San Antonio
El ermitaño 251-356
En la historia de los estados y
de los pueblos, el hombre activo, el militar, el político, escala los primeros
planos y el ser contemplativo sólo lleva una vida oculta en las sombras, sin
fama y sin gloria. Pero en la historia de la Iglesia ambos se dan
fraternalmente la mano. La Iglesia ha defendido siempre la coexistencia del
contemplativo. Mientras que la Iglesia lucha contra el Anticristo, requiere de
hombres que, como Moisés, suplican con las manos levantadas, al tiempo que el
pueblo lucha. Este es el sentido de la vida, tan despreciada, del ermitaño y
del monje.
Antonio nació alrededor del año
251 en Kome, en el centro de Egipto, hijo de padres ricos, mimado y abandonado
a los caprichos de su propia voluntad. Esta mundana placidez terminó
repentinamente al morir sus padres; uno poco después del otro. Entonces se tuvo
que ocupar por entero de la administración de sus bienes y del cuidado de su
hermana menor. Lo transformaron las palabras de Jesús que nos transmite san
Mateo y que escuchó en la predicación del Evangelio en una iglesia: "Si
quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes..." (Mt 19,21).
Llevó a su hermana a un asilo,
vendió o regaló todo y se retiró con sus amigos ermitaños para pertenecer, como
ellos, sólo a Dios. Esa decisión, que tomó libremente y sin mayor esfuerzo, no
carece de grandeza, pues requiere un corazón valiente y un amor ardiente a
Dios, para romper todas las ligaduras.
Con alegría lo aceptaron los
ermitaños en su comunidad y le enseñaron aquel ascetismo del cuerpo y del
espíritu, madurado en la experiencia de decenios. De día cultivaba una parcela
en el desierto para alimentarse, de noche oraba y cantaba los salmos.
Pronto el ignorante se asemejó
a los eruditos. Las meditaciones frecuentes y la gracia de Dios le habían dado
visiones místicas que le envidiaban aun los ermitaños, ya casi condenada a
desaparecer.
Pronto se le acercaron los
eternos opositores de todo lo divino. Apariencias diabólicas lo torturaron
cruelmente y, silo dejaban en paz, el anhelo de escuchar una voz humana lo
sumergió en la melancolía; luego lo atormentaron imágenes impuras e ideas de
vanidad. Así volvió a encontrar en el desierto todos los vicios de la humanidad
que había querido esquivar.
Dos decenios luchó por conseguir
la paz, con la gracia de Dios. Sus antiguos compañeros le rogaron que fuera su
guía en la búsqueda de la perfección. Se negó por mucho tiempo, porque la vida
en comunidad era incompatible con el ideal del ermitaño. Pero cuando se lo
pidieron con más urgencia, prescindió de estar sólo con Dios, para salvar el
monacato de Egipto. El que se disponía a ser un discípulo sabía que le esperaba
una educación severa. El monacato, como lo consideraba Antonio, no era un
sufrimiento blando, una meditación vacía ni menos una huida del mundo o un
lirismo romántico, sino un trabajo difícil, ininterrumpido, en las arenas del
desierto y acompañado y acompañado de durísimas penitencias por las culpas
ajenas. Su ascetismo fue estricto, pero sólo así logró educar caracteres que
estaban preparados a arrostrar las sangrientas persecuciones del emperador
Maximino Daza.
No sólo los ermitaños buscaban
acercársele. En cada caravana venían funcionarios, comerciantes, soldados y
gente de toda profesión, que quería presentarle sus penas y solicitar su
intercesión. Asimismo, llegaron los emisarios de Arrio para usar su nombre en
pro de su heterodoxia y sus sueños ambiciosos de poder. Entonces él, por lo
general tan tranquilo, se transformaba en un verdadero gigante, que condenaba
los errores de Arrio.
Antonio ya contaba cien años de
edad, cuando decidió, con heroico sacrificio, recorrer todas las comunidades
monásticas para confinarlas en la verdadera doctrina de la Iglesia de Cristo.
Dicha predicación agotó sus
últimas fuerzas. Murió a los 105 años en el monte monástica fue grande. Aún
muchos siglos después, su vida, descrita por Atanasio, incitó a muchos a
abandonar voluntariamente el mundo y a vivir sólo para Dios.
Ellsberg Robert, Todos los Santos