Amigo,
a secas (Jn 15,9-17)
Jesús Peláez
Unos lo llamaban “Hijo de David”, o lo que es
igual, sucesor del rey David, pero nada en su exterior daba signos de realeza;
los letrados o doctores de la época lo consideraban “rabino (=maestro)”, aunque
la gente decía que tenía autoridad, pero no como la de ellos; los más atrevidos
le decían “Señor”, como el leproso que le suplicaba curación (Mt 8,3) o el
centurión que le pedía que curase a su criado (Mt 8,6). El libro de los Hechos
(10,18) resumió su vida con una frase lapidaria: “Pasó la vida haciendo el bien
y curando a los oprimidos por el diablo”.
Maestro,
sí, pero no mandó aprender de memoria ni cánones, ni libros, ni discursos
propagandísticos. No dejó escrito nada, ni siquiera sus memorias; de escribir
se encargarían más tarde sus seguidores.
Él, sin embargo, prefería que lo reconocieran como “amigo” a secas. Como tal había pasado por la vida: con la mano tendida hacia todos; con el dedo denunciando la opresión del pobre; con la voz, la amenaza y el gesto adusto de quien lucha contra la hipocresía y anuncia una nueva sociedad: la sociedad del amor mutuo.
Como
amigo no tuvo nunca secretos: todo lo que había dentro de sí lo comunicó, lo
compartió. Al final, en su última cena, lo dejó dicho claramente: “Ya no os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os
llamo amigos porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer”
(Jn 15,15).
Un
amigo, sin más: esto fue Jesús. Amigo que ama hasta el colmo, dispuesto siempre
a servir, sin secretos, ni trastienda, ni dobles intenciones; amigo que da y se
da hasta perderse. Algo que, según el libro del Eclesiástico (6,14) “no tiene
precio ni se puede pagar su valor: quien lo encuentra, encuentra un tesoro”.
Daba
su amistad a cuantos la aceptaban; la brindaba a todos. Sólo ponía una
condición: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” (Jn 15,14). Y
lo que mandaba era algo imposible de mandar y que, si no surge de dentro, por
mucho que se mande no se realiza: “Que os améis unos a otros como Yo os he
amado” (Jn 15,12).
Enseñó
a sus discípulos todo lo que había oído de su padre-Dios; en resumidas cuentas:
que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y ha nacido para ser
libre y amar, y que, al final, todo se reduce a esto y que, sin esto, nada
tiene sentido. Estaba convencido de que no hay amistad sin amor, ni amor sin
comunicación, ni comunicación sin entrega total, ni entrega sin situarse al
mismo nivel de la persona amada, dejando títulos, privilegios, derechos o
superioridades
Y
ahora pienso en nuestra iglesia, tan jerarquizada, tan antidemocrática, tan
poco igualitaria, tan androcéntrica, tan gerontocrática: el papa, los
cardenales, los patriarcas, los arzobispos, los obispos, los presbíteros, los
diáconos (todos varones, por cierto, y ninguna mujer), las órdenes religiosas
también con su propia jerarquía dentro de ellas mismas, como grupos de personas
que decidieron vivir los tres mal llamados “consejos evangélicos”: pobreza,
castidad y obediencia, de los que dos (castidad y obediencia) no aparecen en
los evangelios y el tercero (pobreza) no es, por lo común, la nota distintiva
ni de las congregaciones religiosas ni de la iglesia globalmente considerada.
¡Qué
complicado se ha vuelto todo con el tiempo! Por eso vuelvo a las palabras de
Jesús en la última cena: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor; a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído de mi
Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).
Después
de aquella cena sabemos lo que pasó; el odio del mundo lo quitó de en medio.
Sus verdugos lo colocaron en lo alto de un monte para que todos, al mirarlo,
aprendiéramos el camino de la amistad y del amor. Los demás caminos son
callejones sin salida para el corazón humano.
Repaso
el evangelio antes de terminar este comentario y encuentro este texto en el que
Jesús, tras criticar el comportamiento de los fariseos, se dirige a sus
discípulos con estas palabras: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Rabbí
(=maestro)», pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y
no os llamaréis «padre» unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno
solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen «directores», porque vuestro
director es uno solo, el Mesías. El más grande de vosotros será servidor
vuestro. A quien se encumbra, lo abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán
(Mt 23,8-12).
Tal
vez habría que volver al principio para comenzar entre todos en la iglesia y en
las comunidades unas relaciones de amistad, igualdad, libertad y fraternidad,
que contagiasen también al mundo en que vivimos, en el que, con la pandemia,
está creciendo de modo alarmante la desigualdad entre los seres humanos.
Tomado
de Comunidades Cristianas de base