LUCAS 22, 14-23,56
CRUCIFICADO
Cuando llegó la hora(…) tomó el pan en sus manos, y habiendo dado gracias a Dios lo partió y se lo dio a ellos, diciendo: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte en favor vuestro. Haced esto es memoria de mí”. Lo mismo hizo con la copa después de la cena(…). Luego(…) se fue al monte de los Olivos. Los discípulos le siguieron le siguieron. Al llegar al lugar, les dijo: “Orad, para que no caigáis tentación.(…)
Todavía estaba hablando
Jesús, cuando llegó un grupo de gente.(…). Arrestaron entonces a Jesús(…)
Pilato les dijo: “Aquí me habéis traído a este hombre, diciendo que alborota al
pueblo, pero le he interrogado delante de vosotros y no le he encontrado
culpable de nada de lo que le acusáis.(…). Le voy a castigar y luego lo pondré
en libertad”
Pero ellos insistían a
grandes voces, pidiendo que lo crucificase, Y Pilatos decidió hacer lo que le
pedían. Cuando llegaron al sitio llamado de la Calavera, crucificaron a Jesús y
a los dos malhechores(…). Jesús dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”. Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda aquella tierra
quedó en oscuridad. El sol dejó de brillar y el velo del templo se rasgó por la
mitad. Jesús gritando con fuerza dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”. Dicho esto, murió(…) Era el día de la preparación, y el sábado
estaba a punto de comenzar. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde
Galilea fueron y vieron el sepulcro, y se fijaron en como sepultaban el cuerpo.
Cuando volvieron a casa, prepararon
perfumes y ungüentos. (Lucas 22,14-23,56)
ESCÁNDALO Y LOCURA
Los primeros cristianos
lo sabían. Su fe en un Dios crucificado solo podía ser vista como un escándalo
y una locura.
Ciertamente, lo primero
que todos descubrimos en el Crucificado del Gólgota, torturado injustamente
hasta la muerte por las autoridades religiosas y el poder político, es la
fuerza destructora del mal, la crueldad del odio y el fanatismo de la justicia.
Pero ahí precisamente, en esa víctima inocente, los seguidores de Jesús vemos a
Dios identificado con todas las víctimas de todos los tiempos.
Este Dios crucificado
no es el Dios poderoso y controlador, que trata de someter a sus hijos e hijas
buscando siempre su gloria y honor. Es un Dios humilde y paciente, que respeta
hasta el final nuestra libertad, aunque nosotros abusemos una y otra vez de su
amor. Prefiere ser víctima de sus criaturas que verdugo suyo.
Este Dios crucificado
no es tampoco el Dios justiciero. Dios no responde al mal con el mal.
Este Dios crucificado
se revela hoy en todas las víctimas inocentes. Está en la cruz del Calvario y
está en todas las cruces donde sufren y mueren los más inocentes: los niños
hambrientos y las mujeres maltratadas, los torturados por los verdugos del
poder, los explotados por nuestro bienestar, los olvidados por nuestra
religión.
Quienes seguimos a Jesús y creemos en el misterio redentor que se encierra en su muerte, es la fuerza que sostiene nuestra esperanza y nuestra lucha por un mundo más humano.
¿QUÉ HACE DIOS EN UNA
CRUZ?
Las preguntas son
inevitables: ¿cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres?
¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo
puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un <<Dios
crucificado>> constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a
cuestionar todas las ideas que los seres humanos nos hacemos de la divinidad.
El <<Dios
crucificado>> no es un ser omnipotente ni majestuoso, inmutable y feliz,
ajeno al sufrimiento de los seres humanos, sino un Dios impotente y humillado
que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte.
Este <<Dios
crucificado>> no permite una fe frívola y egoísta en un Dios al servicio
de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el
sufrimiento y el abandono de tantas víctimas de la injusticia y de las
desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos a cualquier
crucificado.
