Opinión Anna
Seguí ocd : "No reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres
al sacerdocio es un pecado contra el Espíritu Santo"
"Las
rejas no fueron iniciativa de las monjas, sino una imposición de la jerarquía
eclesiástica"
Sueño
con una Iglesia
"El
sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades claras en mí, pero la
controversia con el sistema eclesial también es patente y no pocas veces
disidente, no soy una ortodoxa"
"Creo
que estas dos realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas,
porque, si hay alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas,
desde el nacimiento hasta la cruz y resurrección, son las que intuyeron con más
agudeza la novedad de vida que Él ofrecía"
"Para
muestra de la fuerza de imposición y dominio por parte de la jerarquía sobre
las mujeres, es la clausura de las monjas de vida monástica-contemplativa. Las
rejas no fue iniciativa de las monjas, fue imposición de la jerarquía
eclesiástica"
"No reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres al sacerdocio en favor de las gentes, es un pecado contra las inspiraciones del Espíritu Santo, que es quien llama y envía. Esto ya no tiene justificación ni espera".
Hermanos y hermanas: En
primer lugar, deciros un amplio gracias, por vuestra invitación y confianza
puesta en mí. Creedme, he aceptado porque yo, esta confianza, la tengo también
puesta en vosotros, me siento parte integrante del grupo, en comunión,
comunicación y oración plena con todos.
El tema que se me ha
pedido, Mujer y Evangelio, me ha sido de mucho agrado, porque vivo
de lleno una vida para el Evangelio, como el mejor modo de vivir y de ser
mujer. Como puedo, y puedo poco, intento hacer de Jesús el centro de mi vida y
todo lo vivo referido a Él. Su humanidad alienta la mía, su modo de “pasar
haciendo el bien” (Hch 10,38) da sentido a mi hacer y proceder, su libertad, mi
libertad, su amor, mi amor, su perdón, mi reconciliación y fiesta. Al fin, como
dice Juan de la Cruz. “Amada en el Amado transformada”. Dios nos
lleva en un proceso transformador hasta el fin.
No podré dejar de
reflejar que, como mujer adherida a Jesús y de Iglesia, muchas cosas las vivo
en conflicto. El sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades claras
en mí, pero la controversia con el sistema eclesial también es patente y no
pocas veces disidente, no soy una ortodoxa. Pero miro a Jesús y me descansa
ver que Él tampoco fue un ortodoxo, también mantuvo una actitud controvertida
ante el poder del sanedrín y las autoridades judías, chocó frontalmente con lo
establecido y le valió la muerte en cruz. Sigo a Jesús porque su vida me
convence, porque abrió un camino de libertad, amor y confianza que me pone
seguridad. Porque me ha sostenido en mis muertes y me ha resucitado. Por esto y
mucho más, yo quiero ser testigo de Jesús, viviendo con Él y con los hermanos
una vida para el Evangelio. Y con este preámbulo comienzo el tema.
Mujer y
Evangelio
Creo que estas dos
realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas, porque, si hay
alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas, desde el nacimiento hasta la cruz y resurrección,
son las que intuyeron con más agudeza la novedad de vida que Él ofrecía. Junto
a Jesús se sintieron acogidas, curadas, perdonadas, amadas, interpeladas, hasta
hacerse seguidoras incondicionales de un hombre que no las condenaba ni las
discriminaba, a su lado se hallaron amadas, respetadas y favorecidas por Él.
Pero no quiero incidir
mucho en lo de “la mujer”, prefiero englobar el término humanidad, junto con
seguidores y seguidoras de Jesús, como inclusión de todos y todas, porque en
Jesús, todos y todas, recibimos la plena justicia del Reino. La
exclusión no viene por Él, sino de los varones del sistema patriarcal que, más
que atender al Evangelio, comienzan a mirar más los intereses de poder, dominio
y control, que la posibilidad de expansión del Reino por medio de las mujeres.
Cuando comienza la
institucionalización de la Iglesia, para los hombres pronto se hace intolerable
que la mujer tenga la misma posibilidad de palabra, puesto y acción que ellos. Así, durante el siglo segundo, se inicia una nueva
discriminación y exclusión. Hay una frase concreta en 1Co 14,34 que dice: “Las
mujeres deben guardar silencio en las reuniones de la iglesia, porque no les
está permitido hablar. Deben estar sometidas a sus esposos, como manda la ley
de Dios. Si quieren saber algo, que se lo pregunten a ellos en casa,
porque no está bien que una mujer hable en las reuniones de la iglesia”. Esto
es determinante para ver lo pronto que la mujer queda excluida del sistema que
se iba formando. Aunque los expertos dicen que esta frase no es de Pablo, sino
una interpolación tardía de los “paulinistas”, para reforzar sus teorías
patriarcales con la autoridad del apóstol. Pablo se valió de las mujeres para
crear comunidades, lo hacía con amplia libertad, no las excluye. Aunque también
fue cediendo a causa de los conflictos que empezaba a causar el protagonismo
femenino.
