Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

18 de noviembre de 2021

Jesuitas y sus huellas dejadas en El Salvador

 

El Salvador, Tierra Santa de mártires y de Evangelio: A los treinta y dos años del asesinato de los jesuitas

"Tenemos que seguir haciendo la misma teología que ellos hicieron, la teología de la liberación, mientras haya pobres"


Treinta y dos años de la matanza de la UCA

Son ya treinta y dos los aniversarios que hemos compartido, desde aquel primer trágico 16 de noviembre. La matanza de la UCA tuvo el mismo responsable que tienen todos los pobres de la tierra: el poder y el dinero

Los jesuitas y la UCA representaban una manera diferente de hacer teología y de hacer Iglesia. Su manera de leer la Biblia era lo que molestaba a los poderosos

Lo más triste sin duda fue que la propia Iglesia, que supuestamente sigue a Jesús, no ha sido capaz de leer así el evangelio, y por eso condenó duramente ese modo de hacer teología

Después de 32 años tenemos que seguir defendiendo lo que los jesuitas de la UCA defendieron, y Por eso la Iglesia no puede estar callada

Gracias Ignacio Ellacuría, gracias Nacho Martín Baró, gracias Segundo Montes, gracias Armando López Quintana, gracias Juan Ramón Moreno, gracias Julia Elba, gracias Celina

15.11.2021 | Javier Sánchez González, capellán cárcel de Navalcarnero

Celebramos un 16 de noviembre más, y con este son ya treinta y dos los aniversarios que hemos compartido, desde aquel primer trágico 16 de noviembre en la UCA, cuando una banda de sicarios, apoyados por el ejército salvadoreño y auspiciados por Estados Unidos, asesinaron a toda la comunidad de jesuitas, a la señora que los cuidaba y a su hija. Y como cada 16 de noviembre, no solo recordamos a estos hermanos nuestros, asesinados, sino que en el fondo recordamos a todos los mártires de El Salvador, y a esta querida Tierra Santa salvadoreña.

Porque ciertamente, El Salvador es Tierra Santa, precisamente por ser tierra de mártires. Sus calles, sus montañas, sus casas y sobre todo su gente, son especiales; han sufrido de modo especial el peso de la injusticia y la humillación, pero a la vez han experimentado el gozo que supone vivir la vida, dándola en pro de algo mejor, buscando un bienestar mejor para cada uno.


Todavía recuerdo cuando llegué a Arcatao, un pequeño pueblo cercano a Chalatenango , y al celebrar allí mi primera Eucaristía hablé de El Salvador como de “Tierra Santa”. Y fue un laico, responsable de una de las comunidades bíblicas del pueblo el que, con un rostro especial de emoción que jamás olvidaré me dijo: “Entonces yo vivo en la Tierra Santa, y hasta ahora no había sido consciente de ello. Gracias por decírmelo, y por sentirme especialmente orgulloso de vivir aquí”. Siempre diré que al escuchar esas palabras, yo también me llené de emoción porque “Chalate” (como cariñosamente conocen allí a Chalatenango), fue una zona especialmente machacada por el ejército durante la guerra.

En Chalate rara es la casa y la familia que no tiene asesinados y mártires de la guerra; pero rara es también la casa, por muy pobre que sea, que no tiene una imagen del Monseñor Romero, y todos te cuentan que el Santo pasó por allí, que estuvo tomando “cafecito” en su casa, y que era “un obispo de los de abajo”.

Si todo el Salvador es tierra de mártires, Tierra Santa, Chalate, al norte del país y fronteriza con el sur de Honduras, sin duda que mucho más. En sus calles, en sus “cantones” hay heridas profundas de la guerra, hay mucho sufrimiento pero también mucha vida, mucha esperanza y mucha fe en el Dios de la vida, en el Dios liberador que llevan en su corazón y en sus familias. El 16 de noviembre de 1989 las balas asesinas del ejército mataron a siete inocentes, pero no pudieron ni podrán matar ni la alegría del pueblo salvadoreño ni la lucha en favor de la justicia.



