Uno
con el universo – Jesús vio al ser humano como parte de la creación.
La plena participación
en la espiritualidad de Jesús tendrá que incluir alguna experiencia de nuestra
unicidad con el universo. La unión extraordinariamente profunda de Jesús con
Dios se manifestó no sólo en su identificación con todos los seres humanos,
sino también en su unicidad con la naturaleza.
Jesús tampoco se
imaginó nunca que Dios había creado el universo en el principio y después lo
había abandonado a su suerte. Para Jesús, Dios estaba cuidando toda la
creación, activa y providentemente, todos los días. Dios alimenta a las aves,
viste los campos de flores, hace salir el sol y manda la lluvia sobre justos e
injustos por igual (Mt 6, 26-30 par). Todo el universo está vivo con la acción
y la creatividad divinas.
Pero lo que tiene
particular importancia para nosotros aquí es observar que Jesús vio a los seres
humanos como una parte integrante de la creación de Dios. Somos criaturas
junto a las aves del cielo y los lirios del campo. Dios nos cuida y alimenta
también a nosotros. Todos y cada uno de los cabellos de nuestra cabeza están
contados (Mt 10, 30 par). Jesús no ve a los humanos como seres que están por
encima de la creación y la observan desde fuera. Somos parte de ella; una parte
muy valiosa e importante, sí, pero una parte al fin y al cabo. «No teman», dice
Jesús, «ustedes valen más que muchos pajarillos» (Mt 10,31 par). Pero
Dios nos cuida de la misma manera que cuida a los pajarillos.
La experiencia
jesuánica de unicidad estaba arraigada en su experiencia de Dios como su abbá. Pero
Dios era también un abbá o Creador solícito para con las aves
del cielo y los lirios del campo, para con todos y con todo. Así pues, Jesús
tuvo que experimentarse a sí mismo como una parte de la naturaleza y sus
ritmos. Vivió en perfecta armonía con la naturaleza, consigo mismo… y con
Dios.
La Diversidad de la creación
Una dinámica en la
nueva comprensión del universo es la diferenciación. El universo se
despliega y expande por un proceso de diversificación sin fin. Los
átomos, las moléculas y las células se unen en una desconcertante variedad de
entidades y especies. Han existido y existen todavía innumerables
millones de plantas, insectos, aves, peces y especies animales. El
despliegue del universo no es fruto del ciego azar, sino que favorece
positivamente el aumento de la diversidad, una complejidad cada vez mayor y
una conciencia cada vez más profunda. En este sentido, la evolución no tiene
una dirección general global.
Como afirma Thomas
Berry, «el universo en su emergencia no está determinado ni o es
aleatorio, sino creativo». En otras palabras, la dirección del universo
no es la implementación servil, paso a paso, de un proyecto preconcebido.
Así es como los humanos hacemos las cosas. Éste es el modo de proceder –
fijo y determinado – de la inteligencia racional, pero no es el modo de
proceder de Dios.
Lo que el estudio
científico de la evolución nos permite apreciar hoy cada vez mejor es que el Creador
no es como un ser humano que fabrica productos. Dios se parece más a un
artista. El universo no es la implementación de un proyecto
predeterminado, sino el resultado, magnífico y continuo, de la creatividad
artística. También por esa razón, cada persona es única, una obra de
arte única. No somos productos fabricados en serie.
La evidencia científica
nos proporciona una oportunidad de experimentar algo de la creatividad
misteriosa y continua de Dios en toda su variedad y belleza. Vemos la
gloria de Dios en la grandeza de un universo que evoluciona creativamente.
Unidad
Nada ha demostrado la
unicidad del universo de un modo más sorprendente que el descubrimiento de que
todas las cosas se originaron en una misma y única «singularidad» (como ellos
la llaman) inimaginablemente pequeña, la cual produjo una poderosa explosión de
energía, el «Big Bang». Todo, absolutamente todo, ha evolucionado a partir de
esa singularidad: la materia y el espíritu, los átomos y las estrellas, las
sustancias químicas y las formas de vida, tú y yo. Teilhard de Chardin fue el
primero en señalar que el espíritu o la conciencia tuvo que estar presente
desde el principio, porque no existe la materia sin alguna forma de espíritu.
Como seres humanos,
somos una carne que pertenece a la única familia humana. Como seres vivos,
pertenecemos a la familia estrechamente unida de organismos vivos que han
evolucionado unos a partir de otros en los últimos 4.000 millones de años. Así
pues, como entidades individuales podemos remontamos en nuestro linaje hasta
aquella primera explosión de energía. Somos producto de un proceso
espectacularmente creativo de espíritu y materia en evolución. Somos uno con
las estrellas y con todas las demás cosas.
