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22 de marzo de 2020

Uno con el universo


P. Nolan O.P.

Uno con el universo – Jesús vio al ser humano como parte de la creación.

La plena participación en la espiritualidad de Jesús tendrá que incluir alguna experiencia de nuestra unicidad con el universo. La unión extraordinariamente profunda de Jesús con Dios se manifestó no sólo en su identificación con to­dos los seres humanos, sino también en su unicidad con la naturaleza.

Jesús tampoco se imaginó nunca que Dios había crea­do el universo en el principio y después lo había abando­nado a su suerte. Para Jesús, Dios estaba cuidando toda la creación, activa y providentemente, todos los días. Dios alimenta a las aves, viste los campos de flores, hace salir el sol y manda la lluvia sobre justos e injustos por igual (Mt 6, 26-30 par). Todo el universo está vivo con la acción y la creatividad divinas.

Pero lo que tiene particular importancia para nosotros aquí es observar que Jesús vio a los seres humanos como una parte integrante de la creación de Dios. Somos criatu­ras junto a las aves del cielo y los lirios del campo. Dios nos cuida y alimenta también a nosotros. Todos y cada uno de los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt 10, 30 par). Jesús no ve a los humanos como seres que están por encima de la creación y la observan desde fuera. Somos parte de ella; una parte muy valiosa e importante, sí, pero una parte al fin y al cabo. «No teman», dice Jesús, «ustedes valen  más que muchos pajarillos» (Mt 10,31 par). Pero Dios nos cuida de la misma manera que cuida a los pajarillos.
La experiencia jesuánica de unicidad estaba arraigada en su experiencia de Dios como su abbá. Pero Dios era también un abbá o Creador solícito para con las aves del cielo y los lirios del campo, para con todos y con todo. Así pues, Jesús tuvo que experimentarse a sí mismo como una parte de la naturaleza y sus ritmos. Vivió en perfecta ar­monía con la naturaleza, consigo mismo… y con Dios.

La Diversidad de la creación

Una dinámica en la nueva comprensión del univer­so es la diferenciación.  El universo se despliega y expande por un proceso de diversificación sin fin.  Los átomos, las moléculas y las células se unen en una desconcertante va­riedad de entidades y especies.   Han existido y existen to­davía innumerables millones de plantas, insectos, aves, pe­ces y especies animales.  El despliegue del universo no es fruto del ciego azar, sino que favorece positivamente el au­mento de la diversidad, una complejidad cada vez mayor y una conciencia cada vez más profunda. En este sentido, la evolución no tiene una dirección general global.

Como afirma Thomas Berry, «el universo en su emergencia no está determinado ni o es aleatorio, sino creativo».  En otras palabras, la dirección del universo no es la implementación servil, paso a paso, de un proyecto preconcebido.  Así es como los humanos hacemos las cosas.  Éste es el modo de proceder – fijo y determinado – de la inteligencia racional, pero no es el modo de proceder de Dios.
Lo que el estudio científico de la evolución nos permi­te apreciar hoy cada vez mejor es que el Creador no es co­mo un ser humano que fabrica productos. Dios se parece más a un artista.  El universo no es la implementación de un proyecto predeterminado, sino el resultado, magnífico y continuo, de la creatividad artística.  También por esa ra­zón, cada persona es única, una obra de arte única. No so­mos productos fabricados en serie.

La evidencia científica nos proporciona una oportuni­dad de experimentar algo de la creatividad misteriosa y continua de Dios en toda su variedad y belleza.  Vemos la gloria de Dios en la grandeza de un universo que evolucio­na creativamente.

Unidad

Nada ha demostrado la unicidad del universo de un modo más sorprendente que el descubrimiento de que todas las cosas se originaron en una misma y única «singularidad» (como ellos la llaman) inimaginablemente pequeña, la cual produjo una poderosa explosión de energía, el «Big Bang». Todo, absolutamente todo, ha evolucionado a partir de esa singularidad: la materia y el espíritu, los átomos y las estre­llas, las sustancias químicas y las formas de vida, tú y yo. Teilhard de Chardin fue el primero en señalar que el espíri­tu o la conciencia tuvo que estar presente desde el principio, porque no existe la materia sin alguna forma de espíritu.

Como seres humanos, somos una carne que pertenece a la única familia humana. Como seres vivos, pertenecemos a la familia estrechamente unida de organismos vivos que han evolucionado unos a partir de otros en los últimos 4.000 millones de años. Así pues, como entidades indivi­duales podemos remontamos en nuestro linaje hasta aquella primera explosión de energía. Somos producto de un proceso espectacularmente creativo de espíritu y materia en evolución. Somos uno con las estrellas y con todas las demás cosas.