Cuando cayó asesinado Rutilio Grande ( que ahora, el 22 de enero va a ser por fin beatificado), y después San Romero de América ( como desde el principio lo bautizó el otro gran santo de América latina, San Pedro Casaldáliga), nadie podía imaginar lo que después iba a suceder en aquellos doce años de guerra civil fraticida. San Romero la predijo la víspera de su asesinato, y no se equivocó. En aquella guerra murieron miles de salvadoreños, simplemente por ser pobres y por querer defender una justicia social, por querer reivindicar pan para todos.

En aquella mañana de noviembre, cuando Obdulio fue a la UCA, a la comunidad de los jesuitas, no podía suponer lo que después vería: los cuerpos de los jesuitas, de su mujer y de su hija, ensangrentados y tirados por el suelo, no podía imaginar que la crueldad del ejército y del poder establecido, podría llegar a tanto. Porque la matanza de la UCA tuvo el mismo responsable que tienen todos los pobres de la tierra: el poder y el dinero. El mismo poder que mató a Jesús de Nazaret y que sigue haciendo que millones de seres humanos sigan muriendo por la injusticia y por la opresión.

Los jesuitas molestaban al poder establecido, lo que decían y hacían era peligroso, y por eso el poder los mató. Y eso no es hacer política de partidos, derecha e izquierda, porque la política de los jesuitas era la defensa del pobre y del marginado, como dice San Pedro Casaldáliga en su padrenuestro “padrenuestro del pobre y del marginado”. Aunque es evidente que hacían política, porque para comprometerse con los pobres hay que hacer política y hay que jugársela por ellos. Y esa política no puede hacerse desde el poder, no puede hacerse desde arriba, sino desde abajo. De ahí que los tacharan de comunistas, como también tacharon de eso mismo a Monseñor Romero, y como podrían tachar a Jesús de Nazaret. Porque todo el que defiende al débil, es tachado de lo mismo.

Francisco

Incluso la misma Iglesia, desde su poder, en ocasiones, siempre defiende al poder. Y por eso tuvo que venir desde un continente pobre y marginado, machacado y humillado durante siglos, un papa que ha tenido la valentía de canonizar al obispo que murió mientras celebraba la Eucaristía y que va a beatificar próximamente a Rutilio Grande.

Ese mismo papa que es también tachado de comunista y de anticristo. Porque ciertamente, ante el poder nadie se puede resistir, aunque el amor y la causa del Reino es más fuerte que ese poder. “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, que decía Monseñor Romero, y ciertamente así es y será, porque su vida, su legado, su proyecto de fraternidad sigue vivo en cada rincón y en cada casa pobre, de cada campesino y campesina salvadoreña.

La guerra salvadoreña tuvo un antes y un después de la matanza de la UCA, sus vidas truncadas, su sangre derramada en el jardín de la universidad, no fue en vano, sino que hizo posible que la guerra fuera llegando a su fin. La entrega de esta familia, como Jon Sobrino dijo nada más enterarse de lo sucedido, sin duda que conmocionó al mundo, y el poder del ejército tuvo que empezar a claudicar.

En palabras del entonces presidente salvadoreño, Alfredo Cristiani, “no sabían nada de que iba a producirse la masacre”; y sin embargo, todo el mundo apunta a la complicidad del mismo expresidente salvadoreño, con la derecha y el ejército salvadoreño, apoyado por el otro gran ejército poderoso y anti-evangélico, el ejército americano. Y es que además, sobre el terreno, y desde un punto de vista práctico, era imposible que el ejército salvadoreño no pudiera enterarse de lo que pasó aquella noche, porque el cuartel general militar salvadoreño está situado justo enfrente de la UCA, separado por apenas una avenida. Y además, San Salvador, estaba en aquel momento en plena ofensiva del ejército. No podían saber nada de la masacre a no ser que fuera por una única razón: porque estaban ellos mismos implicados en la matanza, no solo como cómplices sino como autores materiales de ella.


