PECADO – CRUZ – DOLOR
Reflexiónes de
Enrique Martinez Lozano
Tal como la presenta el catecismo, la llamada “historia de la salvación”
pivota sobre dos ejes inseparables: la doctrina del “pecado original” y la
doctrina de la “redención”, el pecado y la cruz.
Durante siglos, el catecismo fue petrificando esa creencia hasta
llegar a configurar el imaginario colectivo cristiano. Aun a riesgo de caer en
la caricatura, el núcleo de la misma podría expresarse de este modo: el
designio de Dios se frustró debido al pecado de “nuestros primeros padres”, que
fueron expulsados del paraíso y condenados a vivir con dolor en este “valle de
lágrimas”. Ahí podría haber terminado todo, pero Dios fue sacando adelante su
proyecto de salvación. Para ello se eligió un pueblo (Israel o el pueblo judío)
del que habría de nacer el Mesías, su propio Hijo. Este, por medio del suplicio
de la cruz, expiaría aquel pecado primero y, de ese modo, redimiría
(rescataría) a toda la humanidad que creyera en él.
En esa apretada síntesis quedan claros los dos pilares sobre los
que se asienta la creencia: el pecado original y la cruz.
La conexión entre ambos es sustancial, hasta el punto de que si uno de ellos se
tambalea, el otro se viene abajo. Tal vez ello explique las resistencias de la
autoridad eclesiástica a reconocer el carácter mítico del relato del Génesis.
Quizás teme que, si se niega historicidad al llamado “pecado original”, resulte
insostenible la doctrina de la redención tal como habitualmente se ha
explicado.
Pero es justamente esa doctrina la que es necesario desmitificar,
porque a lo largo de los siglos ha generado culpabilidad y dolorismo hasta
extremos no fácilmente imaginables. Culpa, porque el ser humano se
veía “pecador” incluso antes de nacer: la humanidad entera era vista, desde san
Agustín, como “massa damnata” (masa corrompida). Y dolorismo porque,
tal como se leían los designios de Dios, el modo como Jesús nos habría librado
de la culpa fue a través del sufrimiento de la cruz. A partir de ahí, era fácil
deslizarse hacia la idea de que el dolor en sí mismo era bueno y agradaba a
Dios. ¿No es evidente que todo el ceremonial característico de la “Semana
Santa” se hallaba impregnado de culpabilidad y dolorismo?
Desmontar todo ese imaginario pasa por reconocer que el relato
bíblico del Génesis es solo un mito –de la “caída” o del “paraíso perdido”– con
el que los primeros humanos trataron de explicarse el porqué del mal en el
mundo. Por tanto, si no existió tal “pecado” tampoco se necesita una
“expiación”.
Jesús murió ajusticiado. Pero eso no se debió al arbitrio de un Dios ofendido
que así lo dispusiera, ni tampoco a que el propio Jesús valorara el dolor o
entendiera su existencia en clave de expiación. Todo ello sería muy posterior.
Jesús fue ejecutado porque estorbaba al poder dominante.
No hay culpa ni valoración alguna del dolorismo. El único vicio de la
humanidad –dijo ya Platón– es la ignorancia acerca de lo que somos. Lo que nos
salva no es, por tanto, el dolor sino la comprensión.
¿Qué
consecuencias te parece que se han derivado de la doctrina del “pecado
original” y de la “redención”?
Quien esté interesado
en esta cuestión o desee profundizar en los argumentos que este comentario da
por supuestos puede leer “¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio
religioso”, publicado por Desclée De Brouwer.