La otra gran
manifestación de la unidad en la nueva historia del nuevo universo es nuestra
interconexión e interdependencia. Los científicos están actualmente
convencidos de que cualquier acontecimiento de la larga historia de este
inmenso universo está conectado con todos los demás acontecimientos. No hay
acontecimientos aislados o separados. Y ningún acontecimiento particular
tiene una sola causa o una serie de causas. En último término, todo
acontecimiento depende, de un modo o de otro, de todos los demás
acontecimientos, en una red de interdependencia inimaginablemente misteriosa.
El misterio de nuestro
universo en evolución es un misterio de abrumadora unidad o unicidad.
Un todo de una sola pieza
La unicidad con Dios,
con uno mismo, con los demás y con el universo forma un todo de una sola pieza.
Cualquier intento de unirse con Dios permaneciendo alienado de otras personas
y de la naturaleza sería pura fantasía. Del mismo modo, una experiencia de
proximidad a la naturaleza que excluya a los seres humanos y la propia
totalidad personal sería incompleta e ineficaz. Sin embargo, una experiencia
auténtica de unicidad con todos y con todo incluiría la unicidad con Dios,
aunque uno no sea plenamente consciente de la presencia de Dios, porque, como
hemos visto en el relato de las ovejas y las cabras, «cualquier cosa que
hagáis a los más pequeños de éstos me lo hacéis a mí»…, seamos o no conscientes
de ello.
De lo
que estamos hablando aquí es de una
experiencia indivisible por la que pasamos del egocentrismo y el aislamiento a
la unión con todo cuanto existe. Es un movimiento de la separación a la
unicidad, del egoísmo al amor, del ego a Dios. Y aunque muchas de estas
cosas puedan parecer abstractas y muy ajenas a los problemas y preocupaciones
de la vida cotidiana, constituyen en la práctica una experiencia de hermosa
simplicidad: la simplicidad que vemos reflejada en Jesús.
Es claro que el
misterioso autor del cuarto Evangelio fue un místico que vio que, en último
término, Jesús era la revelación de la unicidad: su unicidad con
el Padre, la unicidad del Padre con él y con nosotros, nuestra unicidad entre
nosotros, con él y con el Padre (Jn 17,21-23). . . Pablo habló también de esto,
aunque de manera muy diferente, reconociendo entre otras cosas sus dimensiones
cósmicas: «. . . Dios tuvo a bien reconciliar por medio de él [Jesús] todas
las cosas. . . los seres de la tierra y de los cielos» (Col 1,19-20).
«Para que Dios», dice en otro lugar, «sea todo en todas las cosas» (1 Co
15,28).
Dios y el universo
A pesar de la presencia
de Dios en el mundo, a muchos creyentes se les ha hecho imaginar que Dios
pertenece a otro mundo, un mundo celestial, y está, por lo tanto, muy lejos de
la vida cotidiana. Pero para Jesús, Dios estaba muy cerca, en medio de
nosotros. Jesús habló de Dios como nuestro Padre celestial, pero
ello no significaba que Dios estuviera muy lejos, en otro mundo. Dios es
nuestro abbá íntimo y amoroso.
Al igual que Jesús,
tampoco los profetas y los místicos cometieron el error de situar a Dios en
otro mundo, en el mundo del cielo. Cualquiera que fuera su concepción del
cielo, Dios para ellos estaba presente y actuaba en el aquí y ahora. «El
día de mi despertar espiritual», dice la mística Matilde de Magdeburgo
(1210-1280), «fue el día en que vi y supe que había visto todas las cosas en
Dios, y a Dios en todas las cosas».
Hablar de Dios en todas
las cosas es quedarse en una metáfora espacial que da la impresión de que Dios
es alguna clase de objeto invisible dentro de cada uno de los seres. Por el contrario,
parece que la experiencia de Jesús y de los místicos consiste en que Dios
es uno con el universo.
Esto ha llevado a
algunos autores a hablar de una encarnación universal. En este modelo,
Dios está encarnado en todo el universo, el cual es como el cuerpo de Dios.
Dios es uno con el universo como una persona es una con su cuerpo.
Experimentarse a sí mismo, a los demás y al resto de universo que se despliega
como el cuerpo de Dios que manifiesta y revela a Dios en todo momento, es una
imagen de gran fuerza espiritual, una imagen que debe ser apreciada y
explorada.
Tomado de
FORMACION INTEGRAL