La otra gran manifestación de la unidad en la nueva his­toria del nuevo universo es nuestra interconexión e interde­pendencia. Los científicos están actualmente convencidos de que cualquier acontecimiento de la larga historia de este inmenso universo está conectado con todos los demás acon­tecimientos. No hay acontecimientos aislados o separados.  Y ningún aconteci­miento particular tiene una sola causa o una serie de causas. En último término, todo acontecimiento depende, de un modo o de otro, de todos los demás acontecimientos, en una red de interdependencia inimaginablemente misteriosa.
El misterio de nuestro universo en evolución es un mis­terio de abrumadora unidad o unicidad.

Un todo de una sola pieza

La unicidad con Dios, con uno mismo, con los demás y con el universo forma un todo de una sola pieza. Cualquier in­tento de unirse con Dios permaneciendo alienado de otras personas y de la naturaleza sería pura fantasía. Del mismo modo, una experiencia de proximidad a la naturaleza que excluya a los seres humanos y la propia totalidad personal sería incompleta e ineficaz. Sin embargo, una experiencia auténtica de unicidad con todos y con todo incluiría la uni­cidad con Dios, aunque uno no sea plenamente consciente de la presencia de Dios, porque, como hemos visto en el re­lato de las ovejas y las cabras, «cualquier cosa que hagáis a los más pequeños de éstos me lo hacéis a mí»…, seamos o no conscientes de ello.

De  lo  que  estamos  hablando  aquí  es  de  una  experiencia indivisible por la que pasamos del egocentrismo y el aisla­miento a la unión con todo cuanto existe. Es un movi­miento de la separación a la unicidad, del egoísmo al amor, del ego a Dios.  Y aunque muchas de estas cosas puedan pa­recer abstractas y muy ajenas a los problemas y preocupa­ciones de la vida cotidiana, constituyen en la práctica una experiencia de hermosa simplicidad: la simplicidad que ve­mos reflejada en Jesús.

Es claro que el misterioso autor del cuarto Evangelio fue un místico que vio que, en último término, Jesús era la revelación de la unicidad: su unicidad con el Padre, la uni­cidad del Padre con él y con nosotros, nuestra unicidad en­tre nosotros, con él y con el Padre (Jn 17,21-23). . . Pablo habló también de esto, aunque de manera muy diferente, reconociendo entre otras cosas sus dimensiones cósmicas: «. . . Dios tuvo a bien reconciliar por medio de él [Jesús] to­das las cosas. . . los seres de la tierra y de los cielos» (Col 1,19-20).  «Para que Dios», dice en otro lugar, «sea todo en todas las cosas» (1 Co 15,28).

Dios y el universo

A pesar de la presencia de Dios en el mundo, a mu­chos creyentes se les ha hecho imaginar que Dios pertene­ce a otro mundo, un mundo celestial, y está, por lo tanto, muy lejos de la vida cotidiana. Pero para Jesús, Dios estaba muy cerca, en medio de nosotros. Jesús habló de Dios como nuestro Padre celestial, pero ello no significaba que Dios estuviera muy lejos, en otro mun­do. Dios es nuestro abbá íntimo y amoroso.

Al igual que Jesús, tampoco los profetas y los místicos cometieron el error de situar a Dios en otro mundo, en el mundo del cielo. Cualquiera que fuera su concepción del cielo, Dios para ellos estaba presente y actuaba en el aquí y ahora.  «El día de mi despertar espi­ritual», dice la mística Matilde de Magdeburgo (1210-1280), «fue el día en que vi y supe que había visto todas las cosas en Dios, y a Dios en todas las cosas».

Hablar de Dios en todas las cosas es quedarse en una metáfora espacial que da la impresión de que Dios es alguna clase de objeto invisible dentro de cada uno de los seres. Por el con­trario, parece que la experiencia de Jesús y de los místicos consiste en que Dios es uno con el universo.
Esto ha llevado a algunos autores a hablar de una en­carnación universal.  En este modelo, Dios está encarnado en todo el universo, el cual es como el cuerpo de Dios.  Dios es uno con el universo como una persona es una con su cuerpo.  Experimentarse a sí mismo, a los demás y al res­to de universo que se despliega como el cuerpo de Dios que manifiesta y revela a Dios en todo momento, es una ima­gen de gran fuerza espiritual, una imagen que debe ser apreciada y explorada.

Tomado de
FORMACION INTEGRAL