Capítulo tercero
PENSAR Y
GESTAR UN MUNDO ABIERTO
87. Un ser humano está hecho de tal manera que
no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud «si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás»[62]. Ni siquiera llega a reconocer a
fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros: «Sólo me
comunico realmente conmigo mismo en la medida en que me comunico con el
otro»[63]. Esto explica por qué nadie puede experimentar el valor de vivir sin
rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera
existencia humana, porque «la vida subsiste donde hay vínculo, comunión,
fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre
relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida
cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en
estas actitudes prevalece la muerte»[64].
88. Desde la intimidad de cada corazón, el amor crea vínculos y amplía la existencia cuando saca a la persona de sí misma hacia el otro[65]. Hechos para el amor, hay en cada uno de nosotros «una ley de éxtasis: salir de sí mismo para hallar en otro un crecimiento de su ser»[66]. Por ello «en cualquier caso el hombre tiene que llevar a cabo esta empresa: salir de sí mismo»[67].
89. Pero no puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo, ni siquiera a mi propia familia, porque es imposible entenderme sin un tejido más amplio de relaciones: no sólo el actual sino también el que me precede y me fue configurando a lo largo de mi vida. Mi relación con una persona que aprecio no puede ignorar que esa persona no vive sólo por su relación conmigo, ni yo vivo sólo por mi referencia a ella. Nuestra relación, si es sana y verdadera, nos abre a los otros que nos amplían y enriquecen. El más noble sentido social hoy fácilmente queda anulado detrás de intimismos egoístas con apariencia de relaciones intensas. En cambio, el amor que es auténtico, que ayuda a crecer, y las formas más nobles de la amistad, residen en corazones que se dejan completar. La pareja y el amigo son para abrir el corazón en círculos, para volvernos capaces de salir de nosotros mismos hasta acoger a todos. Los grupos cerrados y las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” contra todo el mundo, suelen ser formas idealizadas de egoísmo y de mera autopreservación.
90. Por algo muchas pequeñas poblaciones que
sobrevivían en zonas desérticas desarrollaron una generosa capacidad de acogida
ante los peregrinos que pasaban, y acuñaron el sagrado deber de la
hospitalidad. Lo vivieron también las comunidades monásticas medievales, como
se advierte en la Regla de san Benito. Aunque pudiera desestructurar el orden y
el silencio de los monasterios, Benito reclamaba que a los pobres y peregrinos
se los tratara «con el máximo cuidado y solicitud»[68]. La hospitalidad es un
modo concreto de no privarse de este desafío y de este don que es el encuentro
con la humanidad más allá del propio grupo. Aquellas personas percibían que
todos los valores que podían cultivar debían estar acompañados por esta
capacidad de trascenderse en una apertura a los otros.
El valor
único del amor
91. Las personas pueden desarrollar algunas actitudes que presentan como valores morales: fortaleza, sobriedad, laboriosidad y otras virtudes. Pero para orientar adecuadamente los actos de las distintas virtudes morales, es necesario considerar también en qué medida estos realizan un dinamismo de apertura y unión hacia otras personas. Ese dinamismo es la caridad que Dios infunde. De otro modo, quizás tendremos sólo apariencia de virtudes, que serán incapaces de construir la vida en común. Por ello decía santo Tomás de Aquino —citando a san Agustín— que la templanza de una persona avara ni siquiera es virtuosa[69]. San Buenaventura, con otras palabras, explicaba que las otras virtudes, sin la caridad, estrictamente no cumplen los mandamientos «como Dios los entiende»[70].
92. La altura espiritual de una vida humana
está marcada por el amor, que es «el criterio para la decisión definitiva sobre
la valoración positiva o negativa de una vida humana»[71]. Sin embargo, hay
creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías
al resto, o en la defensa violenta de la verdad, o en grandes demostraciones de
fortaleza. Todos los creyentes necesitamos reconocer esto: lo primero es el
amor, lo que nunca debe estar en riesgo es el amor, el mayor peligro es no amar
(cf. 1 Co 13,1-13).
