En cualquier lugar del mundo
La
alarma del reloj despertador repica una y otra vez, Cheyo la voltea a ver de
reojo, cansado, quiere seguir durmiendo, hace apenas tres horas llegó a su
cuarto ha trabajado todo el día quiere dormir, sólo dormir, pero hace años que
no duerme más de cuatro horas y no porque no quiera si no porque no puede, el
ritmo de trabajo no se lo permite.
Los dolores en la espalda le han hecho mella y el dolor de muelas le martilla toda la cabeza, apenas puede masticar y cada vez que hace esfuerzo para echarse un bulto sobre la espalda siente como si le clavaran una aguja en las muelas. Tiene varios agujeros negros porque están podridas le dijo Jerónima, la muchacha que trabaja en unos de los comedores echando tortillas, como él ella también es migrante en la ciudad de Guatemala, llegó desde Quetzaltenango, de 13 años a trabajar en el servicio doméstico y él a los 11 a lustrar zapatos, pero desde hace cinco trabaja cargando bultos le va mejor ahí, le pagan más pero su espalda lo resiente y un dolor en el tobillo derecho que lo hace cojear por ratos.
Cheyo
es originario de Rabinal, Baja Verapaz, Guatemala, es el mayor de nueve
hermanos, su padre trabaja de jornalero en la siembra de manía y en la cosecha
de anonas cuando llega la temporada, también siembra milpa, frijol y ayotes en
el terreno que alquila anualmente y paga con la mitad de su cosecha de maíz. Su
madre vende tamalitos de frijol y atoles en el mercado de Rabinal, también lava
ropa ajena y cuando puede teje perrajes que termina vendiendo a los turistas
por la mitad del precio, de tanta rebaja que le piden, siempre dice que es
mejor algo a nada pues ella es la de la
necesidad.
En
la capital estaba un tío, hermano de su mamá que trabajaba de guardia de
seguridad privada y alquilaba un cuarto en las cercanías del mercado La
Terminal, fue él quien se lo llevó para que comenzara a trabajar para que
ayudara a sus padres en la crianza de sus hermanos, de la misma forma en que
hicieron ellos con sus hermanos pequeños, es tu suerte, así nos toca a los
hermanos mayores, le dijo. El viaje fue trajinado, vomitó en varias ocasiones
porque el humo de la camioneta era tan ajeno al olor del monte donde creció,
nunca se había subido en un autobús ni viajado tan lejos. Su mamá le echó
envueltos en un perraje varios tamalitos de frijol y en un bote de galón de aceite
le puso atol de tres cocimientos, también le dio una botellita de Agua Florida
que tenía usada, por si le daba dolor de cabeza o tuviera frío en la noche que
se echara en los pies y el pecho. Lo abrazó llorando y le echó la bendición, su
papá sólo le dio la mano y se dijo que ya era hora que se hiciera hombrecito y
que su ayuda económica era muy necesaria en la casa.
Cuando
llegó a la capital se encontró en la habitación a cuatro hombres más, todos del
interior del país, compañeros de trabajo de su tío, dormían sobre petates.
Sobre una mesa de pino encontró una estufa de cuatro hornillas, eléctrica, una
fridera, una olla, una botella de aceite casi por terminarse y un bote de café.
En el suelo en una esquina sobre un bloque se cemento, cuatro pailas y cuatro
tazas, el mismo número de cubiertos y un pedazo de manta. Colgados de una bolsa
plástica de una de las vigas del techo varios rollos de papel higiénico y
pedazos de papel periódico. Colgando sobre la pared un calendario de una mujer
en traje de baño.
El
tío lo presentó con los demás que le dieron una cálida bienvenida y se
arrinconó sobre uno de los petates para que también se acostara, al otro día lo
llevó a presentar con el grupo de niños que lustraban zapatos en la zona, la
caja y el material se la vendió uno de los señores que arreglan zapatos por el
lado de la repollera. Así fue como Cheyo conoció la capital, el humo de las
camionetas y el bullicio que comenzaba a las dos de la madrugada cuando
llegaban los primeros camiones desde distintos puntos del país a dejar y a
comprar mercadería.
