como persona, cumplir
los propios objetivos y cuando avanza el tiempo se experimenta aquello de
«cualquiera tiempo pasado fue mejor».
Todo eso es cierto en parte, pero está
incompleto. En realidad, la vida no es nuestra, no tenemos título que acredite
la propiedad sobre la misma. De hecho, la manejamos sólo unos pocos años de
todos los que realmente dura en la Tierra. Ni en la niñez, ni muchas veces en
la vejez podemos hacer uso de nuestra presunta propiedad a voluntad. No
decidimos las fechas de nacimiento y muerte. Somos un misterio para nosotros
mismos y para los demás, que se nos va revelando a sorbitos mientras vivimos.
El verdadero y último autor de la vida
es Dios, su legítimo propietario. De todas las vidas que recorren la Historia.
Principio y fin de todo lo que existe. La vida de cada uno es dada, es una
tenencia, un préstamo, una prenda de lo que será la Vida. Y esta realidad
presente, que es todo lo que tenemos, no se trasciende a sí misma, no se da a
sí misma significado. Dios ha planteado la vida desde la confianza infinita en
nuestra libertad. Por eso puedes ponerte un tatuaje, acercarte a la orilla del
mar o ayudar a cargar las bolsas de la compra, pero nada es realmente nuestro.
Ni nosotros mismos. Ni la vida que nace en nosotros. Mucho está en nuestras
manos, pero todo es de Dios. Por eso también podemos afirmar que «lo mejor está
siempre por llegar», porque, finalmente, la vida depende de Dios.