Sin un cambio
de
paradigma la
nave
Tierra-Humanidad
se va a pique
BENJAMÍN
FORCANO,teólogo, bforcanoc@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA, 21/10/19.- “Habría que cambiar el
orden asesino del mundo. Una banda internacional de especuladores, sin alma ni
corazón, han creado un mundo de desigualdad, de miseria y de horror. Es urgente
poner fin a su reinado criminal” (Jean Zieger).
Aunque tarde, parece que hemos llegado al momento de tomar
conciencia de la necesidad de una ética planetaria. Lo está reclamando la
crisis estructural y terminal que
estamos atravesando. Estructural porque afecta a la totalidad y terminal porque
el sistema no dispone ya de mecanismos internos para restañar sus
contradicciones y superarlas.
La gravedad de la crisis se hace patente en una doble
vertiente.
Socialmente, el proceso productivo está guiado
por una lógica de apropiación de los bienes, que se caracteriza por el uso de
una biotecnología para producir sin límites, el beneficio para pequeñas élites
de países o clases sociales, el desfase entre el capital productivo (unos 35
trillones de dólares) y el capital especulativo (alrededor de 100 trillones),
la acumulación de las riquezas por un lado y de la pobreza por otro, olvido de
los desposeídos.
Ecológicamente, el sistema camina imparable hacia
un consumo ilimitado. Poseído por una voracidad irracional, somete a una
degradación constante a la naturaleza, la explota y rompe su equilibrio
dinámico. Es justa, por tanto, la alarma de que esta situación no puede
continuar si queremos sobrevivir. El neoliberalismo ha impuesto a la economía
el rumbo de un crecimiento ilimitado, más información y más robotización,
siempre con la mirada fija en el dominio total y en el lucro.
La situación es tal que se requiere un cambio de paradigma. O introducimos un cambio en
nuestra mente, o la nave Tierra-Humanidad va a pique.
La dificultad está en que nosotros, eurocéntricos y modernos,
arrastramos una mentalidad dualista, cartesiana-newtoniana,
que contrapone el hombre a la tierra, haciendo de él un ser extraño y hostil
que está sobre la tierra y contra ella, mirándola como un conjunto de recursos
y materias primas que puede explotar indefinidamente.
En este sentido, se han venido abajo dos ilusiones: la de
creer que La Tierra es inagotable y la de que nuestro progreso hacia el futuro
es ilimitado. Llevamos así, cuatrocientos años y el modelo ha quebrado.
El saber ecológico quiere hacernos comprender que entre todos
los seres hay una acción e interacción mutua, de modo que todos constituyen una
comunidad cósmica, como un gran sistema homeostático.
La singularidad de la ciencia ecológica reside en la
transversalidad, es decir, en afirmar que un conocimiento adecuado del universo
no es posible sin relacionar todas nuestras experiencias y formas de saber,
dando lugar a una captación holística de la realidad. Con razón, el econocido
ecólogo brasileño Lutzeberger definía la ecología como “la ciencia de la
sinfonía de la vida, la ciencia de la supervivencia”.
Ocurre, pues, que el objetivo perseguido se ha vuelto contra
nosotros: de dominadores hemos pasado a ser dominados. La calidad de vida se ha
degradado, dos tercios de la humanidad sufren subdesarrollo y pobreza, va a más
la desintegración del equilibrio ambiental, aumenta el ejército de los
trabajadores excluidos.
La ciencia y la técnica pueden liberar al hombre de muchas de
sus necesidades, pero el hombre tiene hambre no solo de pan, y eso no queda
garantizado con los meros recursos de la tecnología. El destino común exige,
por tanto, un cambio de rumbo.
Tal cambio lo apunta la comprensión del nuevo papel del
hombre en la evolución del cosmos: “La biología molecular aportó una
contribución fantástica demostrando la universalidad del código genético: todos
los seres vivos, desde la ameba más primitiva, pasando por los dinosaurios, por
los primates y llegando hasta el homo sapiens/demens
de hoy, emplean el mismo lenguaje genético, formulado fundamentalmente por
cuatro letras básicas: la A (adenina), la C (citosina), la G (guanina), y la T
(timina) para producirse y reproducirse” (L. Boff, Ecología de la tierra, grito de los pobres, Madrid, Trotta, 1996,
p.24).
Todo esto nos lleva a aprender una nueva forma de
comunicación con la totalidad de los seres y sus relaciones. Está emergiendo
una nueva sensibilidad para con el planeta en cuanto totalidad.
Son muchas las culturas que han hablado, muchos los caminos
que se han abierto y todos necesitamos ayudarnos para mejorar los desafíos de
los más variados sistemas.
Sencillamente estamos descubriendo que, por delante, por
encima y por abajo de todos los hallazgos y laberintos se halla nuestra casa
perdida, nuestro hogar común olvidado: La Tierra, la Comunidad humana y
Cósmica.
Ya no admitimos que La Tierra sea una simple reserva
físico-química de materias primas. Es un organismo extremadamente complejo y
dinámico. Es la gran Madre que nos nutre y transporta. Desde esta nueva percepción,
entendemos que la ciencia y la técnica ya no pueden estar contra la naturaleza
sino con ella y a favor de ella. La Tierra y la Humanidad aparecen como una
única entidad, un único ser complejo: no somos extranjeros en La Tierra, sino
hijos de ella, somos La Tierra misma en su expresión de conciencia, de libertad
y de amor (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus
artículos, indicando su procedencia).
Articulo tomado de:
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