La parábola del sembrador es una invitación a la esperanza. La siembra del evangelio, muchas veces inútil por diversas contrariedades y oposiciones, tiene una fuerza incontenible. A pesar de todos los obstáculos y dificultades, y aun con resultados muy diversos, la siembra termina en cosecha fecunda que hace olvidar otros fracasos.
No hemos de perder la
confianza a causa de la aparente impotencia del reino de Dios. Siempre parece
que «la causa de Dios» está en decadencia y que el evangelio es algo insignificante
y sin futuro. Y sin embargo no es así. El evangelio no es una moral ni una
política, ni siquiera una religión con mayor o menor porvenir. El evangelio es
la fuerza salvadora de Dios «sembrada» por Jesús en el corazón del mundo y de
la vida de los hombres.
Empujados por el
sensacionalismo de los actuales medios de comunicación, parece que solo tenemos
ojos para ver el mal. Y ya no sabemos adivinar esa fuerza de vida que se halla
oculta bajo las apariencias más desalentadoras.
Si pudiéramos observar el
interior de las vidas, nos sorprendería encontrar tanta bondad, entrega,
sacrificio, generosidad y amor verdadero. Hay violencia y sangre en el mundo,
pero crece en muchos el anhelo de una verdadera paz. Se impone el consumismo
egoísta en nuestra sociedad, pero son bastantes los que descubren el gozo de
una vida sencilla y compartida. La indiferencia parece haber apagado la
religión, pero en no pocas personas se despierta la nostalgia de Dios y la
necesidad de la plegaria.
La energía
transformadora del evangelio está ahí trabajando a la humanidad. La sed de
justicia y de amor seguirá creciendo. La siembra de Jesús no terminará en
fracaso. Lo que se nos pide es acoger la semilla. ¿No descubrimos en nosotros
mismos esa fuerza que no proviene de nosotros y que nos invita sin cesar a
crecer, a ser más humanos, a transformar nuestra vida, a tejer relaciones
nuevas entre las personas, a vivir con más transparencia, a abrirnos con más
verdad a Dios?