Ecología
integral: ¿Qué me dice mi cuerpo?
Mi cuerpo: memoria viva acumulada
de toda la historia evolutiva .
Colaboración de Manuel Gonzalo
Si
lo miro desde una sensibilidad integralmente ecológica, veo que mi cuerpo lleva
el registro de una historia muy larga, ancestral. Cada parte del mismo ha
aparecido hace millones de años... en otra especie. Veamos, «recordemos».
Tomo conciencia en primer lugar de que hubo un tiempo en que sólo existían protones, neutrones y electrones. Con el paso del tiempo pasarían a agruparse en organismos vivos y que un día formarían mi cuerpo. Sé que los átomos que forman ahora mi cuerpo tienen millones de años de existencia y antes han sido parte de otros seres, tanto animados como inanimados. El planeta está formado por la misma materia y son precisamente los átomos de esa materia los que son empleados en la elaboración de los seres vivos. Por eso en mí hay átomos que antes estuvieron presentes quizá en montañas, en invertebrados, en colibríes, en dinosaurios, en aves que sobrevolaron montañas, en peces que atravesaron océanos... y también en otros humanos. Pero ahora forman la originalidad que soy yo. Siento ese continuo entrar y salir de átomos en mí. Por eso me siento interdependiente y en comunión con toda la materia. Un día mis células se descompondrán y mis átomos pasarán a formar parte de un pez, de un trigo, de una araucaria. Volverán a la Tierra.
Desde
el origen de la vida
El
hecho de que mi cuerpo esté vivo me hace pensar en el origen de la vida. Me
enseñaron que yo comencé a vivir el día que nací. Bien sé que la primera célula
viva mía, la célula huevo zigoto, fue pura continuidad de la vida fundida de
las células vivas de mi padre y de mi madre. Yo no comencé de cero; la más
mínima interrupción habría dado al traste con mi posibilidad de venir yo a la
vida. Entre mi persona, mis padres, abuelos, tatarabuelos... hay un hilo
ininterrumpido de vida que me une a todos mis ancestros. Después de Darwin,
sabemos que esa continuidad llega hasta la primera célula viviente, aquellos
aminoácidos que por primera vez sintieron un calambre de sinergia que los hizo
constituirse misteriosamente en una unidad viva. Aquella primera “célula”,
Aries, es la abuela ancestral de todos los seres vivos que hay en este planeta.
Mi vida se remonta ininterrumpidamente hasta ella.
La primera célula que surgió contenía propiedades que no estaban presentes en sus componentes separados, tales como la habilidad de reproducirse, de adquirir energía de su entorno, de relacionarse con el medio ambiente, de mantener una cierta estabilidad y de auto organizarse. Se trata de encuentros que han hecho nacer algo con capacidad de construirse a sí mismo. ¡ La vida es algo increíble!: aparece como un nuevo nivel y presenta propiedades originales. Pero, a su vez, se basa en un nivel molecular y no viviente. La biología descansa sobre la química y las leyes físicas.
Durante
1500 millones de años se multiplicó Aries, todavía como células procariotas,
hasta que, dando un salto cualitativo inimaginable, la vida pasó a adoptar la forma
eucariota, con núcleo: yo también me beneficié de esa novedad: todas mis
células siguen teniendo núcleo.
Aquel
invento fue grandioso: cada célula comenzó a guardar en su núcleo la
información correspondiente a su forma de vida, sus procesos de alimentación,
sus metabolismos, sus pautas de reproducción. Todas utilizaron el mismo
alfabeto del ADN para guardar esa información genética. Todavía hoy mis células
–y las de todos los seres vivos actuales – seguimos utilizando aquel mismo
alfabeto del que la vida se dotó hace unos 2.000 millones de años.
