La debacle
boliviana:
adiós
radicales;
bienvenidos
radicales.
Así como el emblemático Cerro Rico de
Potosí, Bolivia fue históricamente objeto de saqueo, como lo han sido hasta hoy
la mayor parte de países de América Latina.
Una
nación gigante en tamaño, abundante en recursos naturales, integrada por 36
pueblos originarios de raíces aimaras, quechuas y guaraníes -entre otras
culturas-, dejó de ser uno de los países con los peores indicadores de pobreza
y desigualdad para convertirse en un modelo de crecimiento y desarrollo
económico, y todo ello gracias a un individuo que personifica todo lo
despreciado, discriminado y repulsivo para las clases conservadoras
latinoamericanas.
Sí.
Evo Morales encarnaba la peor pesadilla para las élites de cualquiera de
nuestros países: marxista, obrero, sindicalista y, por sobre todas las cosas,
“indio”. Y como tal, era el depositario de todos los estigmas y prejuicios de
los aspiracionistas.
En
consecuencia, lo natural para Evo era encabezar una opción política radical
como única alternativa para impulsar transformaciones profundas, no cosméticas.
Porque un país como Bolivia -o como Guatemala, a lo mejor-, solo podía despegar
desde esa radicalidad. Las tibiezas -y de eso sabemos bastante- no funcionan,
solo alimentan la perversidad del sistema y agrandan las brechas; benefician a
los mismos y al final nada cambia para las mayorías.
Y
el país sudamericano despegó. En 14 años, bajo un mandato abiertamente
socialista, se registró un florecer social y económico, con una reducción
envidiable en sus índices de pobreza y un incremento en los niveles de
alfabetización y acceso a la salud, empleo e infraestructura -entre otras
variables-, que posicionaron al otrora Alto Perú como el de mayor crecimiento
en la región.
Pero
el poder embriaga, ciega; pierde. La ola progresista se expandió en algunos
países de América Latina, y mientras algunos regímenes lograron consolidarse de
manera legítima y democrática, otros lo hicieron manipulando las leyes a su
favor y reduciendo libertades, para perpetuarse en él.
¿De
dónde viene la radicalidad? Del hastío.
Bolivia
jamás fue país hasta que llegó Evo con una posición radical. Pero con el
tiempo, hartos de su sed de poder, los radicales de derecha lograron algo que
hasta hace algunos meses parecía imposible, y que empuja al país a la otra
esquina, al otro extremo.
De
acuerdo con Daniela Martins Gutiérrez, politóloga boliviana citada por Nómada,
“cuando él (Evo) llegó al poder en 2005, la Constitución boliviana no
estipulaba la figura de la reelección. La cambió y se fijó la posibilidad de
dos mandatos, y que sólo el pueblo mediante referéndum podría aprobar cambios
sobre temas como éste. Dispuso que su primer período no contaba, entonces fue reelecto
en 2009 y 2014; quiso modificarla nuevamente para volver a participar en la
elección, pero perdió el referéndum del 21 de febrero de 2016. Y aunque perdió,
apareció en la boleta presidencial de 2019.”
Yo
estuve ahí, como observador internacional de la Misión de Observación Electoral
de la OEA para ese referéndum. En esa ocasión pude constatar que los bolivianos
no estaban inconformes con su gestión; al contrario, la valoraban y aplaudían,
pero ya no lo querían al frente del gobierno.
El
capricho de Evo por aferrarse al poder, sus abusos y su incapacidad de
propiciar nuevos liderazgos que coadyuvaran a la preservación de su legado, son
hoy los principales ingredientes de la debacle boliviana.
Evo,
el radical que transformó su país pero que fue incapaz de escuchar la voz de su
pueblo, abrió las puertas a otros radicales, tremendamente peligrosos, cegados
de odio y urgidos de venganza. Con sus decisiones, facilitó el camino para que
las clases conservadoras utilizaran la religión como recurso de manipulación
colectiva y acudieran a la fuerza, el racismo y la intolerancia para recuperar
la hegemonía arrebatada.
No
obstante, los graves desaciertos del exgobernante no justifican en lo absoluto
su derrocamiento. Es un golpe de Estado, punto. Y un régimen con este origen no
debería ser reconocido ni aplaudido en la región, puesto que conocemos en carne
propia lo que ello significa. En todo caso, procedía que se repitieran las
elecciones sin Evo participando, pero permitiéndole mantener el poder hasta que
culminara su mandato.
En
ese contexto, el papel de la OEA para identificar y denunciar las anomalías en
el proceso electoral fue valioso. Lastimosamente, la posición posterior de la
organización, en particular la de Luis Almagro, tira a la basura ese trabajo y
legitima el uso de la violencia para cambiar gobernantes. La agenda política
del excanciller uruguayo, claramente alineada con la visión exterior
tradicional de los patronos del norte, constituye un retroceso no solo para
Bolivia, sino para el continente entero.
Lo
más triste es que la escalada de muerte se intensificará tras el anuncio de la
presidenta autoproclamada, Jeanine Añez, de deslindar de toda responsabilidad
penal a los militares que participen en los operativos “para el
restablecimiento del orden interno y la estabilidad pública”.
Es,
pues, una decisión tomada desde la radicalidad, que permite asesinar libre e
impunemente a quienes quizás no están pidiendo necesariamente que Evo retome el
poder, sino que se respeten los avances que su país logró alcanzar, justamente,
desde la radicalidad.
Adiós
radicales; bienvenidos radicales.