"Me
siento especialmente movido a ir allá. Concédame ese favor, señor obispo, se lo
suplico"
¡No queremos al cura en el pueblo!
¡No queremos al cura en el pueblo!
Un pueblo siniestro, en
el que imperan el odio y el terror.
Se trataba de nombrar
párroco para este pueblo. El obispo se lo propuso al padre Boulos, joven
sacerdote que acababa de salir del Seminario
El padre Boulos llegó
un sábado a la casucha, abandonada de mucho tiempo atrás, que hacía veces de
casa cural. Nadie salió a recibirlo, y fingieron no darse por enterados de su
llegada.
Al cabo de cinco meses,
aparentemente la situación no había mejorado. El padre Boulos ayunaba, oraba,
sufría en su interior, lo consumía su propio celo represado… e iba
enflaqueciéndose
Entraron en la casucha.
Allí pudieron verlo tendido en la sombría estancia: su pequeño párroco… estaba
muerto. Entonces, aquellos hombres rudos se acercaron y, uno tras otro, fueron
tornando la mano que pendía exánime y la llevaron a sus labios y a su frente,
mientras un sollozo contenido apresaba sus gargantas
03.11.2019 | H.C.
Ayrouth sj
(Católicosmayoresde60).- Esta historia
ocurrió hacia el final de la década de los 30 del s. XX en Egipto . Un pueblo de rojas casas de adobes
fulgurando suntuosamente entre los verdes palmerales y el agua del Nilo; pueblo
siniestro, en el que imperan el odio y el terror: cristianos y musulmanes,
católicos y ortodoxos, católicos y católicos, todos están divididos entre sí en
bandos irreconciliables. Día tras día se suceden los homicidios y las
represalias: diecisiete asesinatos en 1936.
Como es natural, la Policía nunca da con el culpable: son
asuntos que se liquidan sin necesidad de testigos. Desde que el sol se oculta nadie se aventura a salir de su casa. En
el silencio de la noche se oyen los aullidos de los perros que merodean por
entre las tumbas del desierto. Durante el día los campesinos van a trabajar a
su heredad armados con un fusil, viejo o nuevo.
Se trataba de nombrar
párroco para este pueblo. El obispo se lo propuso al padre Boulos, joven
sacerdote que acababa de salir del Seminario. Bajo de talla, de salud endeble, tímido pero
ardoroso. Lo aceptó con entusiasmo. Pero no había marchado todavía cuando he
aquí que ya comenzaron a llegar al obispado informes y cartas anónimas: no
querían curas en aquel pueblo, ni los católicos ni los no católicos. Lo
dejarían morir de hambre y de hastío; más aún, tenían la intención de
envenenarlo en alguna de sus visitas…
El Obispo llamó al
padre Boulos, le puso al corriente de todo y le cambió el destino.
-Señor obispo,
permítame que obedezca al primer nombramiento.
-Pero, hijo mío, por ese camino vas a la
muerte. Yo no tengo derecho a exponerte a ello inútilmente.
-No será inútilmente, señor obispo.
-¡Pero no es prudente ir! Allá se las hayan
los de ese pueblo; lo tienen merecido.
-Me siento especialmente movido a ir allá.
Concédame ese favor, señor obispo, se lo suplico
Después de largas cavilaciones, el obispo no quiso contrariar
la llamada del Espíritu Santo y deió partir a su pequeño sacerdote, mientras lo
bendecía con lágrimas en los ojos.
El padre Boulos llegó
un sábado a la casucha, abandonada de mucho tiempo atrás, que hacía veces de
casa cural. Nadie salió a recibirlo, y fingieron no darse por enterados de su
llegada.
Al día siguiente,
después de haber golpeado largo rato un leño que servía de campana, celebró la
Misa, solo, en la iglesia desierta y sucia. Luego puso manos a la obra:
blanquear la iglesia, barrerla, limpiarla, guardar en ella e1 Santísimo, orar;
esas fueron sus primeras ocupaciones.
Al mismo tiempo intentaba entrar en contacto con aquellas
gentes, pero por todas partes encontraba
la misma desconfianza y recelo; nadie hablaba con él, ni siquiera por
curiosidad.
Iba vestido de larga túnica azul y manto oscuro; llevaba
gorro encarnado con amplio ribete negro.