Organismos
multicelulares
Aparecieron
por fin los organismos multicelulares y más tarde los grandes organismos. Todos
en el agua. Allí comenzó la vida. Y allí siguen naciendo la mayor parte de los
organismos, en el líquido amniótico, como yo mismo. Toda la vida se desarrolló
en el mar, hasta que un «pez óseo» desarrolló unas aletas duras con las que se
aventuró a conquistar la tierra. Mis pulmones me recuerdan ese paso que la vida
dio del mar a la tierra, del agua al aire. Fue difícil. La atmósfera tenía
pocas moléculas de oxígeno. Estoy agradecido a las algas verdes que produjeron
como ‘desecho’ el oxígeno que hoy respiramos, transformando la atmósfera hasta
darle un 21% de oxígeno. (Hoy sé que si tuviera un poco más, se incendiarían
los bosques). Cuando observo una rana la admiro: ¡saliste y triunfaste! En
realidad, yo, con mis pulmones, heredo y me beneficio también de ese mismo
triunfo logrado por la vida gracias a esos peces arriesgados.
Ya
en tierra, sus aletas óseas se convirtieron en patas para caminar, luego en
pezuñas, más tarde en garras... Mis manos, con su pulgar oponible, me hablan de
los tiempos en los que unas garras primitivas servían a mis ancestros
arborícolas para desplazarse entre los árboles agarrándose a las ramas.
Poco a poco mis dedos aprendieron a manipular piedras, a construir las primeras herramientas, a pulirlas y afinarlas. Con el tiempo vendrían la polea, la ventana, el libro, el toldo, el lápiz, el pincel, el reloj, el muelle, el pastillero, la agenda... Mis manos han llegado a ser manos de artistas, pintoras, pianistas, cirujanas, escultoras... ¡aquellas aletas óseas!
Mis
ojos captan imágenes, pero no son un invento de mi especie. La naturaleza ha
ido intentando mejorar este invento. Los
primitivos peces desarrollaron unas
células en su parte delantera que les permitía distinguir el resplandor del día
de las sombras de la noche. Los órganos de la visión se fueron desarrollando a
lo largo de miles de millones de años y hoy hay tipos diferentes de ojos. Los
ojos humanos no son los mejores: los hay mucho más capaces (las abejas ven la
luz ultravioleta que nosotros no vemos), más afinados (la vista de los linces),
más agudos. Heredamos el sistema visual que se desarrolló desde los primeros
primates. De todas formas, por mi capacidad admirativa, no dejo de ser el
Universo mismo convertido en ojo que observa la larga historia que lo
gestó.
Fue
ya en tiempo de los primates que la vida alcanzó el bipedismo. Caminar de pie
nos transformó:cambió nuestras manos, redujo nuestro hocico, agrandó nuestro
cráneo y aumentó nuestra encefalización.
Y
ahí, el cerebro me sorprende especialmente, porque no tengo uno, sino tres...
En la parte más antigua, como en el «casco viejo» de mi cráneo, tengo un
cerebro como el de los reptiles, que intenta comandar los instintos primarios:
hambre, violencia, defensa, agresividad, sexualidad... Rodeándolo, tengo el
cerebro límbico, que la vida logró formar con los mamíferos, que trajeron la
novedad del afecto, la caricia, el lamer, el cuidado materno lleno de ternura
para las crías. Llevo en mí esos dos cerebros, pero el género homo –que incluye
muchas especies, entre ellas la mía, sapiens–, los ha rodeado de un tercer
cerebro, el córtex, la corteza cerebral, capaz del pensamiento abstracto, formal, reflexivo y
del lenguaje, por el que ponemos nombre a todo, empalabramos el mundo y lo
convertimos en pensamiento compartiéndolo con los otros.
Toda
la memoria de la vida registrada en mi cuerpo
Tan
relacionado con la evolución de la vida, mi cuerpo me indica que no fuimos
pensados con un diseño nuevo, partiendo de cero, especial para nosotros, sino
que somos el resultado, la suma de conquistas que la Comunidad de la Vida en
este planeta ha ido logrando trabajosamente a lo largo de varios miles de
millones de años. En mi cuerpo están la primera creatividad de la vida
acuática, el triunfo de los reptiles que conquistaron la tierra, la ternura
afectiva que los mamíferos descubrieron, sistemas biológicos y metabolismos
exitosos que se han ido acumulando y guardando como una herencia biológica
totalmente gratuita que nos constituye: ¡somos un puro don gratuito de la Vida
de este planeta! Nuestro cuerpo lo testimonia.
En
fin, ésta es una forma de mirar nuestro cuerpo con una visión de “ecología integral”. Con ella se puede
ver todo de modo diferente. Y merece la pena.