Rabia. Duele e indigna demasiado
Por su
formato y escenario, estas columnas de opinión exigen un recato que muchas
veces es difícil mantener. Que a veces uno mismo se pregunta si es pertinente
mantener. Una prudencia no obligada por la casa editora, sino por las normas
tácitas —quizás autoimpuestas— que se guardan, con tal de preservar el
cultivado activo de la objetividad. A veces uno se contiene de reaccionar.
Otras, uno se pregunta si vale la pena escribir los textos, cuando la actividad
pública se ha vuelto tan insolentemente despreocupada de lo que publica la
prensa, o de lo que opinan ciudadanos notables, cuyas perspectivas son vitales
para el bienestar de una sociedad. Cuyas opiniones debieran ser consideradas
vitales para el futuro de la nuestra. Hoy estoy de acuerdo con lo dicho por
cardenal Ramazzini en días pasados: Vivimos una crisis humanitaria en
Guatemala. Me sumo a él pensando que hemos destruido nuestra propia humanidad
colectiva. Hemos permitido el enlutamiento de demasiadas familias, en las
formas más espantosas posibles. Los eventos son sucesivos. Uno tras otro, tras
muchos otros. Y esto, irremediablemente, mina la moral, carcome la psiquis,
dinamita la conciencia de cualquiera que tenga tan solo un gramo de corazón.
Un país que permite que sus jóvenes sean asesinados, diga usted qué futuro merece.
Da pena
mencionar casos de víctimas, porque la singularización de uno contribuye, a
veces, al olvido de tantas otras que caen todos los días en este territorio de
máximas injusticias. Pero se hace necesario mencionarlos, porque es verdad que
algunos cobran mayor notoriedad, y que sus carísimos sacrificios se convierten
en un legado que podría, al menos, evitar ese mismo duelo a futuras familias.
Evitar que otros, hoy o mañana mismo, sean destruidos cuando el desorden
enloquecedor toque a sus propias puertas. A sus propios chiquitos. O a la
propia gente que uno adora. Con el nombre que cada uno lleva.
Con la
historia que cada uno de nosotros ha nutrido en lo más profundo de su propio
corazón. A mí, en lo particular, como a tantos otros, me ha herido
particularmente lo sufrido por los jóvenes masacrados en Tamaulipas, mientras
buscaban su oportunidad de vida; un crimen con la complicidad de los Estados. Y
el crimen contra esa niña pequeña, de dulce mirada, en Petén, la niña cuya
falda y uniforme escolar sobre su féretro inmerecido. Deben ser un antes y un
después, un hasta aquí de esta maldita pantomima. Una náusea hasta el vómito de
un país que si deja estas cosas pasar no merecería ningún futuro. Ninguna
consideración ni simpatía de ninguno. Ningún respeto ni oportunidad. Porque si
miramos hacia otro lado cuando pase la noticia, nuestro estándar moral habrá
quedado tan destruido que no habrá ninguna vuelta para atrás. Un país que
permite que sus jóvenes sean asesinados diariamente, dígame usted qué futuro
merece.
Tenemos un
aparato de gobierno instalado y al que se le paga caro para que prevenga y
reaccione ante estas situaciones. Obviamente no lo hacen, pues llegaron ahí
para hacer negocios y proteger a criminales. Recurren entonces a la demagogia
barata —como la charlatanería de la pena de muerte— para desviar la atención de
una certeza evidente: que no hacen el trabajo esperado. También tenemos élites
que sostienen a esos gobiernos. Tampoco actúan, mientras sus intereses
mezquinos continúen intactos. Y tenemos a una pequeña oposición, representada
en el Congreso. Hoy pretendía comentar sobre el papel de esa oposición ante el
crimen de Tamaulipas, pero me abrumó la indignación. Quería reaccionar a la
carniza que hizo en CNN Fernando del Rincón a esas fuerzas de oposición en el
Congreso que nunca entendieron el papel que de ellos esperamos.
Procuro
guardar las formas, porque se busca conservar la objetividad. No es fácil.