MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 54 JORNADA MUNDIAL
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Para
que puedas contar y grabar en la memoria (cf. Ex 10,2)
La
vida se hace historia
Quiero
dedicar el Mensaje de este año al tema de la narración, porque creo que para no
perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que
construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y
la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión de las voces y de los mensajes
que nos rodean, necesitamos una narración humana, que nos hable de nosotros y
de la belleza que poseemos. Una narración que sepa mirar al mundo y a los
acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que
revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros.
1.
Tejer historias
El
hombre es un ser narrador. Desde la infancia tenemos hambre de historias como
tenemos hambre de alimentos. Ya sean en forma de cuentos, de novelas, de
películas, de canciones, de noticias…, las historias influyen en nuestra vida,
aunque no seamos conscientes de ello. A menudo decidimos lo que está bien o mal
hacer basándonos en los personajes y en las historias que hemos asimilado. Los
relatos nos enseñan; plasman nuestras convicciones y nuestros comportamientos;
nos pueden ayudar a entender y a decir quiénes somos.
El
hombre no es solamente el único ser que necesita vestirse para cubrir su
vulnerabilidad (cf. Gn 3,21), sino que también es el único ser que necesita
“revestirse” de historias para custodiar su propia vida. No tejemos sólo ropas,
sino también relatos: de hecho, la capacidad humana de “tejer” implica tanto a
los tejidos como a los textos. Las historias de cada época tienen un “telar”
común: la estructura prevé “héroes”, también actuales, que para llevar a cabo
un sueño se enfrentan a situaciones difíciles, luchan contra el mal empujados
por una fuerza que les da valentía, la del amor. Sumergiéndonos en las
historias, podemos encontrar motivaciones heroicas para enfrentar los retos de
la vida.
El
hombre es un ser narrador porque es un ser en realización, que se descubre y se
enriquece en las tramas de sus días. Pero, desde el principio, nuestro relato
se ve amenazado: en la historia serpentea el mal.
2.
No todas las historias son buenas
«El
día en que comáis de él, […] seréis como Dios» (cf. Gn 3,5). La tentación de la
serpiente introduce en la trama de la historia un nudo difícil de deshacer. “Si
posees, te convertirás, alcanzarás...”, susurra todavía hoy quien se sirve del
llamado storytelling con fines instrumentales. Cuántas historias nos
narcotizan, convenciéndonos de que necesitamos continuamente tener, poseer,
consumir para ser felices. Casi no nos damos cuenta de cómo nos volvemos ávidos
de chismes y de habladurías, de cuánta violencia y falsedad consumimos. A
menudo, en los telares de la comunicación, en lugar de relatos constructivos,
que son un aglutinante de los lazos sociales y del tejido cultural, se fabrican
historias destructivas y provocadoras, que desgastan y rompen los hilos
frágiles de la convivencia. Recopilando información no contrastada, repitiendo
discursos triviales y falsamente persuasivos, hostigando con proclamas de odio,
no se teje la historia humana, sino que se despoja al hombre de la dignidad.
Pero
mientras que las historias utilizadas con fines instrumentales y de poder
tienen una vida breve, una buena historia es capaz de trascender los límites
del espacio y del tiempo. A distancia de siglos sigue siendo actual, porque
alimenta la vida. En una época en la que la falsificación es cada vez más
sofisticada y alcanza niveles exponenciales (el deepfake), necesitamos
sabiduría para recibir y crear relatos bellos, verdaderos y buenos. Necesitamos
valor para rechazar los que son falsos y malvados. Necesitamos paciencia y
discernimiento para redescubrir historias que nos ayuden a no perder el hilo
entre las muchas laceraciones de hoy; historias que saquen a la luz la verdad
de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana.
3.
La Historia de las historias
La
Sagrada Escritura es una Historia de historias. ¡Cuántas vivencias, pueblos,
personas nos presenta! Nos muestra desde el principio a un Dios que es creador
y narrador al mismo tiempo. En efecto, pronuncia su Palabra y las cosas existen
(cf. Gn 1). A través de su narración Dios llama a las cosas a la vida y, como
colofón, crea al hombre y a la mujer como sus interlocutores libres,
generadores de historia junto a Él. En un salmo, la criatura le dice al
Creador: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy
gracias porque son admirables tus obras […], no desconocías mis huesos. Cuando,
en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra»
(139,13-15). No nacemos realizados, sino que necesitamos constantemente ser
“tejidos” y “bordados”. La vida nos fue dada para invitarnos a seguir tejiendo
esa “obra admirable” que somos.
En
este sentido, la Biblia es la gran historia de amor entre Dios y la humanidad.
En el centro está Jesús: su historia lleva al cumplimiento el amor de Dios por
el hombre y, al mismo tiempo, la historia de amor del hombre por Dios. El
hombre será llamado así, de generación en generación, a contar y a grabar en su
memoria los episodios más significativos de esta Historia de historias, los que
puedan comunicar el sentido de lo sucedido.
El
título de este Mensaje está tomado del libro del Éxodo, relato bíblico
fundamental, en el que Dios interviene en la historia de su pueblo. De hecho,
cuando los hijos de Israel estaban esclavizados clamaron a Dios, Él los escuchó
y rememoró: «Dios se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se
fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (Ex 2, 24-25). De la memoria de
Dios brota la liberación de la opresión, que tiene lugar a través de signos y
prodigios. Es entonces cuando el Señor revela a Moisés el sentido de todos
estos signos: «Para que puedas contar [y grabar en la memoria] de tus hijos y
nietos […] los signos que realicé en medio de ellos. Así sabréis que yo soy el
Señor» (Ex 10,2). La experiencia del Éxodo nos enseña que el conocimiento de
Dios se transmite sobre todo contando, de generación en generación, cómo Él
sigue haciéndose presente. El Dios de la vida se comunica contando la vida.