Añado también que no
debemos medir el seguimiento y los servicios en la comunidad eclesial desde el
sexo, hombre o mujer, sino desde la disponibilidad a ejercer los diferentes
carismas que el Espíritu Santo inspira en las personas, sea hombre o mujer,
para el servicio. Lo importante es la atención a las gentes e implantar la
verdad, bondad y belleza de una vida para el Evangelio. Lo decisivo es que
todos puedan conocer a Jesús y la vida que nos ofrece. “Ya no tiene importancia
el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo
Jesús, todos sois uno solo” (Gal 3,28). Hombre y mujer somos humanidad de
Cristo. Y llevamos siglos y milenios, sometidas las mujeres a esta
discriminación mantenida por las leyes y jerarquía eclesiástica. Esto no es de
Jesús, no del Evangelio, no es de Dios. Ser humanidad nueva, es fomentar la
integración de todos, no ser excluyentes. La vida del Reino que Jesús ha venido
a implantar es misericordia y justicia Dios.
En la sociedad del tiempo
de Jesús, la mujer era un ser
relegado a la custodia de los padres y, una vez casada, quedaba sometida al
marido. La vida pública no les estaba permitida y su sometimiento estaba
reglado hasta en la forma de vestir. Era obligatorio el velo en la cabeza y la
cara cubierta para no ser vista. A los doce años era considerada mayor y
casadera. El marido podía tener otras mujeres y pedir el divorcio, ella era
mujer de un solo marido y sin derecho a pedir divorcio. Si no tenía hijos, el
marido podía divorciarse y tomar otra mujer. Según la Ley, todo judío tenía que
subir a Jerusalén, para las mujeres no era necesario. Los evangelios relatan que
Jesús subió a Jerusalén acompañado por las mujeres y discípulos varones juntos.
Los niños aprendían a leer la Torá, las niñas no.
En el Templo había un
lugar reservado solo para las mujeres y solo escuchaban la liturgia sin
participación. Y para colmo, estaban etiquetadas de chismosas y mentirosas. Sin
embargo, Jesús no hizo caso de estas normas y se dejó acompañar por las
mujeres. Su relación con ellas fue de abierta naturalidad, dialogaba con ellas,
las curaba, las perdonaba, entraba en sus casas a hospedarse. Recriminó a los
hombres su actitud sobre al divorcio y dejó claro que el peor adulterio es la
perversión del corazón. Todas estas cosas ponían a las autoridades judías y
hombres de la ley en guardia contra Jesús por su atrevimiento y por cuestionar
las tradiciones y leyes.
Es muy significativa la
amistad de Jesús con María Magdalena.
Su relación con ella refleja un particular afecto, delicadeza y finura de
trato. Ella será la que inicie la vida nueva del Jesús resucitado. Mientras los
discípulos huyeron tras el arresto por miedo a los judíos, las mujeres
siguieron los acontecimientos de cerca, no le dejaron solo. El amor hace capaz
a las mujeres de permanecer al pie de la cruz. El amor las tiene en vilo para
ir temprano al sepulcro y hallarlo vacío. Surge el espanto, ¿qué han hecho con
el cuerpo?, ¿dónde lo han puesto? A la entrada del sepulcro hay oscuridad,
vacío y desconcierto. María llora, busca y espera. Cuando cree ver al hortelano
le pregunta si se lo ha llevado él. Jesús la llama: “¡María!”, ella se llena de
asombro, le reconoce y exclama: “¡Rabboni!, Maestro”.
Magdalena
A los pies del Resucitado
lo quiere apresar, pero Jesús le dice: “Suéltame”, para poder ser el amor humano-divino,
para que el amor dilate lo poco que has alcanzado y vislumbrado de mí. Las
migajas que has saboreado quieren ser pan que abastece la necesidad.
“Suéltame”, para que puedas contemplar a Dios y puedas así transformar el mundo
conmigo. No huyas del mundo, no le temas, no me busques fuera de él. Yo vivo
inmerso en él, yo amo este mundo, yo he venido por amor a redimirlo, hállame en
él, lo harás cuando me halles en ti y en los hermanos, cuando aprendas a
hallarme en todo.
Llamar Jesús por su
nombre a una mujer es darle identidad, dignidad, reconocimiento. Y en la
pronunciación del nombre, la humanidad entera queda llamada a reconocer a su
Señor, cada uno adivina y oye su nombre porque, en el nombre de “María” está
inscrito nuestro nombre, los nombres de toda la humanidad. Los hijos e hijas de
Dios hemos sido llamados a hacer expansivo el mensaje de la salvación hasta los
confines de la tierra. Ha nacido la misión. Hemos visto al Resucitado y hemos
creído en Él. No se trata de un tocar y palpar físicamente. La vida de fe tiene
ojos interiores, otra mirada, otra luz, otra manera de ver y entender. El
Resucitado es la vida nueva que todo lo ilumina. Todo va a ser diferente, la
humanidad irá de liberación en liberación, una libertad imparable que a todos pone
alas.
La fe de la Iglesia nace
del Jesús resucitado que se ha aparecido a sus discípulos. La fe en el Resucitado es afirmación de nuestra
propia resurrección. Hemos resucitado con Él, la fosa ha quedado vacía para
siempre, Jesús nos ha sacado de nuestros sepulcros de muerte, por delante es la
luz del Resucitado. Ya nadie va a morir. Somos los hijos e hijas de la Luz y la
vida, y Jesús nos ha sentado con Él junto al Padre, toso está cumplido. Estas
verdades de fe son ya realidad aquí y ahora. El cielo ha comenzado en este
suelo. Somos los libertados, nadie está por encima de nadie. Todos recibimos el
hálito del Espíritu Santo, que nos llena de Dios mismo. Ha comenzado el tiempo
de la comunidad y la fraternidad que nos iguala a todos.
Las mujeres a lo largo de
la historia de la Iglesia
A vista de pájaro vemos
que Jesús, además del grupo de los Doce, se deja acompañar por las mujeres.
