Los mártires de El Salvador
Juan José Tamayo
Universidad Carlos III,
Madrid
Con nocturnidad, alevosía y sin piedad. Así asesinaron los militares del Ejército de El Salvador al filo de la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) a seis jesuitas y dos mujeres salvadoreñas. Entraron en la residencia disparando y el primer tiro fue a dar al corazón de monseñor Romero en una fotografía suya que colgaba de la pared. Diez años después de su asesinato, sabían que seguía vivo en la memoria del pueblo salvadoreño y querían matarlo de nuevo. Luego sacaron a los jesuitas al patio, les obligaron a tumbarse boca abajo y les dispararon a la cabeza.
Junto
a los seis jesuitas mataron a dos mujeres que realizaban tareas domésticas en
la residencia de la Compañía de Jesús, para que no hubiera testigos del múltiple
e inmisericorde asesinato y los crímenes quedaran impunes. Eran Julia Elba, una
mujer que llevaba trabajando desde los diez años, y su hija Celina, de quince
años.
Luego
arrasaron los archivos y las oficinas de la publicación Carta a las Iglesias,
quemaron de manera selectiva máquinas de escribir, ordenadores, grabadoras y
aparatos de video, que se derritieron con la sustancia química que arrojaban
las armas.
El
óctuplo asesinato causo una gran conmoción en el mundo entero, que no salía de
su asombro ante tamaño atentado, que superaba todos los límites de la
irracionalidad de la violencia institucional. Una violencia que no era ciega,
como se ha querido presentar, sino premeditada y perfectamente calculada para
terminar con un cristianismo evangélico e incómodo que denunciaba la represión
del Ejército contra el pueblo indefenso, acusaba a los empresarios de controlar
el patrimonio nacional como si fuera su finca privada y señalaba con el dedo a
los gobernantes por actuar a su antojo.
“¿Por
qué los mataron?”, se preguntaba desconsolado su compañero el teólogo Jon
Sobrino, que se libró de la matanza, por encontrarse de viaje en Tailandia. Él mismo respondía: porque
analizaron la realidad y sus causas con objetividad dijeron la verdad del país
en sus publicaciones y declaraciones públicas, desenmascararon la mentira y
practicaron la denuncia profética. “¡Y eso no se perdona!”.
Aquellos
asesinatos eran, en realidad, la crónica de una muerte anunciada, que había
comenzado en 1976 con el estallido de una bomba en la UCA y continúo en los
años sucesivos hasta la colocación de bombas en quince ocasiones en diversas
zonas de la universidad: la residencia de los jesuitas, las dependencias de la administración,
el centro de cómputo. Y todo por defender el diálogo como método para erradicar
la violencia, para lograr la reconciliación de los sectores enfrentados y
conseguir un clima de paz fundado en la justicia. Pero, para el ejército
salvadoreño, los gobernantes y los oligarcas, trabajar por la paz era lisa y
llanamente una traición y quienes querían transitar por el camino de la reconciliación
eran considerados traidores. Varias veces fueron bombardeadas la biblioteca y
la imprenta. Volvían a hacerse realidad, como tantas veces en la historia, las
premonitoras palabras del poeta alemán Heinrich Heine: “Donde se queman libros
se termina quemando también personas”. Lo mismo había sucedido con la
Biblioteca de Alejandría; se empezó destruyendo la Biblioteca y se terminó
matando a los paganos que se negaban a convertirse al cristianismo, entre ellos
a la astrónoma, matemática y filosofa pagana Hypatia bajo la instigación del
obispo Cirilo de Alejandría, como escenifica ejemplarmente la película Ágora.
Los
asesinatos de los jesuitas se sumaban a los casi setenta mil que se habían producido hasta entonces en una guerra que
duraba ya más de diez años en el pequeño país centroamericano que se desangraba
a borbotones y perdía a gente de toda clase y condición: hombres, mujeres,
niñas, niños, jóvenes ancianos, políticos, intelectuales, científicos,
sacerdotes, religiosos, religiosas, escritores, campesinos, líderes locales,
educadores, economistas, etc. El Ejército se ensañó especialmente con los
líderes de comunidades de base y del movimiento campesino, con los sacerdotes,
los religiosos y religiosas, los teólogos y las teólogas de la liberación, que
se convirtieron en blanco privilegiado de las balas al ir desarmados y no
contar con protección. Eran, precisamente, los más cercanos a los sectores
populares, al “pueblo crucificado”, por emplear el lenguaje teológico de
Ignacio Ellacuría, y, por ello, presa fácil de la violencia militar.
De
nuevo, la Iglesia perseguida, pero ahora no por el comunismo, sino por un
gobierno católico, apostólico y romano con el de Napoleón Duarte. Eran los
propios católicos instalados en los puestos de mando del Ejército y del Poder
Ejecutivo quienes disparaban u ordenaban disparar contra los otros católicos,
quienes acusaban de subversivos y enemigos de la Patria, cuando su único delito
era defender la justicia, poner en practica la parábola del buen samaritano,
colocarse del lado del “¡Cuidado, monseñor, que el comunismo ha entrado en la
Iglesia” le dijo Juan Pablo II a monseñor Romero, arzobispo de San Salvador
durante su última visita al Vaticano. “Santidad, no son los comunistas quienes
asesinan a los sacerdotes en El Salvador”, le respondió con firmeza y
seguridad.
La persecución contra los sectores cristianos más comprometidos con los sectores populares empobrecidos había comenzado doce años atrás con el asesinato, en 1977, del jesuita Rutilio Grande y de dos campesinos. Continuó con el crimen de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, la tarde del 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía. La misma ceremonia de violencia sacrificial volvía a repetirse en diciembre de ese mismo año con el asesinato de cuatro religiosas norteamericanas que trabajaban en zonas populares.
Y
mientras la Iglesia de la liberación era perseguida y sus líderes más
representativos, asesinados, ¿cuál fue la actitud del Vaticano? Yo creo que
puede hablarse de cierta complicidad, ya que desde el comienzo condenó la teología
liberación, impuso silencio a algunos de sus principales cultivadores y los
acusó – también a los jesuitas de la UCA- de marxistas sin sentido crítico, de
desviarse de la doctrina católica, de politizar la fe y ponerla al servicio de
la subversión e incluso de apoyar la violencia. Acusaciones todas ellas
infundadas que no se correspondían ni con su estilo de vida ni con su teología
y que dejaban a los teólogos solos e indefensos ante los escuadrones de la
muerte. Las cosas no han cambiado. El Vaticano sigue condenando a los teólogos
y teólogas de la liberación- el último, Jon Sobrino, compañero de los mártires
salvadoreños- y se resiste a reconocer como mártires a quienes trabajaron por
la paz y fueron perseguidos por amor a la justicia, contraviniendo así las
Bienaventuranzas, que son la carta fundacional del cristianismo.