PALABRAS A VOLEO
Martín Valmaseda
Queremos hoy lanzar al aire tres palabras
que inicia la letra C, y que nos puede orientar sobre un grave problema que
crea discusiones en nuestra religión.
Estoy seguro que quienes discuten y hablan incluso de separaciones, de cismas, digo que quienes plantean esa “terrible” discusión esta mañana han desayunado y se han alimentado durante el día. Este su servidor también pero no todos los seres humanos, cristianos o no. Por eso en nuestras Palabras a Voleo de hoy presentamos este artículo de Ramón Hernández, donde nos pone sobre el tapete tres C,C,C
CEREMONIA, CENA, COMIDA
MISAS,
NI EN LATÍN NI SIN CENA. SOBREABUNDANCIA
Ramón Hernández Martín
Hay
muchos millones de personas que, en el balance general de la marcha de la
humanidad, siguen adelante con menos de un euro al día, cargando con
calamidades sin cuento que van del hambre al frío y a la enfermedad. Y hay
otros muchos para quienes mil euros diarios es una bagatela, una menudencia.
Afortunadamente, la vida es maleable y se adapta incluso a las situaciones más
extremas. En la primera lectura de este domingo, el profeta Eliseo, consciente
de este devenir, juzga excesivo el monto de las primicias a que como tal tiene
derecho y ordena al oferente que lo reparta entre quienes pasan hambre. La
cuestión no es que lo mucho para uno sea poco para muchos, sino que lo
disponible se reparta, porque, en definitiva, que muchos tengan lo necesario
depende de la generosidad de quienes realmente lo poseen todo. El viejo
proverbio popular de “ayúdate que yo te ayudaré” invita a abordar el gigantesco
problema del hambre en el mundo, confiados en que Dios y la naturaleza se alíen
de tal manera que, dado el primer paso, el de “ayúdate”, como punto de partida,
la llegada o meta sea cosa de coser y cantar.
La
liturgia de este domingo lo viene a certificar por duplicado. El criado del
profeta Eliseo repartió las primicias recibidas entre los hambrientos y el
hecho resultó tan exitoso que todos saciaron su hambre y hasta sobraron
alimentos. Por su parte, el gran profeta Jesús, viendo que la multitud que lo
seguía estaba hambrienta, recogió lo que algunos tenían y lo mandó repartir de
tal manera que lo que parecía poco, cinco panes y dos peces, fue suficiente no
solo para que comieran más de cinco mil personas, sino también para que con lo
sobrante se llenaran doce canastas.
La
clave de tan gran milagro la ofrece san Pablo en la segunda lectura de hoy,
tomada de su carta a lo Efesios: “Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios, Padre
de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo”, lo que,
puesto en Román paladino, viene a significar lo mismo que el proverbio a que
nos hemos referido: que unamos nuestras fuerzas y cuanto tenemos para ser
invencibles y para que no nos falte nada de lo necesario. De hecho, aunque los
pobladores de la Tierra seamos ya casi ocho mil millones, la capacidad productiva
de esta y la industria de nuestras manos facilita que hoy podamos producir
alimentos suficientes incluso para una población doble que la actual. ¿A qué se
debe entonces que, siendo los que somos, más de ochocientos millones de seres
humanos pasen hoy hambre? Hay solo una única respuesta a tan grave cuestión: el
mal reparto que se hace debido a distintas causas, siendo una de las
principales y más graves la depredación o la avaricia de minorías acaparadoras
que viven a todo tren y como si lo fueran a hacer para siempre.
El
reparto de alimentos es una de las más sólidas y atractivas claves evangélicas.
Ciertamente, los cristianos hemos de atender a lo que Jesús predica cuando nos
habla de que Dios es nuestro padre, pero también a sus hechos cuando da de
comer a los hambrientos, hechos que rubrican fehacientemente su predicación.
Hay mucha más conexión que la que pudiera pensarse a simple vista entre el
relato de la multiplicación de los panes y los peces y la crónica de la Última
Cena, pues también en esa multiplicación “Jesús tomó los panes, dijo la acción
de gracias y los repartió a los que estaban sentados”. El gran milagro
multiplicador se debió, seguramente, más al hecho de repartir entre todos lo
que algunos tenían que en la multiplicación mágica de lo poco que había. En la
eucaristía, el hecho de partir y compartir tiene una carga teológica mucho más
profunda que el supuesto efecto mágico de unas palabras de consagración que
sustituye una sustancia por otra. La “transustanciación” nunca dejará de ser,
en todo su alcance dogmático y teológico, más que un especulativo recurso
filosófico elevado a categoría de ontología sacra. Si en estos momentos el papa
desaconseja la misa en latín y de espaldas al pueblo por la desconexión que tal
rito tiene con los fieles, más cabe decir incluso de las misas en lenguas
vernáculas y de cara al pueblo por una desconexión más profunda y radical tanto
con la “memoria viva” de Jesús como con la vida de los fieles. Salta a la vista
que nuestras misas nada tienen que ver realmente con la Cena del Señor.