La matanza de los jesuitas, como la de Rutilio, como la de Monseñor Romero, y como la de miles y miles de campesinos y campesinas fue decidida en el cuartel general salvadoreño y tele dirigida desde los propios Estados Unidos: fue llevada a cabo por una banda de sicarios a sueldo, a los que solo les importaba el dinero.

Treinta y dos años después, seguimos celebrando este acontecimiento, con esperanza, con ilusión, pero a la vez con tristeza, y por qué no, también en ocasiones con rabia. Esperanza e ilusión porque no pudieron acabar con la vida de estos mártires, porque su vida sigue siendo germen de vida para todos; tristeza y rabia primero por su pérdida, y segundo porque los autores de la matanza continúan sin enfrentarse a la justicia, aunque es verdad que hace poco más de un año, el juicio se reabrió en la Audiencia Nacional española, y fue condenado uno de sus autores materiales. Quizás habría que haber condenado a todo el ejército salvadoreño y a todo el ejército yanqui, porque ambos fueron cómplices de lo sucedido.

Los jesuitas y la UCA representaban una manera diferente de hacer teología y de hacer Iglesia. Ellos abogaban por una Iglesia de los pobres y para los pobres, arrancando su reflexión de la “Teología de la liberación”, en plena ebullición en aquellos momentos. Una Teología que parte del texto del libro del Exodo, que dice: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores y conozco sus angustias…. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí. He visto también la opresión a que los egipcios los someten” (Ex 3,7. 9).


Ese clamor, y esas voces afligidas por el martirio y la opresión en Egipto que oyó el mismo Dios y que hizo posible la liberación del pueblo, a través de Moisés, fue el mismo clamor que oyeron los jesuitas de la UCA y que también les hacía sentirse enviados, como Moisés, a liberar al pueblo salvadoreño. Pero el faraón, el ejército salvadoreño, continuaba masacrando al pueblo y haciendo que las calles, que las cunetas y que las casas se llenaran de sangre inocente.

Esa manera de leer la Biblia, esa manera especial de entender el mensaje del Evangelio era lo que molestaba a los poderosos y por eso decidieron darles muerte, su único delito, la única causa de su asesinato fue su amor incontestable a los pobres. Los jesuitas cometieron ese delito: enamorarse profundamente de los pobres y decirles que Dios no consentía ni quería su pobreza, que la voluntad de Dios es que todos podamos ser felices y disfrutar de la riqueza por igual. Que Dios no quiere pobres y que está en contra de la pobreza y la opresión.

En palabras de Monseñor Romero: “No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices” (Homilía 10 de septiembre de 1978). Dios abomina la pobreza cuando no es fruto del compartir con el hermano necesitado. Todos tenemos derecho a lo mismo. Los jesuitas de la UCA, Monseñor Romero, Rutilio Grande, las religiosas estadounidenses, y miles de campesinos, leyeron el evangelio en una clave distinta, y esa clave les llevó a la muerte o a la conquista de la vida definitiva. Su asesinato fue sin duda “crónica de una muerte anunciada”, como lo fue la del mártir Jesús de Nazaret.

Y lo más triste sin duda fue que la propia Iglesia, que supuestamente sigue a Jesús, no ha sido capaz de leer así el evangelio, y por eso condenó duramente ese modo de hacer teología, quizás porque esa Iglesia era y es, en muchas ocasiones, cómplice de injusticias y de opresiones. Quizás porque esa Iglesia del poder y de los títulos y vanaglorias es la misma que no entiende a Jesús ni al Evangelio, y que se parece más al Sanedrín y a los sumos sacerdotes del tiempo. Una Iglesia, que como dice también Gaillot, “no sirve y por eso no sirve para nada”.



