La
clave está en la confianza
(Enviado por Joaquín Calero)
JUAN CARLOS ZUBIETA IRÚN
TALLER DE SOCIOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE CANTABRIA
Diario
Montañés
Todo
es cuestión de confianza. Sin ella no podemos convivir. Toda nuestra existencia
gira en torno a la confianza/desconfianza en los otros, y también en nosotros
mismos. Al subir a un avión ponemos nuestra vida en manos del piloto. Si
cogemos un taxi confiamos en que nos lleve a nuestro destino, por el camino más
corto, y que nos cobre lo justo. Cuando nos sentamos a la mesa de un
restaurante pensamos, en primer lugar, que los alimentos estarán en buenas
condiciones. Al abrir la puerta de nuestra casa suponemos que el invitado se
comportará con corrección.
La solidez de la pareja, de la relación comercial, del grupo de amigos, del equipo de trabajo, de la asociación, del partido político, de las organizaciones y del conjunto de la sociedad se basa, en gran medida, en la confianza que existe entre sus miembros. En el éxito de un grupo juega un papel fundamental la fuerza de la unión de sus componentes, y esta unión es, sobre todo, producto de la confianza.
La confianza es una poderosa energía. Se apoya en la firme esperanza y proporciona seguridad, optimismo, bienestar, alegría. La confianza nos hace más fuertes, más libres y también mejores. Por el contrario, el recelo lleva al temor, al malestar, a la insatisfacción. La duda, la inquietud, nos reprime, no nos deja actuar, dificulta que tomemos iniciativas, nos paraliza, sufrimos.
Para sobrevivir, el ser humano tuvo que aprender a confiar en el otro. Cuando el homínido dejó el árbol y se adentró en un medio desconocido y lleno de peligros encontró en la asociación con otros miembros de su especie la forma de no perecer. El vínculo social explica nuestro desarrollo, y esa unión se fundamenta en la mutua confianza.
El indefenso recién nacido enseguida experimenta que necesita de los otros, de los adultos. De ellos espera todo. Si le dan calor, si le cubren sus necesidades básicas y afectivas, y si le enseñan apoyándolo, el niño crecerá con confianza en sí mismo y en los demás. Por el contrario, los niños que son reprimidos y castigados de forma arbitraria, aquellos que no sienten el afecto, suelen convertirse en adultos inseguros y recelosos (esta evolución también se observa en muchas especies animales: el perro que ha sido maltratado se comporta de forma huidiza y enseguida enseña los dientes). Si a una persona se le repiten mensajes como: «no sirves», «lo has hecho mal», «eres torpe», «eres malo», «eres un pecador» se acabará con su autoestima y verá a los demás como fuente de insatisfacción. Claro que tampoco es bueno el extremo opuesto: no es bueno decir que todo es de color de rosa, ya que todos nos equivocamos y el mundo también es duro y existe el dolor, la maldad y la injusticia. La personalidad equilibrada, el individuo seguro de sí mismo y básicamente adaptado al entorno, se forma cuando es socializado mostrando que la realidad es compleja, que es fuente de satisfacciones y de sufrimientos, y que los seres humanos podemos ser capaces de comportamientos solidarios y egoístas, del bien y del mal.
Cuando el niño intenta sus primeros pasos escuchará de su padre y de su madre palabras de ánimo, de seguridad; expresiones que le transmiten confianza: «no tengas miedo, aquí estoy yo", "adelante, vas bien», «así se hace, estupendo», «no te preocupes, confía en mí». Y, entonces, estimulado y con una sonrisa, comenzará a caminar y verá que al final, en el extremo, se encuentran los brazos abiertos y protectores de sus padres. Poco a poco, paso a paso, pedalada tras pedalada, confiando en los otros y comprobando que la fe que se deposita no es defraudada, nos vamos convirtiendo en individuos que podemos relacionarnos, en adultos que sabemos vivir en comunidad.
Consideramos amigos a aquellos en quienes podemos confiar; sabemos que ellos están para las maduras y para las verdes. Otra cosa son los conocidos o los compañeros; con esos nos reímos y celebramos cuando la situación es favorable para todos, pero cuando hay dificultades es fácil que cada uno vaya a lo suyo: el egoísmo suele asomar la cabeza.
Si se trata de una relación amorosa, el acuerdo sentimental implica la mutua entrega. El enamorado dice: «todo lo tuyo es mío», «somos uno», «te entrego mi corazón». Por eso, la infidelidad, el engaño, duele tanto, porque se ha faltado en lo más profundo. Y volver a reestablecer el vínculo de la confianza es difícil: se ha roto algo que se suele considerar fundamental (al reconocer la fragilidad de los sentimientos y para prevenir males mayores, algunos toman la precaución de establecer la separación de bienes; de esta forma, si el hogar se hunde, al menos cada miembro de la pareja puede salvar sus muebles).