Tras la resurrección, comienza la misión y con los apóstoles, las mujeres son
testigo principal del anuncio. En Hechos de los apóstoles vemos la presencia de
mujeres como Prisca y Áquila, Lidia Trifena, Trifosa, Pérside. Febe y
Junia, como diaconisas, al frente de comunidades. Se reunían en sus casas,
rezaban y comían la cena del Señor. Pablo cita también a Lidia, Ninfa Evodia y
Síntique. Consta que hubo entre ellas diaconisas y profetas.
A lo largo de la
historia, las mujeres serán presencia principal en la transmisión de la fe a
las generaciones nuevas, en el hogar con los hijos, amigos y vecinos. Practican las obras de caridad asistiendo a los
necesitados. Sin embargo, dentro de la Iglesia, tanto las mujeres como el
pueblo de Dios, quedaron relegados a una simple asistencia de cumplimientos
sacramentales, ritos, catequesis, sin implicación en puestos de gobierno,
porque todo fue pasando a manos del clero que, entre religiosos, curas y
monjes, lo clerical creció como un gran ejército, quedando las mujeres y el
laicado al margen de todo. Bajo un imperio cada vez más poderoso y controlador.
Durante la Edad Media fue
impresionante la gran obra de las beguinas.
Estas mujeres seglares fueron capaces de organizarse y adquirir una autonomía
propia que se expandió por toda Europa, llegando a ser más de un millón. Esa
autonomía era un reclamo para las jóvenes de su tiempo, porque les permitía una
libertad de la que no gozaban en sus casas ni en la sociedad. Tanto los
edificios como la labor humanitaria emprendida, fue todo iniciativa de ellas.
Asistían a enfermos y a los pobres, enseñaban a leer y escribir a los niños. Su
actividad era una auténtica caridad cristiana. Era también lugar de encuentro
de algunos clérigos que se acogían a su formación intelectual y a la
comunicación y acompañamiento de almas. Trabajaban para mantenerse, cultivaban
la formación y la vida de oración. Las hubo muy cultas. Admirable fue la obra
de Margarita Porete, con su libro El espejo de las almas simples, un auténtico
libro de mística, que le valió ser llevada a la hoguera, condenada por las
autoridades eclesiásticas.
Y como siempre ha
sucedido a lo largo de la historia con toda obra emprendida por mujeres, pronto
fue controlada por la jerarquía eclesial, que no miraba con buenos ojos aquella
propagación y autonomía que tenían y que iba en aumento. Finalmente fueron
sometidas por las autoridades que las dispersaron encerrándolas en conventos. En
la vida monástica y contemplativa, muchas fueron las que destacaron en la
promoción de las mujeres cultivando lo intelectual, lo artístico, la vida
común, el trabajo. Gran ejemplo fue Hildegarda de Bigen, escritora
de libros de medicina y de mística. Clara de Asís, destaca por ser
la primera mujer que escribió una Regla para conservar la obra de su hermano y
amigo Francisco de Asís. Los escritos de Santa Teresa de Jesús,
primera mujer que fundó una orden de religiosos.
Para muestra de la fuerza
de imposición y dominio por parte de la jerarquía sobre las mujeres, es la
clausura de las monjas de vida monástica-contemplativa. Las rejas no fue
iniciativa de las monjas, fue imposición de la jerarquía eclesiástica. Las rejas, digámoslo claro, no forman parte del
carisma que el Espíritu Santo ha inspirado a los fundadores-as. Fue un
proteccionismo a las mujeres, siempre tratadas y miradas con recelo, como carne
de pecado. Que a decir de santa Teresa: “No lo creo yo, Señor, de vuestra
bondad y justicia que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que –como
son hijos de Adán, y en fin todos varones- no hay virtud de mujer que no tengan
por sospechosa.
Teresa de Jesús
Y añade la Santa en este
mismo párrafo: veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos
virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Todo esto de las rejas en la
clausura, surgió ya en tiempos de Bonifacio VIII, en la Edad Media, que abonó
el terreno para llevarla, con el paso del tiempo, a rigores extremos, sin
contar nunca con las mujeres que la iban a vivir. A nosotras se nos ha
impuesto acatar y callar, subordinación pasiva. Bien se ha dicho y reconocido
que tales normas, jamás habrían logrado imponerlas a los varones monjes.
Las rejas y el velo son
dos realidades impuestas. Sobre el velo
dice R. Aguirre: “El velo es lo que esconde, protege, oculta, hace públicamente
invisible. Se ha asociado siempre en las antiguas culturas orientales con el
silencio, anonimato y modestia, que corresponden a las mujeres. En la cultura
cristiana han sido sobre todo las monjas quienes han personificado esta imagen
de la mujer. Aun hoy “tomar el velo” sirve para expresar la entrada en la vida
religiosa. En tiempos muy diferentes, movimientos de mujeres han visto en el
velo el símbolo de lo que se opone a su desarrollo como persona. Las religiosas
que han llevado tanto tiempo el velo de forma silenciosa y sumisa, cuestionan
ahora el hábito y la forma de vestir. Y cuentan con la oposición, bien
patriarcal por cierto, de superiores eclesiásticos varones. No son pequeñeces,
pues tienen gran valor simbólico y, en el fondo -entre otras cosas-, plantean
el derecho de la mujer a su autodeterminación y emancipación”.
