La conducta del padre de la parábola del domingo pasado, Jesús la expresa este domingo en el trato delicado y liberador que da a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, al punto de que en el encuentro con Él, que encarna la misericordia divina, recupera su identidad de mujer, sometida a la ignominia y humillación.
De ser mujer adúltera y
abusada, pasó a ser mujer amada y liberada plenamente.
Víctor Ruano
Aquella mujer excluida y maltratada por la sociedad, usada y abusada por los hombres, no necesitaba “mano dura”, como exigían escribas y fariseos, sino una mano amiga que la levantara y dignificara, que le ayudara a mostrar la belleza y valores que poseía.
Jesús la comprendió muy bien, no la condenó, sino la amó como nadie lo había hecho. Mientras unos la miraban con desprecio, otros la habían utilizado y aprovechado de su vulnerabilidad, Jesús le hace experimentar el amor verdadero que transforma y humaniza aun desde lo más hondo en que había caído. De ser mujer adúltera y abusada, pasó a ser mujer amada y liberada plenamente.
El evangelio del domingo pasado nos llevó a la casa de una familia disfuncional, pero con un padre a todo dar porque amaba, imagen del Dios verdadero en el que creyó Jesús. El evangelio de mañana nos sitúa “en el templo”, símbolo de la religión judía y centro de la actividad económica y política de aquella sociedad. Allí la multitud escuchaba con atención a Jesús, pero las elites, escribas y fariseos, se ensañaban con la víctima y eran complacientes con el victimario, como sucede siempre en sociedades hipócritas. Su fin era poner en dificultad a Jesús, acusándolo de enemigo de la Torá y de Dios. Le cuestionan porque está del lado de los excluidos y pecadores, esta vez del lado de una mujer a la que ellos mismos usan, explotan y pretenden lapidar. Así sucede hoy, aunque con otras formas, pero la esencia es la misma.
Quienes se consideran distintos de los demás y de una clase superior condenan a los que no son de su elite y expulsan a los pobres o los linchan socialmente, como vimos en Cayalá, cuando agentes de seguridad, de manera agresiva, humillaban a unos niños.
También persiguen y criminalizan a los líderes de las comunidades, como hizo el MP, hoy instrumento de impunidad, al que se suman jueces venales en contubernio con empresarios locales e internacionales depredadores, con Bernardo Caal Choc, defensor del río Cahabón, de la Madre Tierra y del medio ambiente. Del mismo modo proceden con jueces y fiscales que han destacado por su afán en la construcción de un estado de Derecho, luchando para que la justicia resplandezca.
Un sistema de justicia que se sirve de las leyes y de sus instituciones, no para ayudar a que las personas vivan con dignidad, sino para culpabilizar y arrastrar por el suelo al pobre y débil, evidencia de que es un sistema podrido, porque su fin es mantener un régimen de impunidad.
En ese contexto, que ya
es una pesadilla insoportable para la ciudadanía consciente e informada de este
país, resulta alentador ver a Jesús actuando desde su experiencia de Dios, que
se traduce en opción por los excluidos y despreciados. Su conducta es la
compasión liberadora para reconstruir la vida con la dignidad de persona
verdaderamente libre. Esa ha de ser la misma actitud de la Iglesia hoy, si
quiere estar del lado de los pobres y nunca del lado de gobiernos corruptos que
mancillan la dignidad de sus pueblos. Nuestra fuerza como sociedad será la
unidad para que las elites político-económicas no nos linchen. Es necesario
trabajar juntos, dentro de una convivencia pacífica, para construir una vida
más humana para todos, que nos libere de la humillación a la que nos someten.
Colaboración
de Víctor Chomo