A su paso, los rapaces huían de él, le tiraban piedras, y se rascaban la cabeza
para conjurar todo maleficio y como señal de desprecio. No podía encontrar
un monaguillo, ni una buena mujer que quisiera cocinarle y lavarle la ropa.
Estaba terriblemente solo. A veces, durante la noche, oía disparos muy cerca de
su misma casa. Sin embargo, él se comportaba como si le hubiera tocado en
suerte la mejor parroquia del mundo: siempre tan cortés, tan sonriente, tan amable.
Al pasar por aquellas callejuelas era el primero en saludar
con voz dulce -«¡que Dios os bendiga!»- aunque no le devolvieran el saludo. No se incomodaba, no pedía nada, no tomaba
ninguna precaución. Daba confianza a unos y a otros, y cuando pretendían
comprometerlo en favor de uno u otro bando, callaba. Había adquirido una gran
fuerza con su silencio.
Al cabo de cinco meses,
aparentemente la situación no había mejorado. El padre Boulos ayunaba, oraba,
sufría en su interior, lo consumía su propio celo represado… e iba
enflaqueciéndose.
Escribía a su obispo: «No se inquiete, yo hago aquí la vida de nuestros
antepasados los Padres del desierto que, por cierto, no es del todo incómoda .
. . ». Pero el cerco hostil de aquellos campesinos, duros y tenaces, no
presentaba la menor fisura.
Un domingo, después de
haber cantado la Misa mayor lo mismo que si la iglesia hubiera estado llena de
fieles, el padre Boulos sintió frío a pesar del calor asfixiante de julio, y
terminó antes que de costumbre su oración ante el sagrario. Envuelto en su
única manta, se había acostado en la banqueta que le servía de lecho cuando,
sin llamar a la puerta, entro un hombre:
-Mi madre está enferma
y quiere confesarse y comulgar. ¡Ven!
Por fin, una llamada, la primera, a su sacerdocio. ¡Bendito
sea Dios!.
A pesar de su extrema debilidad y su estado febril, el padre Boulos no vaciló un momento en
levantarse. Poco después seguía a aquel hombre, y administró a la anciana
el sacramento de la Unción y 1e dio la Comunión. Después, tiritando de fiebre,
pero contento porque su primera visita a domicilio había sido en compañía de
nuestro Señor, el padre Boulos volvió a acostarse…
Al día siguiente no se le vio entrar ni salir de la iglesia;
no se le vio pasar por la calle, como todos los días, a buscar agua y hacer su
compra en el mercado. Pero aquellas
gentes se habían habituado a aquella silueta menuda y afable; se habían
habituado a su saludo, y les parecía como que faltaba algo en su mundo de todos
los días.
Y, sin ponerse de
acuerdo ni decirse palabra, algunos musulmanes, ortodoxos y católicos, entraron en la casucha. Allí pudieron verlo
tendido en la sombría estancia: su pequeño párroco… estaba muerto.
Entonces, aquellos
hombres rudos se acercaron y, uno tras otro, fueron tornando la mano que pendía
exánime y la llevaron a sus labios y a su frente, mientras un sollozo contenido
apresaba sus gargantas. Después de contemplar en silencio el cadáver, se miraron unos a otros,
se vieron de pronto libres de odios y rencores… y se abrazaron.
Corrió veloz la triste nueva. Y, ¡cambio sorprendente!, todas aquellas gentes fueron presurosas a postrarse ante el cadáver del sacerdote. Por primera vez desde hacía mucho tiempo los hombres salieron de noche y sin armas, y velaron el cadáver corno acostumbran a velar los de aquella región: en cuclillas y sin pronunciar palabra.
Y cuando llegó la hora
del entierro ocurrió algo inesperado: pidieron que el féretro se detuviera en
el umbral de cada casa para bendecirla; quisieron que su párroco hiciera ahora lo que no logró
hacer en vida. También quisieron que, unos tras otros, todos llevaran en
hombros a aquél que con tanta dulzura y mansedumbre había sabido sobrellevarlos
a todos. Y aquella procesión nunca vista, que venía a ser la gran reparación,
la gran reconciliación, duró ¡seis horas!
Hoy, aquel pueblo,
antaño siniestro, es una de las mejores parroquias de la diócesis de Tebas.
Artículo tomado de: Religion Digital
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