Queda claro que, a lo
largo de la historia, las mujeres, por difícil que se lo pusieron, insistieron
y persistieron en promocionarse, pero fue privilegio de muy pocas. Hoy,
en el siglo XXI, la exclusión de la mujer en la Iglesia no queda atenuada por
los puestos de responsabilidad que el Papa Francisco ha ido otorgándonos.
Solo el pleno reconocimiento de igualdad entre varón y mujer como hijos e hijas
de Dios, hará justicia a dos mil años de silencio impuesto y exclusión
injustificada hacia las mujeres. No reconocer y aceptar la llamada vocacional
de las mujeres al sacerdocio en favor de las gentes, es un pecado contra las
inspiraciones del Espíritu Santo, que es quien llama y envía. Esto ya no tiene
justificación ni espera.
Una desobediencia
responsable -por parte de las mujeres- puede ser tomar el “robo” que nos ha
sido “robado” por milenios, que es nuestra realidad sacerdotal, y comenzar en
pequeños grupos a ser celebradoras de eucaristía compartida. Lo que es propio de todo bautizado tiene que
aplicarse ampliamente y no ser reducido a una élite privilegiada y aparte de
solo varones. Ya no. Ahora, cuando parece que la jerarquía quiere negociar con
nosotras el puesto de la mujer en la Iglesia, es importante “no dejarnos vender
por un plato de lentejas”. Vamos por el todo en el reconocimiento de la
igualdad. Ya no es tiempo de medianías.
Atrevernos a desafiar el
sistema es saber decir: NO ES NO. No se trata de hacer una Iglesia gueto, es
abrir una posibilidad nueva, que lleva siglos encarcelada. Abrir las puertas a Cristo es hoy abrir las puertas
a las mujeres con rostro del Jesús terreno-crucificado-resucitado. Abrir este
camino nuevo, caminarlo ejerciendo nuestras convicciones interiores, iluminadas
por el Espíritu Santo es profecía, reto y tarea. Y no temer a nadie, no
renunciar a nosotras mismas en el Dios que nos vive: “No les tengas miedo que
si no, yo te meteré miedo de ellos” (Jr 1,17). Frente a los poderes
totalitarios, la justicia de Dios acaba imponiéndose con carácter libertador,
salvador y humanizador. Dios ya ha escuchado nuestro gemido y sale a
libertarnos. Es tiempo de esperanza. Todo poder faraónico sucumbirá. Y asumir
también que, toda liberación, lleva un recorrido: atravesar el desierto. La
desolación se tornará alegría y fiesta. Salir de Egipto, Moisés y el pueblo,
fue un recorrido que duró años. Pero no volvieron atrás. ¡No volveros atrás!
Evangelios y cristianismo
Jesús fue un ciudadano de
pueblo y un simple laico, no fue un intelectual ni un profesional de la Ley,
Jesús fue un maestro en la dinámica del amor, la misericordia y el perdón. No
conoció los evangelios, no escribió nada sobre sí mismo, ni sobre su
predicación. Pero Él es el Evangelio, la Buena Nueva del Reino de Dios. Es más,
Jesús es todo el Reino de Dios vivido en plenitud humana. Jesús es la humanidad
de Dios entre nosotros y el modelo de ser humano, de vivir humanamente en este
mundo, habitado por la humanidad. Jesús no vino a implantar una doctrina. Él, a
la intemperie de la vida, abrió un camino de vida libertadora para todos, una
fraternidad y solidaridad que supera toda dominación de unos sobre los otros. Y
un camino que también lleva a la cruz: “El que quiera venir conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
El mejor regalo que Dios
ha hecho a la humanidad es Jesús.
En Él, Dios se ha dado a sí mismo, se ha rebajado a la condición humana para
que los humanos integremos nuestra humanidad al modo de la humanidad de Cristo.
Su humanidad diviniza la nuestra. En Jesús, Dios se revela encarnado, palpable,
frágil, menesteroso, humilde y pobre, se ha metido de lleno en nuestro barro
para curar nuestras heridas. Todo lo que podemos saber de Dios lo hallamos en
la vida, palabras, acciones, muerte y resurrección de Jesús. De Dios solo
podemos saber y conocer por lo que Jesús nos revela de sí mismo, Él nos lo da y
presenta como: “Abba, padre”. Pero Dios, siempre y en todos los tiempos de la
historia será el indecible, jamás lo podremos captar en nuestros esquemas de
conocimiento y comprensión. Dios nos excede. Solo Jesús es quien lo hace
asequible y conocible, al alcance de nuestra comprensión.
Los evangelios son la
fuente más fiable que tenemos para conocer al Jesús histórico. Son cuatro, y
cada uno de ellos recoge la tradición oral del Jesús terreno. Los tres
primeros, Marcos, Mateo y Lucas, son llamados sinópticos, por el parecido y
copiarse entre ellos. Juan es el más tardío y diferente en estilo y lenguaje.
El conjunto de los cuatro evangelios, presenta la visión que las diferentes
comunidades tienen de Jesús, cómo lo ven, cómo captan y viven su mensaje. Es
decir, la figura de Jesús no es uniforme, es tan plural como comunidades se van
formando y diciendo de Él. De alguna manera, cada Evangelio es la respuesta que
Jesús formuló a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos
decir que, también hoy, esta pregunta sigue siendo esencial para cada creyente
y para toda la Iglesia.
De la relación personal
que cada uno de nosotros establecemos con Jesús, surge la respuesta
personalizada del Tú a tú con Él.
