EL SILENCIO INTERIOR
EJE DE LA LECTURA ORANTE
DEL EVANGELIO
El
silencio interior
Para
escuchar a Jesús, nuestro Maestro interior, que nos conduce hacia el encuentro
con el misterio insondable de Dios, hemos de cuidar el silencio interior. No
hemos de leer los textos evangélicos desde fuera. Hemos de leerlos desde el
interior del corazón
Juan
de la Cruz lo dice de modo más profundo: <<Una palabra habló el Padre,
que fue su Hijo, y esta palabra habla siempre en eterno silencio, y en silencio
ha de ser oída por el alma>>
Juan
de la Cruz siente que <<el centro del alma es Dios>>. La unión con
Dios no es algo que hayamos de conquistar, sino una realidad que hemos de
descubrir, vivir, agradecer y gozar.
Todo
esto es muy hermoso, pero, ¿por qué la inmensa mayoría de nosotros vivimos con
la sensación de que Dios está separado de nosotros, en algún lugar que queda
fuera de nuestro alcance?
Esta
sensación de separación de Dios, de su distanciamiento y lejanía, proviene de
que vivimos con nuestra atención interior centrada exclusivamente en lo que
acontece en nuestra mente o en nuestros sentimientos.
Pero la mente no es el único ámbito de nuestra existencia. Hay en nosotros un espacio interior más profundo que no está al alcance de nuestra actividad pensante.
Precisamente
la apertura a la presencia del misterio de Dios y la comunión con él acontece en
lo más profundo de nuestro ser, no en el nivel conceptual y sensible de nuestra
conciencia. Todo eso es real. Todo está aconteciendo en nuestro interior. Pero
para nosotros no somos solo eso. Nuestra identidad más profunda y real no es
esa. Ese no es el centro de nuestro ser.
No
podremos siquiera sospechar que, en lo más íntimo de nuestro ser, nuestra vida
esté <<oculta con Cristo en Dios>>.
Viviremos
agitados, sin silencio interior, y no seremos capaces de percibir lo que hay en
lo más íntimo de nuestro ser.
La
ausencia de silencio interior está llevando a nuestras comunidades a una
<<mediocridad espiritual>>.
De
poco sirve reforzar las instituciones, salvaguardar los ritos, custodiar la
ortodoxia. Es inútil pretender promover <<desde fuera>> lo que solo
puede nacer de la acción interior de Dios en los corazones. Es urgente aprender
a <<sentir y gustar de las cosas internamente>> (Ignacio de
Loyola).
1
Nueva relación con Dios
Antes
que nada, el silencio interior puede transformar radicalmente nuestra relación
con Dios.
Es
el silencio a solas con Dios, adentrarnos en lo profundo de nuestro ser,
abandonarnos con confianza a ese misterio de silencio que no puede ser
explicado, solo amado y adorado.
El
misterio último de nuestro ser se nos oculta. No podemos ver nada, pero tal vez
empezamos a percibir una presencia. No podemos escuchar ninguna palabra, pero
algo se nos está diciendo desde ese silencio.
Si
perseveramos en buscar ese silencio con paz, empezaremos tal vez a escuchar
preguntas en lo profundo de nuestro ser: ¿qué estoy haciendo con mi vida?
¿Porqué he perdido mi confianza en Dios? ¿Por qué no le dejo entrar en mi vida?
Nadie me responde con palabras. El silencio es el lenguaje de Dios. Pero en
cualquier momento puede despertarse mi fe atraída por el Misterio. ¡Dios está
en mí!
Es
entonces cuando hemos de acallar nuestro ser ante el misterio de Dios y
reconocer nuestra finitud: <<Yo no soy todo. Yo no puedo darme a mí mismo
la vida. No soy la fuente, el origen de mi ser…>>. Es el momento de
acoger con confianza ese Misterio que está en el fondo de mi ser, en lo más
íntimo de mí. El momento de descubrir con gozo que en mi interior hay un
Misterio insondable de amor que me trasciende, pero que está sosteniendo mi
ser. Ahora creo y sé que puedo vivir desde esa Presencia.
