Audaz relectura del cristianismo
"Los otros, el gran sacramento cristiano"
Por Ramón Hernández,
Estos dos
textos a comparar:
Mientras comían, Jesús tomó pan y lo bendijo. Luego lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciéndoles:
―Tomen y coman; esto es mi cuerpo.
Después tomó la copa, dio gracias, y se la ofreció diciéndoles:
―Beban de ella todos ustedes. 28 Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de pecados.
Mateo 25 /31-40)
Y cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria.
Y serán reunidas delante de él todas las gentes: y los apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos.
Y pondrá las ovejas á su derecha, y los cabritos á la izquierda.
Entonces el Rey dirá á los que estarán á su derecha: Vengan, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo.
Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fuí huésped, y me acogieron;
Desnudo, y me cubrierons; enfermo, y me visitaronn; estuve en la cárcel, y vinieron á mí.
Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos? ¿ó sediento, y te dimos de beber?
¿Y cuándo te vimos huésped, y te recogimos? ¿ó desnudo, y te cubrimos?
¿O cuándo te vimos enfermo, ó en la cárcel, y vinimos á ti?
Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto les digo que en cuanto lo hicieron á uno de estos mis hermanos pequeñitos, á mí lo hicieron.
(Ramón Hernández):.- ¿Por qué los cristianos creen tan devotamente en la presencia real de Cristo en las especies sacramentales de la eucaristía, basándose en que Jesús dijo "esto es mi cuerpo", y no creen en su presencia en los otros, mucho más personal y trascendental, y por ello mucho más real, cuando dijo "lo que hicieren a uno de estos a mí me lo hacen"?
Mientras que, por un lado, nos postramos ante la eucaristía y la adoramos, por otro no solo nos resistimos a ver a nuestros semejantes como otro Cristo de carne y hueso, sino también los minusvaloramos muchas veces como vulgares seres despreciables.
Sin embargo, en cuanto a fuerza sacramental, es mucho mayor la de un menesteroso que mendiga en el umbral del templo que la de hostia exhibida en la custodia o guardada en el sagrario. Estamos ante un punto clave para medir la profundidad y el alcance del cristianismo y determinar la trascendencia del comportamiento personal de Jesús.
Puede que la respuesta a tan manifiesta anomalía esté en el distingo grado de compromiso que hacemos frente a realidades diversas: mientras en la eucaristía vemos un instrumento sobrenatural muy hermoso y un rito que nos facilita el trato directo con Jesús, en los otros solo vemos algo natural, incluso vulgar y anodino. Es la distinción que establecemos entre lo sagrado y misterioso, conceptuado como de altísimo valor, y lo palmario y natural, como de valor incluso cuestionable.
En la eucaristía entablamos, de forma abusiva al distorsionar el significante, una relación personal con Jesucristo que nos lleva a conversar con él, contemplarlo, acompañarlo, adorarlo y hospedarlo cuando lo único procedente es alimentarse de él, ya que toda la celebración se concreta en que se nos da como pan de vida y bebida de salvación. La cortesía hospitalaria, al comulgar, solo requiere que tengamos limpia nuestra estancia interior, tarea relativamente fácil. Ir a misa y comulgar es una praxis que, además de no requerir esfuerzos, nos reporta confianza, seguridad y paz. Con Dios de nuestra parte, habitando en nuestro interior, nos sentimos seguros. La eucaristía se convierte así en un gran tesoro adquirido a bajo precio.
La gran envergadura del cristianismo
Pero ¿qué ocurre en el segundo supuesto, en el que las especies sacramentales de la presencia de Jesucristo entre nosotros no son cosas significantes sino seres humanos incluso deformes, babosos, grotescos, violadores y asesinos, convertidos en espejo de lo divino? Ante ellos, Jesús no dice "esto es mi cuerpo o esta es mi sangre", como ante el pan y el vino rituales, sino "este soy yo", señalando a cualquier necesitado. Nos hallamos ante una perspectiva que cambia las tornas, un juego en el que lleva las de perder el verdadero creyente, pues ello le obliga a deponer prejuicios y aceptar que Jesús debe ser amado y servido en los otros.
¡Gran envergadura la del cristianismo, inalcanzable para otros maestros de vida espiritual, otras religiones u otras filosofías! ¡Esa es la piedra de escándalo contra la que chocan todos los fariseos de este mundo!
¡Cuántos creyentes se desvivirían por Jesús si lo vieran caminando, pobre y necesitado, por nuestras calles! Sin embargo, ocurre desgraciadamente que muchos de sus adoradores pasan indiferentes ante quienes son su presencia sufriente.