Lo relacional es vital para aprender a vivir con libertad, dejándonos guiar por
el Espíritu y por la Palabra de Dios. Del conjunto de lo personal, surge lo
comunitario. Jesús es más rico desde la comunidad que desde lo particular de
cada uno. El conjunto de la comunidad lo engrandece. Ambas realidades son
complementarias, nada somos sin los otros. Jesús quiere que todos seamos uno:
“que todos sean uno, como tú padre en mí y yo en ti, que ellos también lo sean
en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). Hoy,
¿qué decimos nosotros sobre quién es Jesús?
Volviendo a los
evangelios, hay que tener claro que, tal y como los tenemos hoy, son el
resultado de un largo proceso que no acabaría hasta el siglo IV. Primero fueron
escritos sueltos que circulaban entre las comunidades y no eran los únicos.
Según el profesor Antonio Piñero, llegaron a circular 80 evangelios, como los
evangelios apócrifos que surgieron en los primeros siglos, pero no fueron
incluidos como canónicos. Estos escritos fueron sometidos a discernimiento
hasta quedar constituidos como canónicos los cuatro que la Iglesia aprobó. Esto
también fue una lucha de poder entre las diferentes corrientes cristianas que
se habían formado durante los primeros siglos.
Jesús no fundó el
cristianismo tal como se ha instituido.
El cristianismo es obra posterior a Jesús, e incluso posterior a los apóstoles,
porque cuando se escriben los evangelios, la mayoría de ellos ya habían muerto.
Es más, los apóstoles reciben el impacto resurreccional y, aquellas primeras
comunidades, todas judías, creyeron que la vuelta del Mesías glorificado sería
inmediata, y para nada se molestaron en recoger la tradición de sus enseñanzas.
Hasta el mismo Pablo lo creyó y esperó. Solo a medida que pasaba el tiempo y
Jesús no volvía con la inmediatez con que lo esperaban, empezaron a preocuparse
por ir recogiendo los testimonios orales de quienes le conocieron mientras
vivía.
Hoy se afirma que el
Evangelio más primigenio fue el de Marcos, junto con otro escrito conocido como
la Fuente Q. De alguna manera estas dos corrientes fueron las inspiradoras de
los evangelios de Mateo y Lucas, posteriores a Marcos. Se puede decir que Mateo
y Lucas son una copia de Marcos con algunos añadidos propios. El Evangelio de
Juan data de finales del siglo I y fue una obra controvertida que, tras muchos
debates, finalmente entró a formar parte del canon. En definitiva, los
evangelios y todo lo que fue y es Jesús, su vida, pasión, muerte y
resurrección, es ejemplaridad y signo de lo que hemos de ser, vivir y hacer.
Jesús ha venido a sacar a la luz nuestra verdad de hijos e hijas de Dios. Todo
lo que nos ata negativamente, Jesús lo quiere liberar. La libertad es
fundamental para cada ser humano y toda la humanidad. Todo pasa por Jesús, Él
es toda nuestra verdad, hemos de vivir espejados en Él. Nuestra conciencia ha
de ir confrontada con Jesús y su Evangelio. Jesús es todo lo que hay que creer,
y el Evangelio todo lo que hay que vivir, es nuestra manera de ser humanos.
Dice Jesús: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos/
Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Los cuatro evangelios son
el corazón de Dios vividos humanamente por Jesús. En una palabra, Jesús es el Evangelio, y su
preocupación fue establecer el Reino de Dios que con Él había llegado al mundo.
A todos ha sido ofrecido, todos estamos invitados a esta fiesta de Dios que
comienza en medio de la humanidad. En Jesús, Dios ha venido a decirnos que nos
ama, que somos libres y que nos quiere felices. Los evangelios forman parte de
la Escritura y son Palabra de Dios para nosotros, son Jesús mismo. El Evangelio
de Juan se inicia afirmando que “En el principio ya existía la palabra, la
palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios” (Jn 11,18). Jesús es la
Palabra existente junto a Dios y el Evangelio el proyecto de plenitud que Jesús
ofrece a todos. Nadie queda excluido en el plan salvador de Dios. La humanidad
es mirada a placer por Dios porque nos ama. En el corazón de Dios está acogida
la humanidad entera.
La vivencia que los
discípulos de Jesús -hombres y mujeres-, tuvieron con Él, fue determinante para
cambiar sus vidas. El Jesús terreno-crucificado-resucitado, marca en el grupo
de seguidores un modo de ser humano en este mundo, de entender y vivir la vida,
una manera de relacionarse con los demás y con la misma naturaleza, aquí todo
va de amor. Afirma Pablo: “El que es de cristo es una nueva criatura” (2Co
5,17). El amor será por siempre lo distintivo del seguidor de Cristo. Ser
cristiano significa amar y decirlo con la vida y vida compartida. “Conocerán
que sois discípulos míos si os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Y nosotros somos
seguidores de Jesús porque “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en Él” (1Jn 4,16). La palabra de Jesús es todo lo que el seguidor debe
escuchar, creer y vivir. Nuestra vocación es el amor y el perdón. No podemos ser
personas resentidas ante las situaciones de la vida. “Porque la ley del
Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de
la muerte” (Rm 8,2). Lo nuestro es “estad siempre alegres en el Señor” (Flp
4,4).
Cristo de las Ánimas
Hans Küng, define con
precisión y belleza lo que es ser cristiano,
dice: “No es cristiano el hombre que nada más procura vivir humanamente, o
socialmente, o hasta religiosamente. Cristiano es, ante todo, y solamente, el
que procura vivir su humanidad, socialidad y religiosidad a partir de Cristo”.