93. En un intento de precisar en qué consiste
la experiencia de amar que Dios hace posible con su gracia, santo Tomás de
Aquino la explicaba como un movimiento que centra la atención en el otro
«considerándolo como uno consigo»[72]. La atención afectiva que se presta al
otro, provoca una orientación a buscar su bien gratuitamente. Todo esto parte
de un aprecio, de una valoración, que en definitiva es lo que está detrás de la
palabra “caridad”: el ser amado es “caro” para mí, es decir, «es estimado como
de alto valor»[73]. Y «del amor por el cual a uno le es grata la otra persona
depende que le dé algo gratis»[74].
94. El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos.
La creciente
apertura del amor
95. El amor nos pone finalmente en tensión
hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose.
Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad
de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las
periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: «Todos
ustedes son hermanos» (Mt 23,8).
96. Esta necesidad de ir más allá de los
propios límites vale también para las distintas regiones y países. De hecho,
«el número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se
entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las
naciones de la tierra […] comparten un destino común. En los dinamismos de la
historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos
sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se
acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros»[75].
Sociedades
abiertas que integran a todos
97. Hay periferias que están cerca de
nosotros, en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También hay un
aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino
existencial. Es la capacidad cotidiana de ampliar mi círculo, de llegar a
aquellos que espontáneamente no siento parte de mi mundo de intereses, aunque
estén cerca de mí. Por otra parte, cada hermana y hermano que sufre, abandonado
o ignorado por mi sociedad es un forastero existencial, aunque haya nacido en
el mismo país. Puede ser un ciudadano con todos los papeles, pero lo hacen
sentir como un extranjero en su propia tierra. El racismo es un virus que muta
fácilmente y en lugar de desaparecer se disimula, pero está siempre al acecho.
98. Quiero recordar a esos “exiliados ocultos” que son tratados como cuerpos extraños en la sociedad[76]. Muchas personas con discapacidad «sienten que existen sin pertenecer y sin participar». Hay todavía mucho «que les impide tener una ciudadanía plena». El objetivo no es sólo cuidarlos, sino «que participen activamente en la comunidad civil y eclesial. Es un camino exigente y también fatigoso, que contribuirá cada vez más a la formación de conciencias capaces de reconocer a cada individuo como una persona única e irrepetible». Igualmente pienso en «los ancianos, que, también por su discapacidad, a veces se sienten como una carga». Sin embargo, todos pueden dar «una contribución singular al bien común a través de su biografía original». Me permito insistir: «Tengan el valor de dar voz a quienes son discriminados por su discapacidad, porque desgraciadamente en algunas naciones, todavía hoy, se duda en reconocerlos como personas de igual dignidad»[77].
Comprensiones
inadecuadas de un amor universal
99. El amor que se extiende más allá de las
fronteras tiene en su base lo que llamamos “amistad social” en cada ciudad o en
cada país. Cuando es genuina, esta amistad social dentro de una sociedad es una
condición de posibilidad de una verdadera apertura universal. No se trata del
falso universalismo de quien necesita viajar constantemente porque no soporta
ni ama a su propio pueblo. Quien mira a su pueblo con desprecio, establece en
su propia sociedad categorías de primera o de segunda clase, de personas con
más o menos dignidad y derechos. De esta manera niega que haya lugar para
todos.
100. Tampoco estoy proponiendo un universalismo autoritario y abstracto, digitado o planificado por algunos y presentado como un supuesto sueño en orden a homogeneizar, dominar y expoliar. Hay un modelo de globalización que «conscientemente apunta a la uniformidad unidimensional y busca eliminar todas las diferencias y tradiciones en una búsqueda superficial de la unidad. […] Si una globalización pretende igualar a todos, como si fuera una esfera, esa globalización destruye la riqueza y la particularidad de cada persona y de cada pueblo»[78]. Ese falso sueño universalista termina quitando al mundo su variado colorido, su belleza y en definitiva su humanidad. Porque «el futuro no es monocromático, sino que es posible si nos animamos a mirarlo en la variedad y en la diversidad de lo que cada uno puede aportar. Cuánto necesita aprender nuestra familia humana a vivir juntos en armonía y paz sin necesidad de que tengamos que ser todos igualitos»[79].
