Después de las tormentas
Agencia
Ocote
El 5 de noviembre de 2020, durante el paso del huracán ETA, en Quejá, un municipio al sur de Alta Verapaz, Guatemala, la montaña cedió y enterró a toda una aldea. Bajo las rocas y la tierra quedaron, según cifras oficiales, 88 personas y 150 casas, aunque, por los datos del censo, pudieron haber sido decenas más. Quienes se salvaron buscan cómo seguir con sus vidas. Algunas personas migraron, otras levantaron sus viviendas de nuevo en un terreno unos metros más abajo de la aldea. En el lugar, desde el día del derrumbe, se levantó un viento que no ha parado. Los sobrevivientes no pueden vivir más allí.
Llevaba seis días y seis noches sin parar de llover,
recio. Toda la aldea estaba enlodada y las familias poco más podían hacer que
quedarse en casa a esperar que pasara la tormenta. En la radio se escuchaba
hablar de un huracán, de ETA, que entraba con fuerza en Guatemala.
Las instituciones habían emitido alertas, generales,
para la población en Guatemala. Pedían a la gente que vivía en zonas de riesgo
buscar un lugar seguro y resguardarse. Según David de León, vocero de la
Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), cuando reciben
los pronósticos de lluvia, la institución emite avisos a las municipalidades
para que trasladen la información a las comunidades.
En Quejá dicen que a ellos nadie les avisó. Que
escucharon algo en la radio y la televisión, pero nunca pensaron que estuvieran
en peligro. Cuando la lluvia llegó, varias aldeas de la zona no tardaron en
quedar incomunicadas. Quejá era una de ellas. El camino de terracería había
quedado anegado y algunos árboles, rocas y tierra tapaban varios tramos de la
ruta.
El 4 de noviembre
de 2020, a las siete de la noche, una montaña, la que queda en la entrada de
Quejá, dio un aviso. Se escuchó un rugido, como un trueno, pero todo estaba tan
oscuro que nadie sabía lo que pasaba.
La mañana
siguiente, nada más empezó a salir el sol, los habitantes de Quejá vieron cómo
en el cerro faltaban varios árboles. La tierra y las rocas habían llegado a la
pista por la que se accede a la aldea, unos 200 metros antes de llegar a la
casa verde pálido.
“Pensamos que esa
montaña era la que se iba a terminar de venir”, recuerda hoy Jorge Suc Ical.
Pero ahí se mantuvo. Ahí se mantiene, todavía. Pelada de árboles por un
costado.
El derrumbe en ese
cerro era el anuncio de lo que pasaría horas después en la montaña del otro
lado, la que queda detrás de Quejá.
Eran las doce y
media del mediodía y no paraba de llover. Jorge estaba en su casa. Su mamá, su
papá y varios de sus hermanos y hermanas habían llegado para pasar juntos la
lluvia y conversar sobre qué podrían hacer. Tocaba tomar la decisión de si
moverse a Santa Elena, a una hora a pie, o quedarse hasta que pasara la lluvia.
En Quejá estaban solos. Nadie les había avisado de qué hacer.
En eso, tronó. Fue
como el rugido de la noche anterior, pero más duro, más fuerte y más largo.
Jorge lo describe como una bomba. No saben ni cómo, levantaron a los niños del
piso, entre varios agarraron al abuelo y corrieron. “Salimos, por segundos”.
Detrás de ellos venían el lodo, la tierra, las rocas, arrastradas por una
corriente de agua imparable. Cuando miraron atrás, su casa ya no estaba.
Al fondo, se puede
intuir dónde queda la aldea que dejaron, detrás de un cerro. A través de las
montañas también se ven los surcos que hicieron en la tierra lo que parecen
deslaves.
—¿Esa es la tierra
que bajó de Quejá?
—No, no, todo eso
no llegó hasta aquí —le resta importancia Jorge—. Por ahí solo pasa agua.
Jorge y su esposa
Sonia empezaron a levantar su casa en Chepenal hace dos meses, igual que varias
de las familias que hoy viven aquí. Hasta hace poco, en el lugar no había
viviendas. No aclaran de dónde salió el terreno. Si lo cedió la municipalidad o
solo lo ocuparon. Dice que están “en terreno propio”, pero por ahora no tiene
escrituras ni nada que así lo confirme. No logramos confirmar este dato con la
municipalidad.
Al principio, se
cubrían sólo con un nylon. Después, construyeron con madera. Chepenal no está
mal, dice, pero el clima, ese calor tan intenso, sin la sombra y sin la altura
de la montaña, impide que en este caserío se pueda cultivar todo lo que se cosecha
en Quejá. Hasta ahora sólo consiguieron que aquí nazca fuerte la milpa.
La familia de
Jorge logró sembrar 10 cuerdas de milpa y una de frijol, “para el gasto y para
comer”, dice. Su plan es instalarse definitivamente aquí, en Chepenal, y subir
de vez en cuando a Quejá para recoger y vender la pacaya. Con eso y con lo que
gana limpiando fincas de milpa y cardamomo mantiene a su familia.
Por ahora, el
lugar no tiene ni agua potable entubada ni energía eléctrica. El agua la
consiguen de la que baja por la montaña, aunque necesitarán unos tubos para
acercarla a las casas. Lo de la energía es otra historia.
La vida sigue en el nuevo Quejá, donde unas 30 familias ya levantaron su casa. Arriba, en la montaña que hace tres meses rugió, queda poco más que un cementerio obligado. El viento llegó para quedarse.