Y añade: “Lo distintivo del cristiano es Cristo mismo”. Y vivir referidos a
Cristo significa seguirle, imitarle en todas las cosas y dejarnos configurar
con Él. El camino a seguir es Cristo: “yo soy el camino la verdad y la vida”
(Jn 14,6). El cristianismo es más una realidad carismática-profética, que una
Institución eclesiástica que carga la vida de la Iglesia de normas, preceptos,
leyes, decretos, prohibiciones. Una estrechez que ahoga el aire del Espíritu
Santo y asfixia lo carismático. Gracia y libertad van unidas, es lo que libera,
no las leyes humanas. El cristiano ha de vivir confrontado con Jesús y su
Evangelio ¡nada más! En la Iglesia debe brillar lo carismático y la frescura
del Resucitado. Desafiar el sistema es una responsabilidad profética de todos.
La vida de fe de la
Iglesia debe encender un fuego sobre la tierra que haga sentir el gusto por
Cristo y su Evangelio. Gusto por la libertad de hijos e hijas de Dios, por la
unidad en una gran pluralidad de toda la cristiandad, no solo lo católico, sino
todos los que confiesan que Jesús es el Señor, un cristianismo que vive de
Cristo y su Evangelio. Y en nuestra mesa de la cena, guardar siempre un puesto para
los hombres y mujeres que quieran sentarse con nosotros a degustar, ni que sea
por un momento, nuestro pan y vino de la fraternidad. Saber estar en comunión
con todos los seres humanos, sea cual sea su credo. Lo determinante de ser
cristiano es el amor que crea la reconciliación y comunión con toda la
humanidad, con toda la creación. Hombre y mujer formamos el ser y personalidad
de Cristo, sin distinción de género.
Del seguimiento al
encuentro
A medida que seguimos a
Jesús y experimentamos que se nos da a conocer, de alguna manera, percibimos
que también nosotros somos carne de su carne. Es decir, la relación vinculante
nos pone semejanza, nos encarna con la encarnación de Jesús y como Pablo podemos
afirmar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gl 2,20). Y si
Jesús ha dado la vida por todos, nosotros tenemos también la osadía de querer
dar la vida por los hermanos. Esto es una actitud de confianza en Dios, que nos
afianza en la fe y en la caridad. Dar la vida, ¿queremos darla de verdad?, ¿en
qué consiste nuestro “darnos” a los demás?, ¿cómo lo hacemos efectivo?
La comunidad cristiana
nos reunimos en torno a la mesa para celebrar el pan y la Palabra. Del
seguimiento, pasamos a celebrar el encuentro con Cristo en medio de nosotros. Celebrar, ¡ser celebradores! Jesús nos convoca en
torno a la mesa de la fiesta. No en un templo. Lo que Jesús inicia es algo
nuevo. Ya no son sacrificios de animales sobre altares. Es la mesa para una cena,
una celebración para todos, en la que Jesús mismo es la comida y bebida
servida. Jesús se significa y nos significa con Él: “este es mi cuerpo”, “esta
es mi sangre”; “haced esto en memoria mía”. Quienes nos hacemos seguidores de
Jesús recibimos su misma vida, pasamos a ser carne y sangre de Cristo. El pan y
el vino son signo que significa nuestra carne y sangre unida a la de Jesús
ofreciéndose para que el mundo crea y viva. Somos continuadores de este
ofrecimiento a la humanidad. Como Jesús, somos el pan que alimenta la vida y
vino que celebra la fiesta del Reino de Dios. Somos los hijos e hijas de la
fiesta del Reino y somos eucarísticos. La Eucaristía es fundamentalmente
identidad con Cristo. De esta conciencia de identidad eucarística ha de brotar
la novedad. Cristo y la humanidad pasan a ser una sola carne y sangre. Somos
pan y vino como esperanza de fe y vida.
Pan vivo
Quiero decir con esto que
somos eucaristía, porque el Cristo que nos vive dentro, nos hace lo que Él es:
pan de vida. Sí, lo afirmo, somos eucaristía, pan de vida que, al igual que
hizo Jesús, nos partimos y repartimos dando lo más y mejor de nosotros mismos
para los demás. La comunidad que se reúne para celebrar en torno a la mesa el
pan y la palabra, es toda ella sacerdocio de Cristo ofrecido a Dios y a la
humanidad. Todos somos celebradores, porque todos somos pan de Dios. Esto no es
solo un derecho, ¡es identidad!
El Dios en quien creemos,
no necesita intercesores entre Él y nosotros, como sucedía con los sacerdotes
de la del Antigua Alianza, sacrificando animales ofrecidos a Dios. Aquí y ahora somos sacerdocio de Cristo, Él es el
único sacerdote y nosotros lo somos por participación y gracia suya: “De esta
manera, Dios hará de vosotros, como de piedras vivas, un templo espiritual, un
sacerdocio santo que por medio de Jesucristo ofrezca sacrificios espirituales,
agradables a Dios” (1Pdr 2,5). Si Jesús se ha significado diciendo que Él es
nuestro pan y nuestra sangre y dice a sus discípulos que hagan esto en memoria
suya, estamos ante una realidad que es de todo el discipulado, y no privacidad
de una élite distintiva.
