Isaías
Profeta (siglo VIII a.C.)
“Me
dejé consultar por los que no me interrogaban; salí al encuentro de los que no
me buscaban. Yo dije: ¡Aquí estoy, aquí estoy! a una nación que no invocaba mi
Nombre.”
Resulta probable que Isaías
comenzara su carrera como sacerdote del Templo en Jerusalén. Fue allí donde
recibió su don profético. Comenzó con una visión: “Vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, y las
orlas de su manto llenaban el Templo.” Cuando el profeta se lamentó de sus
“labios impuros”, un ángel voló hacia abajo y tocó sus labios con una brasa
ardiente, borrando de esta manera sus pecados. “Y oí la voz del Señor que
decía: “¿A quién enviare y quien ira por nosotros?’ Yo respondí: ‘¡Aquí estoy:
envíame!”
La carrera de Isaías como
profeta tuvo lugar en el marco de una confusión política internacional.
Atrapados entre imperios poderosos, los gobernantes de Jerusalén buscaron mantener la independencia del reino
estableciendo una serie de alianzas oportunistas, primero con una potencia
extranjera, luego con otra. Isaías creía
que al confiar en esas alianzas
militares –en esencia, confiando en las espadas- Israel estaba perdiendo de
vista su independencia última de Dios. El resultado sería el desastre.
Los
vaticinios de Isaías están llenos de penosas referencias a la desobediencia, la
apostasía y la hipocresía que percibía a su alrededor: los pobres son
oprimidos; las naciones se inclinan ante los ídolos de la seguridad y la
riqueza. En estas circunstancias, todos los magníficos sacrificios han llegado
a ser una abominación. Antes que ofrecer plegarias con las manos ensangrentadas,
la gente debe purificarse: “¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien!
¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” En otras
palabras, Isaías llama a Israel a volver
a la primitiva confianza y fe en Yahvé,
una fe expresada en humildad y obras de justicia y misericordia. Su
esperanza era que la gente vería la luz y abrazaría esta dirección en forma
voluntaria. Hizo la extraordinaria declaración de que, si esto fracasaba,
Asiria y los enemigos de Israel serían
los instrumentos de Dios para castigar y corregir a una nación descarriada.
Sin
embargo, junto con sus serias advertencias, el mensaje de Isaías se hallaba marcando por una fuerte
corriente de anunciación. Creía que la destrucción no sería la última palabra.
Si bien seria purificada y lavada por medio del sufrimiento, la nación no sería
destruida. Las promesas de Dios se verían cumplidas, aunque quedara solo un
resto de sobrevivientes. Incluso llamo a su hijo Sear Iasub, que significaba
“resto que vuelve”.
Isaías impregnó su mensaje con la promesa de un futuro
Mesías y la visión de un reino pacifico
por venir. Posteriormente los cristianos tomarían estas profecías como
referencias a Jesús:
El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad, ha brillado una luz… porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobres sus hombros y se le da por nombre: “Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la Paz.”
Resulta
difícil para los cristianos leer estas palabras sin escuchar la gozosa música
del Mesías de Haëndel. De ser así, es importante recordar cuanto de la
esperanza de Isaías resta por cumplirse. En la edad mesiánica que el profetizó:
Con sus espadas forjaran arados y podaderas con sus
lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más
para la guerra.
En esa época:
El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos y un niño pequeño los apacentara.
La misión activa
de Isaías duro por lo menos cuarenta años, desde el año 742 a.C. hasta cerca
del año 701 a.C. y posiblemente aún más. Su voz tuvo tanta influencia que
inspiro una tradición de continua reflexión que continuaría, en su nombre, por
otros doscientos años.
Los profetas
posteriores que escribieron en su nombre aplicaron la perspectiva de Isaías
a los sucesos de sus días: la caída de
Jerusalén, el exilio en Babilonia y el retorno. A la luz de los sufrimientos y la humillación
de Israel, dejaron de lado los vaticinios de destrucción y colocaron más
énfasis en la visión consoladora de Isaías
de la edad mesiánica.
Así, Israel es comparado
con un “siervo sufriente” quien por sus sufrimientos vicarios, sirve para
reconciliar a una humanidad pecadora con Dios.
Pero el soportaba nuestros sufrimientos y cargaba nuestras dolencias… Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturando iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él, y por sus heridas fuimos sanados.