Trascender
un mundo de socios
101. Retomemos ahora aquella parábola del buen
samaritano que todavía tiene mucho para proponernos. Había un hombre herido en
el camino. Los personajes que pasaban a su lado no se concentraban en este
llamado interior a volverse cercanos, sino en su función, en el lugar social
que ellos ocupaban, en una profesión relevante en la sociedad. Se sentían
importantes para la sociedad del momento y su urgencia era el rol que les
tocaba cumplir. El hombre herido y abandonado en el camino era una molestia
para ese proyecto, una interrupción, y a su vez era alguien que no cumplía
función alguna. Era un nadie, no pertenecía a una agrupación que se considerara
destacable, no tenía función alguna en la construcción de la historia. Mientras
tanto, el samaritano generoso se resistía a estas clasificaciones cerradas,
aunque él mismo quedaba fuera de cualquiera de estas categorías y era
sencillamente un extraño sin un lugar propio en la sociedad. Así, libre de todo
rótulo y estructura, fue capaz de interrumpir su viaje, de cambiar su proyecto,
de estar disponible para abrirse a la sorpresa del hombre herido que lo
necesitaba.
102. ¿Qué reacción podría provocar hoy esa
narración, en un mundo donde aparecen constantemente, y crecen, grupos sociales
que se aferran a una identidad que los separa del resto? ¿Cómo puede conmover a
quienes tienden a organizarse de tal manera que se impida toda presencia
extraña que pueda perturbar esa identidad y esa organización autoprotectora y
autorreferencial? En ese esquema queda excluida la posibilidad de volverse
prójimo, y sólo es posible ser prójimo de quien permita asegurar los beneficios
personales. Así la palabra “prójimo” pierde todo significado, y únicamente
cobra sentido la palabra “socio”, el asociado por determinados intereses[80].
Libertad,
igualdad y fraternidad
103. La fraternidad no es sólo resultado de
condiciones de respeto a las libertades individuales, ni siquiera de cierta equidad
administrada. Si bien son condiciones de posibilidad no bastan para que ella
surja como resultado necesario. La fraternidad tiene algo positivo que ofrecer
a la libertad y a la igualdad. ¿Qué ocurre sin la fraternidad cultivada
conscientemente, sin una voluntad política de fraternidad, traducida en una
educación para la fraternidad, para el diálogo, para el descubrimiento de la
reciprocidad y el enriquecimiento mutuo como valores? Lo que sucede es que la
libertad enflaquece, resultando así más una condición de soledad, de pura
autonomía para pertenecer a alguien o a algo, o sólo para poseer y disfrutar.
Esto no agota en absoluto la riqueza de la libertad que está orientada sobre
todo al amor.
104. Tampoco la igualdad se logra definiendo en abstracto que “todos los seres humanos son iguales”, sino que es el resultado del cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad. Los que únicamente son capaces de ser socios crean mundos cerrados. ¿Qué sentido puede tener en este esquema esa persona que no pertenece al círculo de los socios y llega soñando con una vida mejor para sí y para su familia?
105. El individualismo no nos hace más libres,
más iguales, más hermanos. La mera suma de los intereses individuales no es
capaz de generar un mundo mejor para toda la humanidad. Ni siquiera puede
preservarnos de tantos males que cada vez se vuelven más globales. Pero el
individualismo radical es el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace
creer que todo consiste en dar rienda suelta a las propias ambiciones, como si
acumulando ambiciones y seguridades individuales pudiéramos construir el bien
común.
Amor
universal que promueve a las personas
106. Hay un reconocimiento básico, esencial
para caminar hacia la amistad social y la fraternidad universal: percibir cuánto
vale un ser humano, cuánto vale una persona, siempre y en cualquier
circunstancia. Si cada uno vale tanto, hay que decir con claridad y firmeza que
«el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor
desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad»[81].