Esa Iglesia es la que tampoco ha entendido a estos mártires hasta que un papa, nacido justamente en tierras de opresión y marginación, ha sido capaz de resucitar a todos estos mártires. Ciertamente, ellos no necesitaban ese reconocimiento porque ya lo tenían por parte del pueblo; el pueblo salvadoreño ya los ha hecho santos a todos, pero sí ha supuesto un buen aldabonazo para muchos sectores de Iglesia, el reconocimiento oficial de parte de la Iglesia institución.

“Cuando doy pan a un pobre, dicen que soy un santo. Cuando pregunto por qué el pobre no tiene pan me llaman comunista”, que decía Monseñor Helder Cámara. Y eso es lo que hacían los jesuitas preguntar por qué en El Salvador no todos podían comer, preguntar por qué no todos tenían derecho a vivir con la misma dignidad. Esa pregunta y su actuar, les llevo al martirio, a derramar la sangre por el pueblo. Pero su familia, su pueblo, después de 32 años les sigue no solo recordando, sino teniendo presente en su corazón, en sus calles y en sus casas.

Como cada año asistiremos a “la procesión de farolillos”, en su memoria, por todo el recinto de la universidad. Y seguiremos siendo muchos los que honraremos su vida y muerte entregada. “Han matado a mi familia”, que decía Jon Sobrino (que a pesar de ser uno de los elegidos para la matanza, se salvó de manera milagrosa porque no se encontraba esos días en la UCA); pero la familia de Jon y la familia de todos los que creemos en una Iglesia distinta al estilo del Reino, al estilo de Jesús de Nazaret, sigue presente y siga viva en cada casa y en cada corazón salvadoreño. Porque esa entrega no termina.


Hoy después de treinta y dos años continua la injustica y la pobreza en este pequeño y martirizado país. Y por eso, los jesuitas, y su herencia siguen vivos. Tenemos que seguir haciendo la misma teología que ellos hicieron, la teología de la liberación no ha muerto, porque, como también dice Jon Sobrino “mientras haya pobres, no se puede dejar de hacer teología de la liberación”. Mientras haya pobres no podemos bajar la guardia, no podemos dejar de leer el Evangelio y la vida, en la misma clave del Exodo. Tenemos que seguir oyendo el clamor y los quejidos del pueblo. Y por desgracia, en El Salvador, hay todavía muchas personas que se siguen quejando, que siguen clamando justicia.

Después de 32 años tenemos que seguir defendiendo lo que los jesuitas de la UCA defendieron, y además hacerlo en nombre del Dios de la vida, y de los pobres crucificados salvadoreños y salvadoreñas, que siguen martirizados por la opresión y la injusticia. Por eso la Iglesia no puede estar callada, tiene que seguir también gritando y luchando en su favor.

Que la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús de Nazaret siga haciendo posible la resurrección en el pueblo de El Salvador, que la matanza de la UCA no quede impune, y solo dejará de estar impune si nosotros ahora, como Iglesia, cogemos su antorcha y seguimos sus pasos.

Gracias Ignacio Ellacuría, gracias Nacho Martín Baró, gracias Segundo Montes, gracias Armando López Quintana, gracias Juan Ramón Moreno, gracias Julia Elba, gracias Celina, gracias por vuestro testimonio cristiano y humano de compromiso en favor de los pobres, gracias por vivir y morir desde tomaros en serio el Evangelio. El Dios de la vida os mantiene siempre vivos y a nuestro lado. El pueblo salvadoreño se une un año más a esta acción de gracias y la Iglesia de Jesús de Nazaret también.


Gracias mártires salvadoreños, gracias Monseñor Romero, Rutilio Grande, religiosas americanas, campesinos y campesinas del pueblo. Dios en Jesús os sigue dando las gracias: “Te doy gracias Padre, Señor de cielo y tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla “( Mt 11, 25). Entre esos sencillos estáis vosotros y todos los que cada día hacen creíble con su testimonio el Evangelio y el Reino de Dios, porque el que Jesús vivió, lo asesinaron y resucitó, como lo hicieron con vosotros.


Tomado de Religión Digital