JESÚS Y LA MUJER PAGANA
Jesús salió y se retiró
al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de
aquellos lugares, se puso a gritarle:
Ten compasión de mí,
Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.
Él no le respondió
nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:
Atiéndela, que viene
detrás gritando.
Él les contestó:
Solo me han enviado a
las ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se
postró ante él, y le pidió de rodillas:
Señor, socórreme.
Él le contestó:
No está bien echar a
los perros el pan de los hijos.
Pero ella repuso:
Tienes razón, Señor;
pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió:
Mujer, ¡ que grande es
tu fe ¡, que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento quedó
curada su hija ( Mateo 15, 21- 28 ).
EL GRITO DE LA MUJER
Cuando en los años
ochenta del siglo 1 Mateo escribe su evangelio, la Iglesia tiene planteada una
grave cuestión: ¿ qué han de hacer los seguidores de Jesús ? ¿ Encerrarse en el
marco del pueblo judío o abrirse también a los paganos ?.
La escena es
conmovedora. Una mujer sale al encuentro de Jesús. No pertenece al pueblo
elegido. Es pagana. Proviene del maldito pueblo de los cananeos, que tanto
había luchado contra Israel. Es una mujer sola y sin nombre. Tal vez es madre
soltera, viuda o ha sido abandonada por los suyos.
Mateo solo destaca su
fe. Toda su vida se resume en un grito que expresa lo profundo de su desgracia.
Es entonces cuando
Jesús se manifiesta en toda su humildad y grandeza: << Mujer, ¡ qué
grande es tu fe ¡, que se cumpla lo que deseas >>. Lo primero es el
sufrimiento.
¿ Que hacemos los
cristianos de hoy ante los gritos de tantas mujeres solas, marginadas,
maltratadas y olvidadas por la Iglesia ?. ¿ Las dejamos de lado justificando
nuestro abandono por exigencias de otros quehaceres ?. Jesús no lo hizo.
ALIVIAR EL SUFRIMIENTO
Una mujer sola y
desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir
compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída
por un << demonio muy malo >>. Su hogar es un infierno. De su
corazón desgarrado brota una súplica: << Señor, socórreme >>.
De pronto Jesús
comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea
coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y
admirado le dice: << Mujer, ¡ qué grande es tu fe ¡, que se cumpla lo que
deseas >>.
Es verdad que su misión
está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que
está sufriendo.
NO CONQUISTAR, SINO
LIBERAR
La reacción de Jesús
siempre es la misma. Solo atiende al sufrimiento. Le conmueve la pena de
aquella mujer luchando con fe por su hija. El sufrimiento humano no tiene
fronteras ni conoce los límites de las religiones. Por eso tampoco la compasión
ha de quedar encerrada en la propia religión.
Hoy las cosas han
cambiado. Los cristianos hemos aprendido a acercarnos al sufrimiento humano
para tratar de aliviarlo. El trabajo de los misioneros y misioneras ha conocido
una profunda transformación. Su misión no es << conquistar >>
pueblos para la fe, sino servir abnegadamente para liberar a las gentes del
hambre, la miseria o la enfermedad. Son los mejores testigos de Cristo sobre la
Tierra. De su servicio puede nacer la verdadera fe en Jesucristo.
¿ PARA QUÉ PEDIR ALGO A
DIOS ?
Nos hemos acostumbrado
a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que
probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica
cristiana.
A algunos les parece
indigno rebajarse a pedir nada. Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un
ser lejano que no se preocupa del mundo. Por un lado estamos nosotros,
sumergidos en << el laberinto de las cosas terrenas >> y, por otro,
Dios en su mundo eterno. Y, sin embargo, orar a Dios es descubrir que está de
nuestro lado contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como
gracia, liberación y fuerza para vivir.
Pero es entonces,
precisamente cuando Dios nos parece demasiado débil e impotente, pues no actúa
ni interviene. Y es cierto que Dios no lo puede todo. Ha creado el mundo y lo
respeta tal como es, sin entrar en conflicto con él. Nos ha hecho libres y no
anula nuestras decisiones.
Si nosotros oramos a
Dios no es para que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros.
Dios no puede amarnos más de lo que nos ama. Somos nosotros los que al orar, descubrimos
la vida desde el horizonte de su amor y nos abrimos a su voluntad salvadora. No
es Dios el que tiene que cambiar, sino nosotros.
PEDIR CON FE
Otras veces la súplica
de la criatura a su Creador queda sustituida por la meditación o la inmersión del
alma en Dios, misterio último de la existencia y fuente de toda vida.
El hombre o la mujer
que eleva a Dios su petición no se dirige a un Ser apático o indiferente al
sufrimiento de sus criaturas.
Pues de eso se trata.
No de utilizar a Dios para conseguir nuestros objetivos, sino de buscar y pedir
la cercanía de Dios en aquella situación. Y la experiencia de la cercanía de
Dios no depende primariamente de que se cumplan nuestros deseos.
Por eso toda súplica y
petición concreta a Dios queda siempre envuelta en esa gran súplica que nos
enseñó el mismo Jesús: << Venga a nosotros tu reino >>, el reino de
la salvación y de la vida definitiva.