EL MITO DE LA SALVACIÓN POR LA CRUZ
Enrique Martínez Lozano
Domingo de Ramos
10
de abril
Lc 22,14 - 23,56
Tal
vez, la tendencia a poner nuestra salvación “fuera” pueda deberse a dos
factores: por un lado, a la creencia que nos identifica con el yo carenciado y
esencialmente necesitado de alguien que nos pueda “salvar”; por otro, a la
consciencia mágica y mítica -en la que nuestra especie ha vivido durante
siglos-, que pone la salvación en otro ser, como suelen hacer los niños.
En la tradición bíblica encontramos una imagen sumamente elocuente: en el Libro de los Números se narra que, para curar a quienes habían sido mordidos por serpientes venenosas -enviadas por Jehová como castigo por los pecados del pueblo-, Moisés colocó una serpiente de bronce en lo alto de un madero, de modo que todo aquel que miraba la serpiente quedaba automáticamente curado (Num 21,4-9).
En
el caso cristiano, la cruz de Jesús se leyó en relación a la doctrina del
“pecado original”. Según la “teoría de la expiación”, grabada a fuego en el
imaginario colectivo del mundo cristiano, todos los humanos nacen con un pecado
que solo podía ser perdonado gracias al sacrificio de Cristo en la cruz.
Sospecho
que no somos todavía conscientes de la doble implicación “oculta” en esa
doctrina:
·
imagen de un dios sádico, que reclama la sangre de su propio hijo para perdonar
el pecado de “los primeros padres”;
· imagen del ser humano como “pecador” desde antes de su nacimiento, creencia en la que se asentaría la omnipresente culpa católica.
Solo
una identificación extrema con la creencia impide ver que un planteamiento de
este tipo resulte frontalmente disonante con la conciencia moderna. ¿Cómo
podría creerse hoy, literalmente, en el mito de la salvación por la cruz?
Pero
todavía hay más. En profundidad, el mito de la salvación por la cruz parte de
una comprensión del ser humano que, no solo es parcial, sino radicalmente
inadecuada. Identificarse con el “yo pensado” -o imagen que tenemos de nosotros
mismos- supone reconocerse esencialmente como carencia y, por tanto, necesitados
de una salvación “exterior”.
Pero
no somos nuestro yo: la “personalidad” es solo la forma en que se está
experimentado lo que realmente somos. Ciertamente, es frágil, débil, vulnerable
y necesitada. Y de todo ello habremos de hacernos cargo. Pero en nuestra
“identidad”, somos plenitud de presencia, estamos ya “salvados”.
¿De
qué habla, pues, la cruz de Jesús? De lo mismo que hablan las persecuciones,
torturas y asesinatos de personas inocentes a lo largo de la historia: de los
abusos de un poder prácticamente omnímodo y de la fidelidad de Jesús a su
propia misión. No hubo extraños designios de ningún dios ofendido. Hubo
injusticia sangrante del poder de turno y fidelidad coherente de un hombre
íntegro.
¿Qué
lectura hago de la cruz?
Enrique Martínez Lozano