Del
genocidio jamás escuchó hablar a sus papás, fue su tío quien le contó que a la
mitad de su aldea la habían desparecido y a la gente de otras aldeas la habían
masacrado cuando él y su mamá eran niños, le advirtió que tuviera cuidado con
la gente de la capital porque no eran igual que ellos y que estaban ahí no porque quisieran sino por
necesidad. Le dijo que no se igualara a ellos y que mantuviera su idioma
costara lo que costara, porque era herencia de sus abuelos. También le dijo que tenía que inscribirse en
la escuela nocturna para seguir estudiando y Cheyo lo hizo entusiasmado, ahí
conoció muchos amigos que también habían llegado de otros lugares del país,
muchos hablaban otros idiomas que él no conocía y entre todos a como podían
intentaban hablar español para no quedarse atrás en las clases. Entre lustradores de zapatos, cargadores de
bultos, tortilleras, cocineras, ayudantes de vendedores, ayudantes de zapateros,
guardias de seguridad privada, albañiles, panaderos y trabajadoras sexuales de
la línea Cheyo encontró calor humano en la gran urbe que era ajena totalmente a
sus sentimientos y a sus necesidades.
Los
únicos ruines ahí eran los que iban a comprar y que le gritaban como si a un
chucho estuvieran espantando cuando necesitaban que les lustrara los zapatos,
así le contaba a su amiga Jerónima. Con Jerónima iban al parque central cuando
podían a dar una vuelta por la plaza y a comerse un helado, juntos descubrieron
que ahí era el punto de encuentro de muchos como ellos que también habían
llegado del interior del país, que también eran indígenas y que también como
ellos no se hallaban, que los trababan muy mal los capitalinos mestizos en sus
trabajos y en la calle.
Un amigo que cargaba bultos lo animó a dejar de lustrar zapatos y a
trabajar como él, sólo tenía que hacer una carreta de tablas de madera,
conseguir un lazo doble y unos dos costales o un su pedazo de poncho para
ponerse en la espalda, no requería tanta inversión, estaba joven y fuerte, por
lo demás los mismos clientes lo iban a buscar,
unos con un silbido, otros con un grito, pero se acercarían a solicitar
su ayuda, le dijo cuánto cobrar por viaje dependiendo la distancia y el peso y
así fue como Cheyo dejó de lustrar zapatos para cargar bultos.
Trabajó
lustrando zapatos 6 años, a los 17 comenzó a cargar bultos, tiene 22 y la mitad
de su vida en la capital, en un sobre le
envía dinero cada dos semanas a sus papás con los pilotos de las camionetas que
van hacia su pueblo, está cursando el bachillerato en la escuela nocturna, ve
en Jerónima la belleza de las matas de
anís y manzanilla, cada vez que se le acerca siente que el corazón se le va a
salir por la boca, Jerónima tiene el alma de las aves del monte donde pasó su
infancia: libre. Y él quiere saber qué es la libertad.
Jerónima
que está decidida a irse para el norte, porque tiene dos hijos qué criar. Fue
abusada a los 12 años por uno de los
hermanos de la iglesia que la dejó embarazada de gemelos, sus padres la
enviaron a la capital a trabajar para que los pudiera criar y ellos los
cuidarían, siguen asistiendo a la misma iglesia y perdonaron al hermano que les
dijo que no sabía qué le sucedió, que fue el demonio que lo hizo hacer eso, sus
padres pensaron que parte de la culpa la tuvo ella por empezar a desarrollar
tan rápido y que su cuerpo distraía a los hermanos de la iglesia.
A
diferencia de Cheyo, Jerónima con lo único que sueña es con llegar a Estados
Unidos y poder juntar dinero para mandar a traerlos, Cheyo quiere saber cómo
sería vivir de otra manera, sin cargar bultos, sin que le griten, sin que lo
menosprecien, sin que se burlen cuando habla español, quiere saber cómo sería
tener dinero para comprarse un pedazo de pastel o un par de zapatos. ¿Cómo
sería poder enviar dólares para que sus padres construyan una casa y sus
hermanos vayan a la universidad? Que
tengan un refrigerador donde guardar la comida y un amueblado de sala para que
descansen su espalda, le encantaría enviarles dinero para que compren camas y
dejen de dormir en hamacas. Componerse esas muelas para que dejen de dolerle.
Son las 3 de la madrugada y suena el reloj despertador, en una de las pensiones cercanas a la línea del tren lo espera Jerónima, se irán para el norte con un grupo de amigos, sin pagar coyote porque no tienen dinero y tampoco conocen el camino, pero no les aflige, porque si de niños sobrevivieron a la ingratitud de la capital en su país, saben que de adultos podrán sobrevivir en cualquier lugar del mundo.
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