Este es un principio elemental de la vida social que suele ser ignorado de
distintas maneras por quienes sienten que no aporta a su cosmovisión o no sirve
a sus fines.
107. Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente, y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país. Lo tiene, aunque sea poco eficiente, aunque haya nacido o crecido con limitaciones. Porque eso no menoscaba su inmensa dignidad como persona humana, que no se fundamenta en las circunstancias sino en el valor de su ser. Cuando este principio elemental no queda a salvo, no hay futuro ni para la fraternidad ni para la sobrevivencia de la humanidad.
108. Hay sociedades que acogen parcialmente
este principio. Aceptan que haya posibilidades para todos, pero sostienen que a
partir de allí todo depende de cada uno. Desde esa perspectiva parcial no
tendría sentido «invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan
abrirse camino en la vida»[82]. Invertir a favor de los frágiles puede no ser
rentable, puede implicar menor eficiencia. Exige un Estado presente y activo, e
instituciones de la sociedad civil que vayan más allá de la libertad de los
mecanismos eficientistas de determinados sistemas económicos, políticos o
ideológicos, porque realmente se orientan en primer lugar a las personas y al
bien común.
109. Algunos nacen en familias de buena
posición económica, reciben buena educación, crecen bien alimentados, o poseen
naturalmente capacidades destacadas. Ellos seguramente no necesitarán un Estado
activo y sólo reclamarán libertad. Pero evidentemente no cabe la misma regla
para una persona con discapacidad, para alguien que nació en un hogar
extremadamente pobre, para alguien que creció con una educación de baja calidad
y con escasas posibilidades de curar adecuadamente sus enfermedades. Si la
sociedad se rige primariamente por los criterios de la libertad de mercado y de
la eficiencia, no hay lugar para ellos, y la fraternidad será una expresión
romántica más.
110. El hecho es que «una libertad económica
sólo declamada, pero donde las condiciones reales impiden que muchos puedan
acceder realmente a ella […] se convierte en un discurso contradictorio»[83].
Palabras como libertad, democracia o fraternidad se vacían de sentido. Porque
el hecho es que «mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola
víctima y haya una sola persona descartada, no habrá una fiesta de fraternidad
universal»[84].Una sociedad humana y fraterna es capaz de preocuparse para garantizar
de modo eficiente y estable que todos sean acompañados en el recorrido de sus
vidas, no sólo para asegurar sus necesidades básicas, sino para que puedan dar
lo mejor de sí, aunque su rendimiento no sea el mejor, aunque vayan lento,
aunque su eficiencia sea poco destacada.
111. La persona humana, con sus derechos
inalienables, está naturalmente abierta a los vínculos. En su propia raíz
reside el llamado a trascenderse a sí misma en el encuentro con otros. Por eso
«es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer
de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de
los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación
siempre más amplia de los derechos individuales —estoy tentado de decir
individualistas—, que esconde una concepción de persona humana desligada de
todo contexto social y antropológico, casi como una “mónada” (monás), cada vez
más insensible. […] Si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al
bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente,
se transforma en fuente de conflictos y de violencias»[85].
Promover el
bien moral
112. No podemos dejar de decir que el deseo y
la búsqueda del bien de los demás y de toda la humanidad implican también
procurar una maduración de las personas y de las sociedades en los distintos
valores morales que lleven a un desarrollo humano integral. En el Nuevo
Testamento se menciona un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), expresado con
la palabra griega agazosúne. Indica el apego a lo bueno, la búsqueda de lo
bueno. Más todavía, es procurar lo excelente, lo mejor para los demás: su
maduración, su crecimiento en una vida sana, el cultivo de los valores y no
sólo el bienestar material. Hay una expresión latina semejante: bene-volentia,
que significa la actitud de querer el bien del otro. Es un fuerte deseo del
bien, una inclinación hacia todo lo que sea bueno y excelente, que nos mueve a
llenar la vida de los demás de cosas bellas, sublimes, edificantes.