Si Cristo me vive,
y por la fe sé que me vive, yo soy eucaristía y celebradora de eucaristía. Y lo
es cada seguidor, cada discípulo, no depende de sacerdotes oficiales, es gracia
ofrecida a todos. Esto lo podemos entender si realmente nos sentimos
identificados con Cristo. La reunión de unos pocos para celebrar esta
verdad, es eucaristía cristiana. Dar la vida a los hermanos con nuestro
servicio, amor, perdón y compañía, es ser pan de vida que los alimenta y da
vida. Lo que somos y tenemos lo partimos y repartimos como pan de vida, cada
uno tome la ración que de mí -de nosotros- necesita. Comernos unos a otros tal
cual se dio a comer Jesús: “Tomad y comed, esta es mi carne”. Toda la humanidad
debe contemplar el cristianismo como el hogar de la fraternidad y la
solidaridad compartida. Sea esta nuestra oferta a los hermanos.
Reservar esto para unos
“oficiales del templo”, es simplemente estrechez de mente, falta de caridad y
no andar en verdad, porque la verdad es que todos somos sacerdotes de Cristo. Por eso las mujeres reivindicamos poder ofrecer
este servicio. Lo que Jesús hizo por nosotros, hay que hacerlo por toda la
humanidad sin distinción. Y no digo que quien lo entienda solo de manera
“oficial”, así lo viva y lo realice, cada uno ha de ser coherente con lo que
cree. Pero quien tiene esta libertad interior, sabe que el Espíritu es quien se
lo inspira. El pan y el vino, junto con Jesús, somos nosotros en este ahora de
la historia ofreciendo amor y perdón a toda la humanidad. Significados con Él,
somos lo que Él es y nos hace, se hace en nosotros, para que seamos su imagen y
semejanza, y realicemos todo lo que Él obró: amó, perdonó, enseñó, liberó.
Somos totalidad de Jesús y cuando hay identidad con Él ya no se tiene miedo, se
es capaz de romper todo límite y toda imposición.
Eucaristía
Adheridos a Jesús y
celebradores con Él, hagámoslo también con el pan nuestro de cada día, ganado
con el sudor de nuestra frente, y con el vino de nuestra alegría y fiesta. Que
no hace falta purezas raras de pan sin levadura o vino solo de uva, porque
Jesús no repara en alimentos puros e impuros, Él todo lo hace bueno y bello,
nuevo y sencillo. Jesús ha trascendido estas cosas antiguas, se ha situado en
la normalidad de la vida de los hombres y mujeres de cada momento histórico. El
Jesús terreno rompió todos los esquemas, no quiso amos ni dominadores, sino que
hizo un discipulado de fraternidad, queriéndonos a todos como servidores de los
demás. Y dio ejemplo lavando los pies como quien sirve, y lo dice llanamente:
“Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). Y añade: “Os he
dado ejemplo para que también vosotros hagáis lo mismo que yo os he hecho” (Jn
13,15). En el evangelio de Juan no hay fracción del pan, el ejemplo que deja
este evangelista es el lavatorio de los pies, como signo de amor hecho
servicio. Somos servidores, el poder y los mandos son antievangélicos. La
fraternidad es servicio ofrecido entre iguales. Si Dios se ha situado a los
pies de la humanidad. Nosotros también.
La oración como
encuentro relacional
Como mujer y monja de
vida contemplativa, no puedo dejar decir una palabra sobre la importancia de la
oración personal y comunitaria. Ella, la oración, surge de la necesidad
de la vida en relación. Jesús mismo nos invita a ser orantes, a
relacionarnos con Dios: “Tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la
puerta y ora en secreto a tu Padre” (Mt 6,6). Él mismo se retiraba al campo o a
la montaña para orar a solas. Y en los momentos cruciales de su vida, la
oración será el fuerte donde agarrarse. En la oración, Jesús vuelca toda su
confianza al Padre, se fía de Él y se abandona: “Que no se haga mi voluntad
sino la tuya” (Lc 22,42).
Me parece que en la
Iglesia hemos fomentado poco dos cosas vitales para alimentar la fe, me refiero
a la oración y el gusto por la Escritura.
Nos ha faltado sentido orante, por una parte, y por otra, la Escritura ha sido
la gran ausente por siglos y siglos, aunque bien es verdad que, a partir del
Concilio Vaticano II, se realizó un gran trabajo para reparar esta carencia. La
oración se había dejado en manos de los religiosos y la Biblia en manos de los
curas. Así, la ausencia de este alimento en los laicos, nos dejó debilitados y
sin contenido. Hoy ya sabemos la importancia de ambas cosas y hay un verdadero
interés por la formación y lectura asidua de la Palabra. Actualmente estamos
más sensibilizados a buscar espacios de vida interior orante contemplativo.
Estar a solas con Dios solo.
¿Por qué la necesidad de
la oración, por qué regalar a Dios momentos de nuestra persona y tiempo? Porque
ella (la oración), es iluminadora de nuestras verdades más recónditas. La
oración ilumina nuestra verdad, nos la pone de frente, nos hace de espejo donde
mirarnos y ver cómo estamos. Al querer encontrarnos con Dios por medio de la
oración, inevitablemente nos encontramos con nosotros mismos, somos nuestra
propia piedra de tropiezo. Este encuentro con Dios, pasa por el encuentro
personal con nuestra propia historia, hecha de aciertos y conflictos, de
afectos y rupturas, de bondad y agresividad. Pasamos situaciones en que nos
hallamos ante el pavor de tener que asumir que la reconciliación y la armonía
en nosotros están por hacer, la paz por establecer, el perdón por realizar. Es
ir asumiendo la purificación interior como camino que nos lleva a la
reconciliación e iluminación del ser redimido por Jesús. La oración ilumina el
camino de la verdad en la libertad y para la libertad.