Transubstanciado en los otros, Jesús no demanda servicios especiales, ni heroicidades o milagros, sino solo un poco de conciencia y de generosidad, un poco de pan, de arropamiento y de compasión.
Cristo vive
Si hablamos de presencia real, ambos soportes son válidos para una significación sacramental eficiente, pero lo hacen con distinta fuerza y repercusión: mientras en la eucaristía Jesús se identifica con un trozo de pan convertido en su cuerpo para ser alimento de vida y con una copa de vino convertida en su sangre para ser bebida de salvación, y todo ello es muy bello y eficiente para una evangelización seductora, en el segundo supuesto lo hace con la persona del otro como menesteroso que requiere ayuda, con lo que confiere a todo ser humano una altísima dignidad.
Aun tratándose de la misma presencia, subrayo la gran diferencia que hay entre ambas: en la eucaristía el soporte significante es un alimento que debe ser comido y bebido y, en los otros, una persona que debe ser amada y servida.
Digamos que el encuentro con el Señor es mucho más fuerte y determinante en el segundo caso, pues la fe nos exige tratar a nuestros semejantes, sean quienes sean, exactamente lo mismo que trataríamos al mismo Jesús si lo tuviéramos delante. La gran fuerza sacramental del otro está en el hecho de que en él Jesús se nos presenta como necesitado y sufriente. No basta decir “Señor, Señor”, sino que es necesario fajarse a fondo con las necesidades de quienes nos rodean. En el otro, convertido en presencia sacramental del Cristo de nuestra fe, es donde realmente Jesús puede ser acompañado, consolado, curado, alimentado, vestido, cobijado, amado e incluso mimado.
Compromiso exigente
En resumidas cuentas, entramos en la iglesia, acompañamos al Señor presente en la hostia, lo reconfortamos en su soledad, lo adoramos, asistimos a misa y comulgamos, pero, tras tal chaparrón de espiritualidad mal enfocada, salimos a la calle y nos marchamos a casa tan tranquilos, igual que vinimos, por más que al pedir perdón en la misa y comulgar, nos sintamos dignos de la gloria celestial. Nos creemos así unos auténticos creyentes de ley y volvemos a nuestras rutinas, esas en que exhibimos egos insoportables y reclamamos que se reconozcan y ponderen nuestras grandes virtudes. ¡Fatua ilusión la de pensar que así somos “cristianos practicantes”!
Deberíamos saber que la celebración de la eucaristía nos exige compartir con los demás nuestra propia vida. No hay eucaristía posible sin los otros con quienes se come el pan del que también nosotros formamos parte. El amor debido al otro, que prolonga el debido a Dios, nos exige no solo dar dinero, de tenerlo, y tiempo, que siempre sobra, sino muchas cosas que nada tienen que ver con el dinero y el tiempo. Ser amable y sonreír, por ejemplo.
Comulgar y amar son la misma cosa. La una no funciona sin la otra. La comunión hace de nuestra vida una entrega a los otros. De otro modo, perdemos el tiempo yendo a la iglesia.
El turbo del cristianismo
El cristianismo no desplegará su fuerza y su esplendor hasta que proclame y reconozca que todo otro, cualquiera que sea su situación y condición, es Jesús vivo entre nosotros. Insisto en que en la eucaristía Jesús está como alimento que hay que comer y en los otros, como ser vivo para ser amado y servido. Hincar la rodilla ante un ser humano es un gesto coherente; hacerlo ante el pan y el vino consagrados no tiene sentido. En una hipotética opción entre el harapiento que pide limosna a la entrada del templo y la hostia consagrada, ignoro cuántos de los que van a misa se decantarían por el mendigo. Seguro que pocos, aunque vale mucho más.
De lo dicho se deduce con claridad que el cristianismo no consiste en una serie de dogmas ni en un rosario de ritos y ceremonias que nos conecta con un mundo sobrenatural misterioso, sino en la modificación sustancial de las conductas egoístas. El único camino que nos conduce a Dios es el de nuestra propia humanización, camino que Dios ha recorrido a la inversa para abrazarnos en Jesús. La humanidad es cualidad que solo toma cuerpo en lo que hacemos, no en lo que somos. Somos hechura de Dios, pero lo somos por un acto de amor que es patrón de conducta. O nos parecemos al Dios que nos ama, o no somos nada. Sin otros a quienes amar y servir no hay felicidad ni la vida tiene sentido.
Quedémonos hoy con que valorar a los otros como el gran sacramento cristiano y obrar en consecuencia nos sitúa en el único camino que conduce a Dios, el camino del hombre y de Jesús.