113. En esta línea, vuelvo a destacar con dolor que «ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses»[86]. Volvamos a promover el bien, para nosotros mismos y para toda la humanidad, y así caminaremos juntos hacia un crecimiento genuino e integral. Cada sociedad necesita asegurar que los valores se transmitan, porque si esto no sucede se difunde el egoísmo, la violencia, la corrupción en sus diversas formas, la indiferencia y, en definitiva, una vida cerrada a toda trascendencia y clausurada en intereses individuales.
El valor de
la solidaridad
114. Quiero destacar la solidaridad, que «como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas. En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos. Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. […] Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido»[87].
115. En estos momentos donde todo parece
diluirse y perder consistencia, nos hace bien apelar a la solidez[88] que surge
de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino
común. La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir
formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. El servicio es «en gran
parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras
familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo». En esta tarea cada uno es
capaz de «dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la
mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del
hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la
“padece” y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es
ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas»[89].
116. Los últimos en general «practican esa
solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y
que nuestra civilización parece haber olvidado, o al menos tiene muchas ganas
de olvidar. Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre, yo diría que
algunas veces la hemos transformado en una mala palabra, no se puede decir;
pero es una palabra que expresa mucho más que algunos actos de generosidad
esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la
vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También
es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la
falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales
y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […]
La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia
y eso es lo que hacen los movimientos populares»[90].
117. Cuando hablamos de cuidar la casa común
que es el planeta, acudimos a ese mínimo de conciencia universal y de
preocupación por el cuidado mutuo que todavía puede quedar en las personas.
Porque si alguien tiene agua de sobra, y sin embargo la cuida pensando en la
humanidad, es porque ha logrado una altura moral que le permite trascenderse a
sí mismo y a su grupo de pertenencia. ¡Eso es maravillosamente humano! Esta
misma actitud es la que se requiere para reconocer los derechos de todo ser
humano, aunque haya nacido más allá de las propias fronteras.
Reproponer
la función social de la propiedad
118. El mundo existe para todos, porque todos
los seres humanos nacemos en esta tierra con la misma dignidad. Las diferencias
de color, religión, capacidades, lugar de nacimiento, lugar de residencia y
tantas otras no pueden anteponerse o utilizarse para justificar los privilegios
de unos sobre los derechos de todos. Por consiguiente, como comunidad estamos
conminados a garantizar que cada persona viva con dignidad y tenga
oportunidades adecuadas a su desarrollo integral.
119. En los primeros siglos de la fe
cristiana, varios sabios desarrollaron un sentido universal en su reflexión
sobre el destino común de los bienes creados[91]. Esto llevaba a pensar que si
alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo
está quedando. Lo resume san Juan Crisóstomo al decir que «no compartir con los
pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los
bienes que tenemos, sino suyos»[92]; o también en palabras de san Gregorio
Magno: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos
nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo»[93].
120. Vuelvo a hacer mías y a proponer a todos unas palabras de san Juan Pablo II cuya contundencia quizás no ha sido advertida: «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno»[94]. En esta línea recuerdo que «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada».[95] El principio del uso común de los bienes creados para todos es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social»[96], es un derecho natural, originario y prioritario[97]. Todos los demás derechos sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, «no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización», como afirmaba san Pablo VI[98]. El derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y esto tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica.
Derechos sin
fronteras
121. Entonces nadie puede quedar excluido, no importa dónde haya nacido, y menos a causa de los privilegios que otros poseen porque nacieron en lugares con mayores posibilidades. Los límites y las fronteras de los Estados no pueden impedir que esto se cumpla. Así como es inaceptable que alguien tenga menos derechos por ser mujer, es igualmente inaceptable que el lugar de nacimiento o de residencia ya de por sí determine menores posibilidades de vida digna y de desarrollo.
