El corona-virus despierta en nosotros lo humano
La pandemia del
coronavirus nos obliga a todos a pensar: ¿qué es lo que cuenta verdaderamente,
la vida o los bienes materiales? ¿El individualismo de cada uno para sí, de
espaldas a los demás, o la solidaridad de los unos con los otros? ¿Podemos
seguir explotando, sin ninguna otra consideración, los bienes y servicios
naturales para vivir cada vez mejor, o podemos cuidar la naturaleza, la
vitalidad de la Madre Tierra, y el «vivir bien», que es la armonía entre todos
y con los seres de la naturaleza? ¿Ha servido para algo que los países amantes
de la guerra acumulasen cada vez más armas de destrucción masiva, y ahora
tengan que ponerse de rodillas ante un virus invisible evidenciando lo ineficaz
que es todo ese aparato de muerte? ¿Podemos continuar con nuestro estilo de
vida consumista, acumulando riqueza ilimitada en pocas manos, a costa de
millones de pobres y miserables? ¿Todavía tiene sentido que cada país afirme su
soberanía, oponiéndose a la de los otros, cuando deberíamos tener una
gobernanza global para resolver un problema global? ¿Por qué no hemos
descubierto todavía la única Casa Común, la Madre Tierra, y nuestro deber de
cuidarla para que todos podamos caber en ella, naturaleza incluida?
Son preguntas que no
pueden ser evitadas. Nadie tiene la respuesta. Una cosa sin embargo –atribuida
a Einstein– es cierta: “la visión de mundo que creó la crisis no puede ser
la misma que nos saque de la crisis”. Tenemos forzosamente que cambiar. Lo
peor sería que todo volviese a ser como antes, con la misma lógica consumista y
especulativa, tal vez con más furia aún. Ahí sí, por no haber aprendido nada,
la Tierra podría enviarnos otro virus que tal vez pudiera poner fin al
desastroso proyecto humano actual.
Pero podemos mirar la
guerra que el coronavirus está produciendo en todo el planeta, bajo otro
ángulo, éste positivo. El virus nos hace descubrir cuál es nuestra más profunda
y auténtica naturaleza humana: es ambigua, buena y mala. Aquí veremos la
dimensión buena.
En primer lugar,
somos seres de relación. Somos, como he repetido innumerables
veces, un nudo de relaciones totales en todas las direcciones. Por lo tanto, nadie
es una isla. Tendemos puentes hacia todos los lados.
En segundo lugar,
como consecuencia, todos dependemos unos de otros. La comprensión
africana “Ubuntu” lo expresa bien: “yo soy yo a través de ti”.
Por tanto, todo individualismo, alma de la cultura del capital, es falso y
antihumano. El coronavirus lo comprueba. La salud de uno depende de la salud
del otro. Esta mutua dependencia asumida conscientemente, se llama solidaridad.
En otro tiempo la solidaridad hizo que dejásemos el mundo de los antropoides y
nos permitió ser humanos, conviviendo y ayudándonos. En estas semanas hemos
visto gestos conmovedores de verdadera solidaridad, no dando solo lo que les
sobra sino compartiendo lo que tienen.
En tercer lugar,
somos seres esencialmente de cuidado. Sin el cuidado, desde nuestra
concepción y a lo largo de la vida, nadie podría subsistir. Tenemos que cuidar
de todo: de nosotros mismos, de lo contrario podemos enfermar y morir; de los
otros, que pueden salvarme o salvarles yo a ellos; de la naturaleza, si no, se
vuelve contra nosotros con virus dañinos, con sequías desastrosas, con
inundaciones devastadoras, con eventos climáticos extremos; cuidado con la
Madre Tierra para que continúe dándonos todo lo que necesitamos para vivir y
para que todavía nos quiera sobre su suelo, siendo que, durante siglos, la
hemos agredido sin piedad. Especialmente ahora bajo el ataque del coronavirus,
todos debemos cuidarnos, cuidar a los más vulnerables, recluirnos en casa,
mantener la distancia social y cuidar la infraestructura sanitaria sin la cual
presenciaremos una catástrofe humanitaria de proporciones bíblicas.
En cuarto lugar,
descubrimos que todos debemos ser corresponsables, es decir, ser
conscientes de las consecuencias benéficas o maléficas de nuestros actos. La
vida y la muerte están en nuestras manos, vidas humanas, vida social, económica
y cultural. No basta la responsabilidad del Estado o de algunos, debe ser
de todos, porque todos estamos afectados y todos podemos afectar. Todos debemos
aceptar el confinamiento.
Finalmente, somos
seres con espiritualidad. Descubrimos la fuerza del mundo espiritual que
constituye nuestro Profundo, donde se elaboran los grandes sueños, se hacen las
preguntas últimas sobre el significado de nuestra vida y donde sentimos que
debe existir una Energía amorosa y poderosa que impregna todo, sostiene el
cielo estrellado y nuestra propia vida, sobre la cual no tenemos todo el
control. Podemos abrirnos a Ella, acogerla, como en una apuesta, confiar en que
Ella nos sostiene en la palma de su mano y que, a pesar de todas las
contradicciones, garantiza un buen final para todo el universo, para nuestra
historia sapiente y demente. y para cada uno de nosotros. Cultivando este mundo
espiritual nos sentimos más fuertes, más cuidadores, más amorosos, en fin, más
humanos.
Sobre estos valores
nos es concedido soñar y construir otro tipo de mundo, biocentrado, en el cual,
la economía, con otra racionalidad, sustenta una sociedad globalmente
integrada, fortalecida más por alianzas afectivas que por pactos jurídicos.
Será la sociedad del cuidado, de la gentileza y de la alegría de vivir.