El
mismo Jesús hablaba de Dios no con discursos abstractos, sino con parábolas,
narraciones breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la vida se hace historia
y luego, para el que la escucha, la historia se hace vida: esa narración entra
en la vida de quien la escucha y la transforma.
No
es casualidad que también los Evangelios sean relatos. Mientras nos informan
sobre Jesús, nos “performan”[1] a Jesús, nos conforman a Él: el Evangelio pide
al lector que participe en la misma fe para compartir la misma vida. El
Evangelio de Juan nos dice que el Narrador por excelencia —el Verbo, la
Palabra— se hizo narración: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, Él
lo ha contado» (cf. Jn 1,18). He usado el término “contado” porque el original
exeghésato puede traducirse sea como “revelado” que como “contado”. Dios se ha
entretejido personalmente en nuestra humanidad, dándonos así una nueva forma de
tejer nuestras historias.
4.
Una historia que se renueva
La
historia de Cristo no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre
actual. Nos muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne,
nuestra historia, hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También
nos dice que no hay historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de
que Dios se hizo historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia
divina. En la historia de cada hombre, el Padre vuelve a ver la historia de su
Hijo que bajó a la tierra. Toda historia humana tiene una dignidad que no puede
suprimirse. Por lo tanto, la humanidad se merece relatos que estén a su altura,
a esa altura vertiginosa y fascinante a la que Jesús la elevó.
Escribía
san Pablo: «Sois carta de Cristo […] escrita no con tinta, sino con el Espíritu
de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne»
(2 Co 3,3). El Espíritu Santo, el amor de Dios, escribe en nosotros. Y, al
escribir dentro, graba en nosotros el bien, nos lo recuerda. Re-cordar
significa efectivamente llevar al corazón, “escribir” en el corazón. Por obra
del Espíritu Santo cada historia, incluso la más olvidada, incluso la que
parece estar escrita con los renglones más torcidos, puede volverse inspirada,
puede renacer como una obra maestra, convirtiéndose en un apéndice del
Evangelio. Como las Confesiones de Agustín. Como El Relato del Peregrino de
Ignacio. Como la Historia de un alma de Teresita del Niño Jesús. Como Los
Novios, como Los Hermanos Karamazov. Como tantas innumerables historias que han
escenificado admirablemente el encuentro entre la libertad de Dios y la del
hombre. Cada uno de nosotros conoce diferentes historias que huelen a
Evangelio, que han dado testimonio del Amor que transforma la vida. Estas
historias requieren que se las comparta, se las cuente y se las haga vivir en
todas las épocas, con todos los lenguajes y por todos los medios.
5.
Una historia que nos renueva
En
todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras leemos la Escritura, las
historias de los santos, y también esos textos que han sabido leer el alma del
hombre y sacar a la luz su belleza, el Espíritu Santo es libre de escribir en
nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo que somos a los ojos de
Dios. Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos salvó, cuando ponemos amor
en nuestras historias diarias, cuando tejemos de misericordia las tramas de
nuestros días, entonces pasamos página. Ya no estamos anudados a los recuerdos
y a las tristezas, enlazados a una memoria enferma que nos aprisiona el
corazón, sino que abriéndonos a los demás, nos abrimos a la visión misma del
Narrador. Contarle a Dios nuestra historia nunca es inútil; aunque la crónica
de los acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la
perspectiva. Contarse al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia
nosotros y hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos,
llevarle a las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el
tejido de la vida, remendando los rotos y los jirones. ¡Cuánto lo necesitamos
todos!
Con
la mirada del Narrador —el único que tiene el punto de vista final— nos acercamos
luego a los protagonistas, a nuestros hermanos y hermanas, actores a nuestro
lado de la historia de hoy. Sí, porque nadie es un extra en el escenario del
mundo y la historia de cada uno está abierta a la posibilidad de cambiar.
Incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención,
podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio.
No
se trata, pues, de seguir la lógica del storytelling, ni de hacer o hacerse
publicidad, sino de rememorar lo que somos a los ojos de Dios, de dar
testimonio de lo que el Espíritu escribe en los corazones, de revelar a cada
uno que su historia contiene obras maravillosas. Para ello, nos encomendamos a
una mujer que tejió la humanidad de Dios en su seno y —dice el Evangelio— entretejió
todo lo que le sucedía. La Virgen María lo guardaba todo, meditándolo en su
corazón (cf. Lc 2,19). Pidamos ayuda a aquella que supo deshacer los nudos de
la vida con la fuerza suave del amor:
Oh
María, mujer y madre, tú tejiste en tu seno la Palabra divina, tú narraste con
tu vida las obras magníficas de Dios. Escucha nuestras historias, guárdalas en
tu corazón y haz tuyas esas historias que nadie quiere escuchar. Enséñanos a
reconocer el hilo bueno que guía la historia. Mira el cúmulo de nudos en que se
ha enredado nuestra vida, paralizando nuestra memoria. Tus manos delicadas
pueden deshacer cualquier nudo. Mujer del Espíritu, madre de la confianza,
inspíranos también a nosotros. Ayúdanos a construir historias de paz, historias
de futuro. Y muéstranos el camino para recorrerlas juntos.
Roma,
junto a San Juan de Letrán, 24 de enero de 2020, fiesta de san Francisco de
Sales.