2
Silencio curador de nuestra persona
Ahora
también nosotros podemos saborear la vida en la fuente. Abrirnos a Dios en
silencio interior nos va conduciendo a encontrar una armonía personal y un
ritmo de vida más sano.
En
silencio interior ante Dios descubrimos mejor nuestra pequeñez y pobreza, pero,
al mismo tiempo, nuestra grandeza de seres amados infinitamente por él y
transformados y salvados por su amor. Es bueno esperar en silencio la salvación
del Señor (Lamentaciones 3,22-26).
3
Silencio para escuchar al hermano que sufre
Sí,
perseverando en el silencio interior no sentiremos a nadie como extraño.
Descubriremos que podemos abrazar interiormente el universo entero con paz y
amor fraterno. Esta era la experiencia de Francisco de Asís, capaz de escuchar
el canto de la creación y de unirse a la alabanza que desde ella se eleva hasta
el Creador.
Pero
en el silencio con Dios aprenderemos, sobre todo, a escuchar y amar a sus
hijos. Y aprenderemos a acercarnos de manera más fraterna y solidaria a los que
viven y mueren sin conocer el amor, la amistad, el hogar o el pan de cada día.
3
La experiencia del misterio de Dios como Amor insondable
Cuanto
más profundo es el silencio, más fuerte es nuestro amor. Este silencio interior
que nos abre a un Dios que es misterio insondable de amor nos permite entender
y vivir la existencia desde el amor, más allá de otras vivencias, centradas en
la utilidad, el consumismo, el protagonismo interesado…
Si
los cristianos no somos capaces de escuchar en el silencio interior el misterio
de la trascendencia como Amor insondable y si cerramos nuestro corazón para no
acercarnos con amor solidario a los que sufren, se nos podrá acusar – con razón
– de estar alimentando un <<individualismo narcisista>> y, sobre
todo, que estamos abandonando la gran herencia de Jesús a toda la humanidad: la
compasión hacia los que sufren.
De
hecho, ya se está diciendo que los cristianos de los países del bienestar, una
vez cubiertas las necesidades materiales, parecen que se dedican ahora a buscar
su <<bienestar espiritual>>. Sería uno de los rasgos de esa
religión burguesa que J.B. Metz viene criticando desde hace años.
4
La experiencia de existir unidos a Dios
Cuando
nuestra mente se aquieta y comenzamos a
adentrarnos en un silencio más profundo, más allá de nuestros pensamientos,
sentimientos, imágenes…, poco a poco emerge en nosotros una conciencia más
profunda: que existimos y que hemos existido siempre unidos a Dios, que hemos
sido siempre uno con él. Que<<Dios es el centro de nuestra alma>>
(San Juan de la Cruz).
Que
es el cimiento de nuestro ser. La separación de Dios no es posible, pues
dejaríamos de existir.
La
sensación de estar separados de Dios nos puede hacer sufrir mucho, pero el
silencio profundo y la quietud interior nos revela que esta percepción no tiene
la última palabra.
a)Según
el evangelio de Juan(15,1-6), nosotros somos los sarmientos y Cristo la vid.
Separados de Cristo no podemos nada. Si se corta el sarmiento y no corre por
nosotros la savia de Cristo resucitado, no somos nada. Las palabras de Cristo
son rotundas:<<Permaneced en mí como yo en vosotros(….) porque, separados
de mí, no podéis hacer nada>> (15, 4-5).
b)Pero
Jesús, el Hijo de Dios encarnado, nos lleva a Dios como centro de nuestra vida.
Ahora bien. Acercándonos a Dios como centro de nuestra vida no solo estamos más
cerca de Dios, sino también de los hermanos.
El
movimiento hacia Dios y el movimiento hacia el hermano es el mismo movimiento.
El camino hacia Dios es camino hacia los hermanos.
c)
Si vivimos la vida desde el centro, es decir, desde Dios. Todo cambia. Todo lo
percibimos desde el amor de Dios, que se está derramando en la creación entera.
Algo
sabía Juan de la Cruz de esta experiencia: <<Parece al alma que todo el
universo es un mar de amor en el que ella está engolfada, no echando de ver
término ni fin donde se acabe este amor, sintiendo en mí(….) el vivo punto y
centro del Amor>> (Llama de amor viva II, 10).
José
Antonio Pagola