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15 de agosto de 2020

Reflexión del Evangelio

JESÚS Y LA MUJER PAGANA

Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:

Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.

Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:

Atiéndela, que viene detrás gritando.

Él les contestó:

Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.

Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas:

Señor, socórreme.

Él le contestó:

No está bien echar a los perros el pan de los hijos.

Pero ella repuso:

Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.

Jesús le respondió:

Mujer, ¡ que grande es tu fe ¡, que se cumpla lo que deseas.

En aquel momento quedó curada su hija ( Mateo 15, 21- 28 ).

EL GRITO DE LA MUJER

Cuando en los años ochenta del siglo 1 Mateo escribe su evangelio, la Iglesia tiene planteada una grave cuestión: ¿ qué han de hacer los seguidores de Jesús ? ¿ Encerrarse en el marco del pueblo judío o abrirse también a los paganos ?.


La escena es conmovedora. Una mujer sale al encuentro de Jesús. No pertenece al pueblo elegido. Es pagana. Proviene del maldito pueblo de los cananeos, que tanto había luchado contra Israel. Es una mujer sola y sin nombre. Tal vez es madre soltera, viuda o ha sido abandonada por los suyos.

Mateo solo destaca su fe. Toda su vida se resume en un grito que expresa lo profundo de su desgracia.

Es entonces cuando Jesús se manifiesta en toda su humildad y grandeza: << Mujer, ¡ qué grande es tu fe ¡, que se cumpla lo que deseas >>. Lo primero es el sufrimiento.

¿ Que hacemos los cristianos de hoy ante los gritos de tantas mujeres solas, marginadas, maltratadas y olvidadas por la Iglesia ?. ¿ Las dejamos de lado justificando nuestro abandono por exigencias de otros quehaceres ?. Jesús no lo hizo.

ALIVIAR EL SUFRIMIENTO

Jesús vive muy atento a la vida. Es ahí donde descubre la voluntad de Dios. Mira con hondura la creación y capta el misterio del Padre, que lo invita a cuidar con ternura a los más pequeños. Abre su corazón al sufrimiento de la gente y escucha la voz de Dios, que lo llama a aliviar su dolor.

Una mujer sola y desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un << demonio muy malo >>. Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: << Señor, socórreme >>.

De pronto Jesús comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le dice: << Mujer, ¡ qué grande es tu fe ¡, que se cumpla lo que deseas >>.
Es verdad que su misión está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo.

NO CONQUISTAR, SINO LIBERAR

La reacción de Jesús siempre es la misma. Solo atiende al sufrimiento. Le conmueve la pena de aquella mujer luchando con fe por su hija. El sufrimiento humano no tiene fronteras ni conoce los límites de las religiones. Por eso tampoco la compasión ha de quedar encerrada en la propia religión.

No pocas veces la relación del cristianismo con otras religiones ha sido una relación de invasión y sometimiento. Consciente de su poder, la Iglesia se  esforzó por imponer su fe e implantar su sistema religioso, contribuyendo a destruir culturas y desarraigar poblaciones enteras de sus propias raíces

Hoy las cosas han cambiado. Los cristianos hemos aprendido a acercarnos al sufrimiento humano para tratar de aliviarlo. El trabajo de los misioneros y misioneras ha conocido una profunda transformación. Su misión no es << conquistar >> pueblos para la fe, sino servir abnegadamente para liberar a las gentes del hambre, la miseria o la enfermedad. Son los mejores testigos de Cristo sobre la Tierra. De su servicio puede nacer la verdadera fe en Jesucristo.

¿ PARA QUÉ PEDIR ALGO A DIOS ?

Nos hemos acostumbrado a dirigir nuestras peticiones a Dios de manera tan superficial e interesada que probablemente hemos de aprender de nuevo el sentido y la grandeza de la súplica cristiana.

A algunos les parece indigno rebajarse a pedir nada. Para otros, Dios es algo demasiado irreal. Un ser lejano que no se preocupa del mundo. Por un lado estamos nosotros, sumergidos en << el laberinto de las cosas terrenas >> y, por otro, Dios en su mundo eterno. Y, sin embargo, orar a Dios es descubrir que está de nuestro lado contra el mal que nos amenaza. Suplicar es invocar a Dios como gracia, liberación y fuerza para vivir.

Pero es entonces, precisamente cuando Dios nos parece demasiado débil e impotente, pues no actúa ni interviene. Y es cierto que Dios no lo puede todo. Ha creado el mundo y lo respeta tal como es, sin entrar en conflicto con él. Nos ha hecho libres y no anula nuestras decisiones.

Si nosotros oramos a Dios no es para que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama. Somos nosotros los que al orar, descubrimos la vida desde el horizonte de su amor y nos abrimos a su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que cambiar, sino nosotros.

PEDIR CON FE

Otras veces la súplica de la criatura a su Creador queda sustituida por la meditación o la inmersión del alma en Dios, misterio último de la existencia y fuente de toda vida.

Sin embargo, la oración de súplica, es decisiva para expresar y vivir desde la fe nuestra dependencia creatural ante Dios. No es extraño que el mismo Jesús alabe la fe grande de una mujer sencilla que sabe suplicar de manera insistente su ayuda. A Dios se le puede invocar desde cualquier situación. Desde la felicidad y desde la adversidad; desde el bienestar y desde el sufrimiento.

El hombre o la mujer que eleva a Dios su petición no se dirige a un Ser apático o indiferente al sufrimiento de sus criaturas.

Pues de eso se trata. No de utilizar a Dios para conseguir nuestros objetivos, sino de buscar y pedir la cercanía de Dios en aquella situación. Y la experiencia de la cercanía de Dios no depende primariamente de que se cumplan nuestros deseos.

Por eso toda súplica y petición concreta a Dios queda siempre envuelta en esa gran súplica que nos enseñó el mismo Jesús: << Venga a nosotros tu reino >>, el reino de la salvación y de la vida definitiva.


José Antonio Pagola