Marcos
16, 1-7
RESUCITADO POR DIOS
En
la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María
Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la
tierra, pues un ángel del Señor, bajado del cielo y acercándose, corrió la
piedra y se sentó encima.
Su
aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas
temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres:
-Vosotras
no temáis, ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí: ha
resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a
decir a sus discípulos: <<Ha resucitado de entre los muertos y va por
delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis>>. Mirad, os lo he
anunciado.
Ellas
se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría,
corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro
y les dijo:
-Alegraos.
Ellas
se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies.
Jesús
les dijo:
-No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mateo 28, 1-10).
CRISTO
ESTA VIVO
Creer
en Cristo resucitado no es solamente creer en algo que le sucedió al muerto de
Jesús. Es saber escuchar hoy desde lo
más hondo de nuestro ser estas palabras: <<No tengas miedo, soy yo, el
que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los
siglos>>(Apocalipsis 1,17-18):
Cristo
resucitado vive ahora infundiendo en
nosotros su energía vital. De manera oculta, pero real, va impulsando nuestras
vidas hacia la plenitud final. Él es <<la ley secreta>> que dirige
la marcha de todo hacia la Vida. Él es <<el corazón del mundo>>,
según la bella expresión de Karl Rahner.
Por
eso, celebrar la Pascua es entender la vida de manera diferente. Intuir con
gozo que el Resucitado está ahí, en medio de nuestras pobres cosas, sosteniendo
para siempre todo lo bueno, lo bello, lo limpio que florece en nosotros como
promesa de infinito, y que, sin embargo, se disuelve y muere sin haber llegado
a su plenitud.
Él
está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente y misterioso. Él está en nuestros fracasos e impotencia
como fuerza segura que nos defiende. Está en nuestras depresiones acompañando
en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza.
Él
está en nuestros pecados como misericordia que nos soporta con paciencia
infinita, y nos comprende y acoge hasta el fin. Esta incluso en nuestra muerte
como vida que triunfa cuando parece extinguirse.
Ningún
ser un humano está solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en el
vacío. Ningún grito deja de ser
escuchado. El Resucitado está con nosotros y en nosotros para siempre.
Por
eso, Pascua es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos. La fiesta de
los que se avergüenzan de su mezquinidad
y su pecado. La fiesta de los que se sienten muertos por dentro. La fiesta de
los que gimen agobiados por el peso de la vida y la mediocridad de su corazón.
La fiesta de todos los que nos sabemos mortales, pero hemos descubierto en
Cristo resucitado la esperanza de una vida eterna.
Felices
los que dejan penetrar en su corazón las palabras de Cristo: <<Tened paz
en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero, ánimo, yo he vencido al
mundo>> (Juan 16,33).
RECUPERAR AL RESUCITADO
Para
no pocos cristiano, la resurrección de Jesús es solo un hecho del pasado. Algo
que el sucedió al muerto Jesús después
de ser ejecutado en las afueras de Jerusalén hace aproximadamente dos
mil años. Un acontecimiento, por tanto, que con el paso del tiempo se aleja
cada vez más de nosotros, perdiendo fuerza para influir en el presente.
Para otros, la resurrección de Cristo es, ante
todo, un dogma que hay que creer y confesar. Una verdad que está en el credo
como otras verdades de fe, pero cuya eficacia real no se sabe muy bien en qué
pueda consistir. Son cristianos que tienen fe, pero no conocen <<la
fuerza de la fe>>; no saben por experiencia lo que es vivir arraigando la
vida en el Resucitado.
Las
consecuencias pueden ser graves. Si pierden el contacto vivo con el Resucitado,
los cristianos se quedan sin aquel que es su <<Espíritu
vivificador>>. La iglesia puede entrar entonces en un proceso de
envejecimiento, rutina y decadencia. Puede crecer sociológicamente, pero
debilitarse al mismo tiempo por dentro; su cuerpo puede ser grande y poderoso,
pero su fuerza transformadora pequeña y débil.
Si
no hay contacto vital con Cristo como alguien que está vivo y da vida, Jesús se
queda en un personaje del pasado al que se puede admirar, pero que no hace
arder los corazones; su evangelio se reduce a <<letra muerta>>,
sabida y desgastada, que ya no hace vivir. Entonces el vacío que deja a Cristo resucitado
comienza a ser llenado con la doctrina, la teología, los ritos o la actividad
pastoral. Pero nada de eso da vida si en su raíz falta el Resucitado.
Pocas
cosas pueden desvirtuar más el ser y el quehacer de los cristianos que
pretender sustituir con la institución, la teología o la organización lo que
solo puede brotar de la fuerza vivificadora del Resucitado. Por eso es urgente
recuperar la experiencia fundante que se vivió en los inicios. Los primeros
discípulos experimentan la fuerza secreta de la resurrección de Cristo, viven
<<algo>> que transforma sus vidas. Como dice san Pablo, conocen
<<el poder de la resurrección>> (Filipenses 3,10). El exegeta suizo
R. Pesch afirma que la experiencia primera consistió en que <<los
discípulos se dejan atrapar, fascinar y transformar por el Resucitado>>.
CREER
EN EL RESUCITADO
Los
cristianos no hemos de olvidar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más
incluso que la afirmación de algo extraordinario que le aconteció al muerto
Jesús hace aproximadamente dos mil años.
Creer
en el Resucitado es creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y
creatividad, impulsando la vida hacia su último destino y liberando a la
humanidad de caer en la destrucción de la muerte.
Creer
en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a Cristo no es un monólogo
vacío, sin interlocutor que escuche nuestra invocación, sino diálogo con
alguien vivo que está junto a nosotros en la misma raíz de la vida.