Seguramente,
el problema más grave que padece la humanidad en nuestros días se cifra en
saciar el hambre de tantos millones de seres humanos desheredados de la
fortuna. En las comidas que celebró Jesús, muchas veces con publicanos y
prostitutas, hecho que se constituyó en una de las mayores acusaciones contra
él para crucificarlo, había comida suficiente para que todos se saciaran y
hasta sobrara. A todas ellas las acompaña la acción de gracias, el hecho
cultual, y, a la Última Cena Jesús le añade la orden de que se celebre en
“memoria viva” suya, de que pasó por este mundo haciendo el bien y sirviendo a
los demás. Es más, pues en esa misma Cena Jesús mismo concretó dicho servicio
tanto en el lavatorio de los pies de sus discípulos, que él mismo realizó, como
en la ordenanza de que nos amemos los unos a los otros con el mismo amor con
que él nos ha amado, amor que le lleva a dar su vida por todos nosotros.
Por
todo ello, sin comida compartida, sin servicio efectivo y sin amor
incondicionado no puede haber misa que valga. Puede que en las actuales misas
católicas haya mucho culto, mucha genuflexión, mucho golpe de pecho y mucho
deseo de paz, pero si no hay comida compartida, servicio efectivo y amor
incondicional, no sirven a la “memoria viva” de la vida de Jesús ni al
cumplimiento de las recomendaciones tan encarecidas que nos hizo en el momento
mismo de su partida. Para cumplir su propia razón de ser, las misas católicas
necesitan mucho más que un lenguaje inteligible (la celebración en la lengua
vernácula) y que los fieles vean lo que acontece en un altar situado frente a
ellos. Bien está que el papa Francisco intente agrandar la comprensión y la
participación de los fieles en las misas, pero, a pesar de su gran esfuerzo por
conseguirlo frente a quienes prefieren enjaularse en el misterio, debemos dejar
constancia aquí, sin ambages ni componendas, que la distancia entre una misa de
corte tradicionalista en latín y de espaldas a los fieles y la orquestada por
el concilio Vaticano II en lengua vernácula y celebrada frente a ellos, es
mucho menor que la que hay entre esta última y la Cena del Señor. Podríamos
decir, groso modo, que, mientras la Última Cena de Jesús es un acontecimiento
social festivo no sacro, cuya fuerza se manifiesta en compartir, servir y amar,
las actuales misas católicas no dejan de ser más que una especie de pantomima
sacra, de tinte carnavalesco, en las que realmente nada se comparte, no se
realiza ningún servicio y el amor se reduce a una consigna etérea. Lograr que
la misa católica se parezca algo a la Cena del Señor requiere una audaz reforma
litúrgica que la Iglesia católica no está en condiciones de afrontar porque,
además de cuestionar muchos de los privilegios de la casta dirigente,
desencadenaría cambios de perspectiva y comportamientos incómodos para la
institución eclesial.
Subrayemos
como conclusión de todo lo dicho que, cuando Jesús estaba presente, todos
comían hasta saciarse e incluso sobraban alimentos, cosa que obviamente no
puede decirse hoy de nuestra Iglesia católica, en la que, mientras muchos
eclesiásticos y fieles ricos se ceban hasta enfermar, hay muchísimos otros
seres humanos, cristianos o no, que no tienen ni un pedazo de pan duro que
llevarse a la boca. ¿De qué sirve invitar a todos a una eucaristía en cuya
celebración se habla de partir y compartir, pero realmente nada se parte ni
comparte? ¿Puede alguien convencerlos con argumentos de peso, con hechos, de
que tanto los políticos por delegación social como los eclesiásticos por
mandato divino están ahí para servirlos? ¿Acaso no resulta un sarcasmo hablar
de amor a quien tiene el estómago vacío y le tiemblan las piernas por debilidad
física? ¿Con qué argumentos se los puede reanimar y rescatar de la inanidad a
que la avaricia, incluso la de muchos que se dicen cristianos, los ha
condenado? Resolvamos primero tan grave problema para poder acercarnos al altar
y tributar a nuestro gran Dios un culto digno, que exprese como es debido nuestra
hermandad y nuestra filiación divina.
Ramón Hernández Martín
25.07.2021
Tomado del Blog en Religión Digital