Semana de oración por la
Unidad de los cristianos
Al fin, ser seguidores de
Cristo nos ha de llevar a un exigente encuentro personal con Él, desde la
realidad orante-contemplativa.
Con Jesús hay que relacionarse, tratarse, conocerse e igualarse, dejar que nos
haga carne de su carne y sangre de su sangre. Santa Teresa de Jesús define así
la oración personal: “que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino
tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos
ama”. Si no conocemos a Jesús desde el Tú a tú, no entraremos en la dinámica
del enamoramiento. Es de vital importancia pasar del seguimiento al encuentro y
enamoramiento. Cuando hay encuentro enamorante, entra en escena la belleza del
Cantar de los Cantares, los amantes se desean, se buscan, se encuentran y se
dicen el amor, viven de amor, orar es andar en enamoramiento. “Que me bese con
los besos de su boca/ Más dulces que el vino son tus caricias y deliciosos al
olfato tus perfumes. Llévame en pos de ti: ¡Corramos!”. “¡Qué gratas son tus
caricias, hermanita, novia mía! ¡Son tus caricias más dulces que el vino, y más
deliciosos tus perfumes que toda especia aromática!”. Este libro del Antiguo
Testamento ya pone de manifiesto que la relación de Dios con la humanidad es
amorosa.
Ser orantes es vocación
cristiana de todos, porque este Dios
nuestro, a decir de Santa Teresa “no está deseando otra cosa sino tener a quien
dar” (6M 4,12). Orar es disponernos a recibirle y tener “afición de estar más
tiempo con El” (V 9,9). Y hoy, más que nunca, estamos llamados a ser orantes
con todas las religiones de la humanidad. La esperanza de nuestro mundo nos
viene dada por la oración de todos los credos unidos, hombres y mujeres de
buena voluntad que lo esperan todo y solo de Dios. Dice Hans Küng: “No habrá
paz entre las naciones sin paz entre las religiones; ni habrá paz entre las
religiones sin diálogo entre las religiones; ni habrá diálogo entre estas sin
el estudio de sus fundamentos”. Hay que ir más allá del ecumenismo cristiano,
hay que englobar y abrazar a todos los creyentes de todas las religiones que
oran el amor y la esperanza para un mundo en la paz, la justicia y la libertad.
Y todo esto, sin perder nuestra identidad cristiana, sino con la seguridad de
que Jesús nos acompaña en este camino reconciliador con todos.
También quiero dejar
claro que, en la oración, no hemos de ir buscando y esperando sensiblerías
gustosas, levantamientos del espíritu, sensaciones placenteras, todo esto son
infantilismos. Santa Teresa dirá
sobre ello: “Sí, que no está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos
ni ternuras, sino en servir con justicia y con fortaleza de ánima y humildad”.
Dios nos puede regalar con estos gustos, claro que sí, a veces lo hace si nos
ve con la necesidad. Sin embargo, la persona de fe no se detiene en ello, ni le
da importancia, porque la fe se funda en la confianza, es un: “sé de quién me
he fiado”. Lo determinante es ir a la oración desnudos de falsedad,
abiertos a vernos sin miedo, para que ella vaya iluminando los oscuros
recovecos, verlos y asumirlos con una mirada serena, benévola, limpia,
penetrante y auténtica.
La oración nos ayuda a
situarnos ante la vida y sus conflictos, con actitudes nuevas, transformadas y
transformadoras, más evangélicas y bondadosas.
Así, poco a poco, casi imperceptiblemente, irá naciendo la iluminación
interior, que no es sino andar en verdad, en justicia, paz y libertad, en amor
hacia nosotros mismos y los demás. La oración obra gracia configuradora con
Cristo, nos va fortaleciendo en la fe, nos abre a una mayor caridad en acogida
amorosa hacia la creación y los hermanos, nos hace sencillos y humildes, nos
abaja de toda posible altivez, nos humaniza a modo de la humanidad de Cristo.
Nos hace andar en amor y perdón.
Y quiero destacar
también la oración hecha con la ayuda de la Palabra. Esta es una
tradición muy antigua, pero poco fomentada en las parroquias. Se toma un texto
de la Escritura, se lee, se reposa, se piensa, se escucha, se contempla en
silencio y, poco a poco, el Espíritu va obrando la gracia iluminadora de la
palabra en el corazón que la acoge amorosamente. Se abre una claridad en la
mente que deviene comprensión, y nos ayuda a aplicarlo en la vida misma. La
palabra orada deviene libertadora de vida, ensanchadora del ser.
Palabra de Dios
Y bien, con todo lo
dicho, quisiera haber despertado en vosotros la pasión por Cristo. Que vuestra
espiritualidad busque abrevar la sed de Dios en Jesús y su Evangelio. Y para
finalizar, quiero dedicaros una cita del profeta Oseas: “Yo la voy a enamorar,
la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. Dios pide de nosotros atención
interior, para hablarnos amorosamente al corazón. Y concluyo con otra frase de
Santa Teresa que viene bien al grupo: “Ahora comenzamos y procuren ir
comenzando siempre de bien en mejor”. Sois semilla para las nuevas
generaciones que están por venir. Coraje y adelante.
Tomado de Religión Digital