Creer
en el Resucitado es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los
evangelios, e ir descubriendo prácticamente que sus palabras son
<<espíritu y vida>> para el que sabe alimentarse de ellas.
Creer
en el Resucitado es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza
para cambiar nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos
liberando de lo que mata nuestra libertad.
Creer
en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los
hermanos, llamándonos a la compasión y la solidaridad.
Creer
en el Resucitado es creer que él es <<el primogénito de entre los
muertos>>, en el que se inicia nuestra resurrección y en el que se nos
abre ya la posibilidad de vivir eternamente.
Creer
en el Resucitado es creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni el
cáncer, ni el infarto, ni la metralleta, ni el pecado, ni la muerte tienen la
última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida y de la muerte.
DIOS
TIENE LA ULTIMA PALABRA
La
resurrección de Jesús no es solo una celebración litúrgica. Es, antes que nada,
la manifestación del amor poderoso de Dios, que nos salva de la muerte y del
pecado. ¿Es posible experimentar hoy su fuerza vivificadora?
Lo
primero es tomar conciencia de que la vida está habitada por un Misterio
acogedor que Jesús llama <<Padre>>. En el mundo hay tal
<<exceso>> de sufrimiento que la vida nos puede parecer algo
caótico y absurdo. No es así. Aunque a veces no sea fácil experimentarlo,
nuestra existencia está sostenida y dirigida por Dios hacia una plenitud final.
Esto
lo hemos de empezar a vivir desde nuestro propio ser: yo soy amado por Dios; a mí me espera una plenitud sin
fin. Hay tantas frustraciones en nuestra
vida, nos queremos a veces tan poco, nos despreciamos tanto, que ahogamos en nosotros la alegría de
vivir. Dios resucitador puede despertar de nuevo nuestra confianza y nuestro
gozo.
No
es la muerte la que tiene la última palabra, sino Dios. Hay tanta muerte
injusta, tanta enfermedad dolorosa, tanta vida sin sentido, que podríamos hundirnos en la desesperanza. La
resurrección de Jesús nos recuerda que
Dios existe y salva. Él nos hará conocer la vida plena que aquí no hemos
conocido.
Celebrar
la resurrección de Jesús es abrirnos a la energía vivificadora de Dios. El
verdadero enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza. Nos falta
pasión por la vida y compasión por los que sufren. Y nos sobra apatía y
hedonismo barato que nos hacen vivir sin disfrutar lo mejor de la existencia:
el amor. La resurrección puede ser fuente y estímulo de vida nueva.
¿PARA
QUE SIRVE CREER EN EL RESUCITADO?
En
cierta ocasión, después de una conferencia sobre la resurrección de Cristo, una
persona pidió la palabra para decirme más o menos lo siguiente: <<Después
de la resurrección de Cristo, la historia de los hombres ha proseguido como
siempre. Nada ha cambiado. ¿Para qué sirve entonces creer que Cristo ha
resucitado? ¿En qué puede cambiar mi vida de hoy?>>.
Yo
sé que no es fácil transmitir a otro la propia experiencia de fe, ¿Cómo se le
explica con palabras la luz interior, la esperanza, la dinámica que genera el
vivir apoyado radicalmente en Cristo resucitado? Pero es bueno que los
creyentes expongamos desde dónde vivimos la vida.
Lo
primero es experimentar una gran confianza ante la existencia. No estamos
solos. No caminamos perdidos y sin meta. A pesar de nuestro pecado y
mezquindad, los hombres somos aceptados por dios. Nunca meditaremos lo
suficiente el saludo que Jesús resucitado repite una y otra vez: <<Paz a
vosotros>>. Aun crucificado por los hombres. Dios nos sigue ofreciendo su
amistad.
Podemos
vivir además con libertad, sin dejarnos esclavizar por el deseo de posesión y
de placer. No necesitamos <<devorar>> el tiempo, como si ya no hubiera
nada más. No hay por qué atraparlo todo y vivir <<estrujado>> la
vida antes de que se termine. Se puede vivir de manera sensata. La vida es
mucho más que esta vida. No hemos hecho más que <<empezar>> a
vivir.
También
podemos vivir con generosidad, comprometiéndonos a fondo en favor de los demás.
Vivir amando con desinterés no es perder la vida, es ganarla para siempre.
Desde la resurrección de Cristo sabemos que el amor es más fuerte que la
muerte. Vivir haciendo el bien es la forma más acertada de adentrarnos en el
misterio del mas allá.
Por
otra parte, disfrutamos de todo lo hermoso y bueno que hay en la vida, acogiendo
con gozo las experiencias de paz, de comunicación amorosa o de solidaridad.
Aunque fragmentarias, son experiencias donde se nos manifiesta ya la salvación
de Dios.
Un
día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, lo que ha
sido arruinado por la enfermedad, el
fracaso o el desamor, encontrará en Dios su plenitud.
Sabemos
que un día nos llegará la hora de morir. Hay muchas formas de acercarse a este
acontecimiento decisivo. El creyente no muere hacia la oscuridad, el vacío, la
nada. Con fe humilde se entrega al misterio de la muerte, confiándose al amor
insondable de Dios.
<<La
fe en la resurrección –ha escrito Manuel Fraijó- es una fe difícil de
compartir. En cambio, no es difícil de admirar. Representa un noble esfuerzo
por seguir afirmando la vida incluso allí donde esta sucumbe derrotada por la
muerte>>. Esta es la fe que nos sostiene a quienes seguimos a Jesús.
Antonio Pagola