122. El desarrollo no debe orientarse a la
acumulación creciente de unos pocos, sino que tiene que asegurar «los derechos
humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos
de las Naciones y de los pueblos»[99]. El derecho de algunos a la libertad de
empresa o de mercado no puede estar por encima de los derechos de los pueblos,
ni de la dignidad de los pobres, ni tampoco del respeto al medio ambiente,
puesto que «quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de
todos»[100]-
123. Es verdad que la actividad de los
empresarios «es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el
mundo para todos»[101]. Dios nos promueve, espera que desarrollemos las
capacidades que nos dio y llenó el universo de potencialidades. En sus
designios cada hombre está llamado a promover su propio progreso[102], y esto
incluye fomentar las capacidades económicas y tecnológicas para hacer crecer
los bienes y aumentar la riqueza. Pero en todo caso estas capacidades de los
empresarios, que son un don de Dios, tendrían que orientarse claramente al
desarrollo de las demás personas y a la superación de la miseria, especialmente
a través de la creación de fuentes de trabajo diversificadas. Siempre, junto al
derecho de propiedad privada, está el más importante y anterior principio de la
subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de
la tierra y, por tanto, el derecho de todos a su uso[103].
Derechos de
los pueblos
124. La convicción del destino común de los bienes de la tierra hoy requiere que se aplique también a los países, a sus territorios y a sus posibilidades. Si lo miramos no sólo desde la legitimidad de la propiedad privada y de los derechos de los ciudadanos de una determinada nación, sino también desde el primer principio del destino común de los bienes, entonces podemos decir que cada país es asimismo del extranjero, en cuanto los bienes de un territorio no deben ser negados a una persona necesitada que provenga de otro lugar. Porque, como enseñaron los Obispos de los Estados Unidos, hay derechos fundamentales que «preceden a cualquier sociedad porque manan de la dignidad otorgada a cada persona en cuanto creada por Dios»[104].
125. Esto supone además otra manera de
entender las relaciones y el intercambio entre países. Si toda persona tiene
una dignidad inalienable, si todo ser humano es mi hermano o mi hermana, y si
en realidad el mundo es de todos, no importa si alguien ha nacido aquí o si
vive fuera de los límites del propio país. También mi nación es corresponsable
de su desarrollo, aunque pueda cumplir esta responsabilidad de diversas
maneras: acogiéndolo de manera generosa cuando lo necesite imperiosamente,
promoviéndolo en su propia tierra, no usufructuando ni vaciando de recursos
naturales a países enteros propiciando sistemas corruptos que impiden el
desarrollo digno de los pueblos. Esto que vale para las naciones se aplica a
las distintas regiones de cada país, entre las que suele haber graves
inequidades. Pero la incapacidad de reconocer la igual dignidad humana a veces
lleva a que las regiones más desarrolladas de algunos países sueñen con
liberarse del “lastre” de las regiones más pobres para aumentar todavía más su
nivel de consumo.
126. Hablamos de una nueva red en las
relaciones internacionales, porque no hay modo de resolver los graves problemas
del mundo pensando sólo en formas de ayuda mutua entre individuos o pequeños
grupos. Recordemos que «la inequidad no afecta sólo a individuos, sino a países
enteros, y obliga a pensar en una ética de las relaciones internacionales»[105].
Y la justicia exige reconocer y respetar no sólo los derechos individuales,
sino también los derechos sociales y los derechos de los pueblos[106]. Lo que
estamos diciendo implica asegurar «el derecho fundamental de los pueblos a la
subsistencia y al progreso»[107], que a veces se ve fuertemente dificultado por
la presión que origina la deuda externa. El pago de la deuda en muchas
ocasiones no sólo no favorece el desarrollo, sino que lo limita y lo condiciona
fuertemente. Si bien se mantiene el principio de que toda deuda legítimamente
adquirida debe ser saldada, el modo de cumplir este deber que muchos países
pobres tienen con los países ricos no debe llegar a comprometer su subsistencia
y su crecimiento.
127. Sin dudas, se trata de otra lógica. Si no se intenta entrar en esa lógica, mis palabras sonarán a fantasía. Pero si se acepta el gran principio de los derechos que brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana, es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en otra humanidad. Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos. Este es el verdadero camino de la paz, y no la estrategia carente de sentido y corta de miras de sembrar temor y desconfianza ante amenazas externas. Porque la paz real y duradera sólo es posible «desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana»[108].