Sabiendo Jesús que los hombres estaban cansados y que habían
perdido toda fe en que la lucha por mejorar el mundo tuviera un sentido, y que
los eclesiásticos proponían la experiencia de la belleza como único camino para
llevar las gentes hasta el Dios perdido, subió a la montaña, donde se había
congregado una gran multitud, y les enseñaba diciendo:
Preciosos los que optan por los pobres, porque
transparentan el proyecto de Dios para este mundo.
Preciosos los no violentos porque, a la larga, salvarán la belleza de la tierra.
Preciosos los que se afligen por el estado de
este mundo, en lugar de cerrar los ojos a él.
Hermosos como pocos los que tienen hambre y sed
de justicia porque, al buscarla, se saciarán de una belleza escondida, superior
a toda la belleza creada.
Bellísimos los misericordiosos porque están
alcanzando la belleza misma de Dios.
Espléndidos los limpios de corazón porque
encontrarán a Dios sin necesidad de buscarlo a su pequeña medida.
Maravillosos los hacedores de paz, porque llevan la
impronta admirable de su Padre Dios, aún más que la naturaleza.
Resplandecientes, absolutamente resplandecientes, los
que padecen persecución por la justicia, porque les aseguro que ni el genio de
Mozart, ni la paleta de Velázquez, ni Salomón en toda su gloria, han logrado
revestir lo humano de acordes y de esplendores tan brillantes.
Por eso les digo simplemente: contémplenlos y quedarán radiantes, y
entonces me hallarán a Mí, aunque no lo sepan.
Cuando Jesús
acabó de hablar, las gentes se maravillaban porque no hablaba como los
canonistas ni como los profesores de teología.
José
Ignacio González Faus