Los cristianos hemos
aprendido incluso a levantar nuestra mirada hacia la cruz del Señor,
desviándola de los crucificados que están ante nosotros ojos.
Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la pasión del Señor es reavivar nuestra compasión hacia los que sufren. Sin esto se diluye nuestra fe en el <<Dios crucificado>> y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones.
DIOS NO ES SÁDICO
No son pocos los
cristianos que entienden la muerte de Jesús en la cruz como una especie de
<<negociación>> entre Dios Padre y su Hijo. Según esta manera de
entender la crucifixión, el Padre, justamente ofendido por el pecado de los
hombres, exige para salvarlos una reparación que el Hijo le ofrece entregando
su vida por nosotros.
Si esto fuera así, las
consecuencias serían gravísimas. La imagen de Dios Padre quedaría radicalmente
pervertida.
Sería difícil evitar la
idea de un Dios <<sádico>> que encuentra en el sufrimiento y la
sangre un <<placer especial>>.
Este modo de presentar
la cruz de Cristo exige una profunda revisión. En la fe de los primeros
cristianos, Dios no aparece como alguien que exige previamente sangre para que
su honor quede satisfecho, y peda así perdonar. Al contrario, Dios envía a su
Hijo solo por amor y ofrece la salvación siendo nosotros todavía pecadores.
Entonces, ¿quién ha querido la cruz y por qué? Ciertamente no el Padre, que no quiere que se cometa crimen alguno, y menos contra su Hijo amado, sino los hombres, que rechazan a Jesús y no aceptan que introduzca en el mundo un reinado de justicia, de verdad y fraternidad.
MURIÓ COMO HABÍA VIVIDO
¿Cómo vivió Jesús sus
últimas horas? ¿Cuál fue su actitud en el momento de la ejecución?.
Los Evangelios
sencillamente recuerdan que Jesús murió como había vivido. Lucas, por ejemplo,
ha querido destacar la bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que
sufren y su capacidad de perdonar. Según su relato, Jesús murió amando.
En medio del gentío que
observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres se acercan a
Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así.
Jesús <<se vuelve
hacia ellas>> y las mira con la misma ternura con la que las había mirado
siempre: <<No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros
hijos>>. Así marcha Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellas pobres
madres que en su propio sufrimiento.
Faltan pocas horas para
el final. Desde la cruz solo se escuchan los insultos de algunos y los gritos
de dolor de los ajusticiados.
De pronto uno de ellos
se dirige a Jesús: <<Acuèrdate de mí>>. Su respuesta es inmediata:
<<Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso>>.
Siempre ha hecho lo
mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo
sigue haciendo hasta el final.
Jesús muere pidiendo al
Padre que siga bendiciendo a los que crucifican, que siga ofreciendo su amor,
su perdón y su paz a todos, incluso a los que lo están matando.
Así está Dios en la cruz: no acusándonos de nuestros pecados, sino ofreciéndonos su perdón.
CON LOS CRUCIFICADOS
El mundo está lleno de
iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado, y está lleno
también de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias
y el olvido: enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos
ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles ni futuro. Y gente,
mucha gente hundida en el hambre y la miseria en el mundo entero.
Es difícil maginar un
símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en
todas partes: <<memoria>> conmovedora de un Dios crucificado y
recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de
manera injusta en nuestro mundo.
Esa cruz, levantada
entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le
duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los asesinados y torturados
de Irak, llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. Solo sabemos
que Dios sufre con nosotros. No estamos solos.
¿Qué significa la
imagen del Crucificado, tan presente entre nosotros, si no vemos marcados en su
rostro el sufrimiento, la soledad, la tortura y desolación de tantos hijos e
hijas de Dios?.
¿Qué sentido tiene
llevar una cruz sobre nuestro pecho si no sabemos cargar con la más pequeña
cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros?
El Crucificado
desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías.
Para adorar el misterio de un <<Dios crucificado>> no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos más a los crucificados, semana a semana.
José Antonio Pagola
Colaboración de Juan de la Cruz