Las relaciones comerciales se basan en una confianza no defraudada. El buen comerciante lo sabe: un cliente descontento es un cliente perdido y además difundirá su malestar. A medio y largo plazo el engaño no es un buen negocio. La buena imagen de un establecimiento se logra cumpliendo lo prometido, respondiendo a las expectativas, no defraudando. La fidelidad del cliente se logra cuando se satisfacen sus necesidades. Si se mantiene la confianza de los clientes el negocio está asegurado. Para convencer a los consumidores de que merecen esa consideración, los supermercados LUPA se anuncian como: 'Tus vecinos de confianza', y la conocida marca de quesitos en porciones proclamaba 'De El Caserío me fío'.
En la tradicional tienda de ultramarinos se fiaba al vecino
(es decir, se ayudaba al miembro de la comunidad) porque se sabía que en cuanto
pudiese saldaría su deuda. La palabra era sagrada, era el mayor compromiso; el
prestigio social del individuo estaba comprometido. En la actualidad a nadie se
le ocurre decir a la cajera del gran centro comercial: «Mañana se lo pago, por
favor, apúntelo». Se sabe que la única opción que el sistema admite es el
préstamo y este no se basa en la confianza, sino que se apoya en un aval (en
una nómina, en unas propiedades o en el respaldo del capital). Además, la
entidad financiera siempre cobra unos intereses; nada se fía, el préstamo
cuesta. Cuando una población no confía en sus instituciones y en sus políticos
la Democracia se tambalea. El sistema democrático está en crisis cuando los
ciudadanos piensan que la justicia no es igual para todos (no es justa), cuando
consideran que no todas las personas tienen igualdad de oportunidades y,
además, cuando perciben que los dirigentes se preocupan de sus intereses
particulares y de partido y no de procurar el bienestar general. Aquí es
oportuno recordar la definición de Democracia que se ha atribuido a W.
Churchill: «Es ese tipo de sociedad en la que si alguien llama a tu puerta a
las 5 de la madrugada, sólo puede ser el lechero»; es decir, en la sociedad
democrática el individuo puede sentirse seguro, confiar y dormir tranquilo. La
desconfianza en el pueblo vecino provoca que los países se armen, y cuando lo
hace uno ya se sabe que el movimiento es siempre en espiral: cuanto más se arma
un ejército más se arma el contrario, y junto a la carrera por acumular más
armas que el otro, se incrementa el miedo y el odio, y el peligro. La historia
así lo atestigua. Nuestra biografía nos condiciona. Las experiencias anteriores
hacen que estemos confiados o que, por el contrario, seamos recelosos. Cuando
iniciamos una relación interpersonal no partimos de cero, el pasado nos
influye. El que ha sido engañado anteriormente se acercará al otro con temor,
quien ha vivido la honestidad establecerá relaciones más generosas. También es
posible que el defraudado reaccione siendo especialmente cuidadoso y exigiendo,
a los demás y a sí mismo, un comportamiento impecable. En cualquier caso, la
secuencia del encuentro con el otro es siempre la misma: al inicio nuestras
defensas están puestas, hablamos de lo intrascendente, de lo admitido por
todos; tomamos precauciones y apenas mostramos cómo somos, cuáles son nuestros
problemas y qué sentimos; nos movemos en un plano superficial. En un segundo
momento, si nuestras expectativas se van cumpliendo, empezamos a bajar nuestras
barreras y mostramos más de nosotros, damos paso a comunicar nuestra intimidad.
La confianza se gana y se pierde; mejor dicho, se gana poco a poco y se pierde
con rapidez, y cuando se ha roto es difícil de restablecer. La confianza
implica reciprocidad. Vamos depositando nuestra confianza en el otro al
comprobar que no somos defraudados y, al mismo tiempo, porque experimentamos
que también somos objeto de confianza. Esperamos, porque estamos convencidos de
que vamos a recibir. Damos, porque a nosotros nos han dado. El egoísta, el que
sólo pide, el que recibe y nunca da, acaba con la relación. Cuando se establece
una relación de mutua confianza se está firmando un pacto y quien lo incumple
hace fraude; la estafa es especialmente grave cuando uno se aprovecha de que el
otro confía. La confianza hay que saber administrarla, y es complicado. En
primer lugar, tenemos que ganarnos la confianza de los otros y, en segundo
término, no podemos pretender que todo el mundo se fíe de nosotros. También
sabemos que, desgraciadamente, no podemos confiar en todo el mundo, que esa
actitud no es prudente, que la dura realidad nos dice que hay que tomar
precauciones. Además, si nos 'abrimos', si depositamos nuestra esperanza en el
otro, de alguna forma le convertimos en deudor nuestro, esperamos de él su
comprensión y a veces una respuesta equivalente, pero puede ocurrir que la otra
persona no quiera establecer una relación tan estrecha. No debemos pasarnos ni
quedarnos cortos. Las relaciones humanas son complejas. La falta de lealtad y
el individualismo egoísta deterioran las relaciones humanas, y entonces se
instala la desconfianza y la vida en sociedad se vuelve más triste y dura.
Estaría bien que entre todos lográsemos que no se convierta en un signo de
nuestro tiempo. Cuando el homínido dejó el árbol y se adentró en un medio
desconocido y lleno de peligros encontró en la asociación con otros miembros de
su especie la forma de no perecer.
Tomado
de El Diario Montañés