Probablemente es el
miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo.
En la Iglesia actual hay pecado y debilidad, pero hay sobre todo miedo a correr
riesgos. Hemos comenzado el tercer milenio sin audacia para renovar
creativamente la vivencia de la fe cristiana. No es difícil señalar alguno de
estos miedos.
Tenemos miedo a lo
nuevo, como si «conservar el pasado» garantizara automáticamente la fidelidad
al Evangelio. Es cierto que el Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda
que en la Iglesia ha de haber «una constante reforma», pues «como institución
humana la necesita permanentemente». Sin embargo, no es menos cierto que lo que
mueve en estos momentos a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación
cuanto un instinto de conservación.
Tenemos miedo para
asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo buscar la fidelidad al
evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar; nos inhibimos cuando
deberíamos intervenir. Se prohíbe el debate de cuestiones importantes, para
evitar planteamientos que pueden inquietar; preferimos la adhesión rutinaria
que no trae problemas ni disgusta a la jerarquía.
Tenemos miedo a la
investigación teológica creativa. Miedo a revisar ritos y lenguajes litúrgicos
que no favorecen hoy la celebración viva de la fe. Miedo a hablar de los
«derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la
mujer un lugar más acorde con el espíritu de Jesús.
Tenemos miedo a anteponer la misericordia por encima de
todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el «ministerio del juicio y la
condena», sino el «ministerio de la reconciliación». Hay miedo a acoger a los
pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es
«amiga de pecadores», como se decía de su Maestro.
Según el relato
evangélico, los discípulos caen por tierra «llenos de miedo» al oír una voz que
les dice: «Este es mi Hijo amado… escuchadlo». Da miedo escuchar solo a Jesús.
Es el mismo Jesús quien se acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengáis miedo».
Solo el contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo.